Que el teatro vive, que está bien
vivo, lo demuestra Lafinea Teatro, una más
que modesta compañía de cuatro jovencísimas actrices, cuya autodisciplina y
empeño las van a llevar –esperemos—a la cumbre del talento. Ojalá tengan suerte
y sean aplaudidas.
Se las puede ver estos días –como
delicado fruto de sus aguerridas y concienzudas pesquisas filológicas—en la adaptación
suculenta de Muerte del apetito,
diálogo dramatizado de Sor Marcela de
San Félix, hija del Fénix Lope y profesa en el convento de las Trinitarias,
donde había sido sepultado Cervantes. Acompañan a la versión del desconocido
texto las loas que compuso Sor Marcela para solaz de las monjas, quienes,
aunque entregadas a la clausura, no por ello eran unas hermanas sosas y
aburridas, y de este modo trataban de animarse representando para sí al modo de
un auto sacramental.
Como dice el programa de mano, el
teatro conventual barroco, de matiz piadoso, es uno de los grandes ignorados de
los estudiosos y del público. Casi nadie sabe hoy de su existencia, y sus
textos están perdidos, dispersos y olvidados.
Si muy difícil es escenificar
bien y con aplomo teatro clásico en verso, y no errar lo más mínimo en su cadencia
y dicción, más mérito todavía tiene que lo consigan con majestad soberana tan
jóvenes intérpretes. Quiero resaltar los nombres de Ainhoa Blanco-Dúcar, Marta
de Navas, Irene Domínguez y Rebeca Sanz-Conde. La segunda, además,
coreógrafa, y la última, encargada de la dirección y adaptación. Ellas inyectan
simpatía y cómico desenfado al que podría parecer árido esmero de una monja
literata. No solo mantienen la atención de los espectadores, sino que consiguen
de ellos el asombro y la admiración, y un reconocimiento mayor y más gustoso
que el que se haga al teatro convencional de los circuitos comerciales.
Se han atrevido con un texto
complejo, ingrato y muy difícil de escenificar con agrado hoy en día, mundo tan
materialista alejado de lo místico y lo alegórico. Sor Marcela abrazó los
hábitos a la edad de quince primaveras y murió con ellos puestos a los ochenta
y dos años, el 9 de enero de 1687. En la Casa-Museo de Lope de Vega de Madrid,
se conserva un retrato de ella, cuyas virtudes quedan recogidas en leyenda al
pie: adorno (compostura) de su persona, gracia, discreción, apacible trato,
rigurosa en la regla como Santa Clara, iluminada espiritualmente como Santa
Teresa. Tenía muchas inquietudes de escritora, y compuso, para disfrute de sus
hermanas en religión, no menos de seis coloquios espirituales, como el ahora
representado de Muerte del apetito;
ocho loas (cánticos de alabanza); veintisiete romances piadosos; y varias
seguidillas, endechas y jaculatorias.
Lástima que el talento de las
mujeres (por ser mujeres) quedara para la clausura, y no para ser esparcido a
los cuatro vientos. Sor Marcela amaba a su manera, a lo divino, y con pasión:
“Dulce querido mío,
hechizo de mi alma,
si enamorarme intentas,
ya estoy enamorada (…)
No sé si, a fuer de necia,
estoy tan confïada
que te he de amar agora,
mi bien, con más ventajas (…)
Con esto, dueño mío,
no haya más amenazas:
no mates con temores
a quien de amores matas.”
Sor Marcela no llegó a la altura
de consagración literaria de otras religiosas barrocas, como por ejemplo, Sor Juana Inés de la Cruz, cuyo talento
se evidenció en la poesía profana. Pero adelantó técnicas que se recuperarían
después, como la sonoridad de esdrújulos que haría muy suya Rubén Darío.
Véase una muestra:
“En himeneo santísimo,
que no anda ya el amor tácito,
se une Cristo con Ángela
y la hace su tabernáculo.
Bien pueden darla mil plácemes,
y con versos eclesiásticos,
en instrumentos armónicos,
celebrarla sin obstáculo (…)
Y si para el mundo es túmulo,
para los cielos es tálamo:
que este lenguaje científico,
para ignorantes es bárbaro.”
Sor Marcela apunta a un lenguaje “científico”,
que resulta incomprensible a los ignorantes, no instruidos. Rubén, modernista y
cosmopolita, no quiso llegar a tanto. El nicaragüense fue ubérrimo en primorosos
y líricos mantos, tan faltos de piedad, y sí pródigos en florilegios de sátira galanura.
En Muerte del apetito, que conviene a toda novicia regalar, para que
la siga, el Alma desea estar en paz consigo misma y tocada de virtud. Pero es
tortuoso el procedimiento de la abstinencia absoluta a través de una Mortificación
que debería quedar presa en un convento de monjas descalzas. El Apetito,
juguetón, tentador, desenfrenado, asoma a la puerta. En auxilio del alma vuelven
la Mortificación y la Desnudez, para matar el Apetito. Literalmente lo
atraviesan con una espada. Queda así virtuosa y salva el Alma, y preparada para
la santidad.
La versión de Lafinea Teatro consigue limar la aridez del texto, mediante su
síntesis y su acompañamiento por loas desenfadadas a toque de castañuelas. Incluso
con guiños al góspel y al ritmo pop.
Muerte del apetito se puede ver este mes de abril de 2016, los
domingos a las 19:30, en La Gatomaquia (C/ San Cosme y San Damián, 16), una vivienda
conventual del Madrid antiguo, recuperada para la representación de pequeñas
piezas clásicas en sus desnudas estancias, a partir de su sótano abovedado.
Teatro clásico alternativo,
alejado de aspiraciones comerciales, que hace siempre las delicias del
verdadero amante de la escena. ¡Sobresaliente!
© Antonio Ángel Usábel,
abril de 2016.
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