Un escenario sobrio, oscuro,
conventual, para arropar a Juana de Castilla y sus criadas moriscas.
Tordesillas. Cuarenta y seis años de reclusión, como princesa-reina loca. Un
tosco lecho. Un reclinatorio. Una larga confesión. Concha Velasco, nuestra Santa Teresa eterna, concentrada,
extraordinaria, sublime, dignifica un texto de Ernesto Caballero –Reina Juana-- que precisaba de una actriz experta, capaz
de acentuar la poesía, la proximidad y la galanura de la vida del personaje
histórico. Lo consigue en varios momentos; sobre todo, cuando Juana emprende su
viaje a los Países Bajos para conocer a su prometido, el archiduque Felipe de
Habsburgo y Borgoña. La delicadeza al describir esa travesía por mar, su arribada
forzosa en Inglaterra donde es recibida por Enrique VII, su llegada a su
destino, su encuentro a base de saludos franceses con Felipe, su descripción de
aquel cielo encapotado, pero sobre una tierra plena de colorido y con unas
gallinas gordas que bien vuelan hasta los árboles, constituye un momento álgido
y maravillosamente memorable de esta representación.
Gerardo Vera, el director del montaje que se ofrece en Teatro de La
Abadía (Madrid), destaca que es Concha Velasco “con su talento, su humanidad, su complicidad con el mejor teatro, su
inteligencia y su total entrega desde el primer día, la luz que ilumina las
partes más oscuras y dolorosas de un personaje que parece hecho a su medida.” Un
monólogo en solitario, de hora y media de duración, desde la juventud a la
madurez y después a la ancianidad. Yendo y viniendo con sus saltos en el
tiempo. Con axiomas arriesgados –por discutibles--, como el de “quien ansía el poder, no puede entender la
música”. Es la corporeidad humana, profunda, desenvuelta por natural y
desenfadada, que le da Concha la que resucita a Juana I de Castilla. La obra
adolece de no tener conflicto, o de plantearlo descorazonadamente tarde, justo a
la hora de trabajo de la actriz. Cuando Juana es desposeída de sus derechos
dinásticos tras la muerte de su madre, Isabel la Católica, y recluida
definitivamente. Hasta cierto punto, traicionada por su padre, el rey Fernando,
que, atiborrado de afrodisíacos, desposa a Germana de Foix con ánimo de
engendrar un heredero varón. Ignorada por su propio marido Felipe, y por su
hijo Carlos. Finalmente, sospechosa de inclinaciones luteranas para su nieto,
Felipe II. Una reina olvidada, salvo entre el movimiento comunero, en otro
instante glorioso en que sus tres líderes –Padilla, Bravo y Maldonado—se postran
ante Juana para hacerla su patrocinadora.
Juana es una mujer que, como ya
le daba a su abuela Isabel en Arévalo, le hablaba al viento. Pero las palabras
se dirigen siempre a alguien, como ella misma acentúa. Nadie dialoga mucho
tiempo a solas. Juana es una testigo de la Historia que podría contar mucho, si
de verdad los cronistas no hubieran estado siempre del lado del mejor postor,
como de hecho sucedía, y se hubieran mostrado objetivos. La Juana
reivindicativa de su corona y de su trono; la Juana acusadora contra el
boticario portugués de su padre Fernando, hábil preparador de un arsénico letal,
por lo insípido, que posiblemente se dio a beber a Felipe el Hermoso; la Juana
celosa de que ninguna mujer se acercara al cuerpo embalsamado e insepulto de su
marido.
Sin embargo, hay circunstancias
de notoriedad histórica que se quedan fuera del monólogo dramatizado. Por
ejemplo, la inoportuna muerte del heredero Juan, hermano de Juana, y único
príncipe varón habido de los Reyes Católicos. Consumido literalmente de gozo de
amor por el furor uterino de su bella esposa, Margarita de Austria. A sus
diecinueve años, el enfermizo Juan no pudo más que entregar la vida y el alma.
Tampoco se mencionan
especialmente las habilidades musicales de Juana, al parecer experta en tocar
el clavicordio. Un don hacia la música que también compartía su malogrado
hermano Juan. Claro que quizá ellos no ansiaban el poder.
Sí habla nuestra Juana de sus latines,
aprendidos un año con Beatriz Galindo, la Latina, y sobre todo, con Alexandro
Geraldino, humanista a su servicio desde 1483. También menciona la fogosidad de
su apuesto Felipe, a quien conoció ese 20 de octubre de 1496, en Lierre. Nada
más ver a la princesa, Felipe dispuso que se celebrara la ceremonia religiosa,
para poder yacer cuanto antes con su prometida. Sin embargo, calla la cicatería
de Felipe, que despidió a la mayoría del servicio español y encima no abonó las
rentas acordadas. El dominico fray Tomás de Matienzo, comisionado por los Reyes
Católicos para cuidar del bienestar de su hija, no llegó a Flandes hasta 1498,
luego no pudo espantarse del modo precipitado en que Felipe consumó su enlace. El
16 de septiembre de ese año, nació Leonor de Austria, la primogénita del
matrimonio. Vemos a una Juana acostumbrada a las rutinarias infidelidades de su
esposo, como así pudo ser. Pero no la oímos clamar contra la alianza de este
con Luis XII, el monarca francés, claro enemigo de España. Es más, un Felipe
paladín de París es aplaudido por esta Juana. El 25 de febrero de 1500 vino al
mundo, en Gante, el futuro Carlos I de España y V de Alemania, sin duda el
monarca más grande que hemos tenido. El 27 de julio de 1501, nació su hermana
Isabel de Austria. Juana se fue plegando cada vez más a los deseos de su
Felipe, quien mantuvo a la familia alejada de la órbita hispana. Felipe de
Habsburgo no hablaba castellano, y Juana tenía que ejercer de traductora entre
él y sus padres, quienes tampoco dominaban el francés. En enero de 1502, llegó
Juana a Castilla, y se la nombró princesa heredera. Pero Felipe marchó en
diciembre de dicho año, dejando a Juana embarazada de Fernando, su cuarto hijo,
quien nació en Alcalá de Henares en marzo de 1503.
Al año siguiente, en la
primavera, Juana regresó a los Países Bajos, reclamada por su esposo. Pero
Felipe la desatendió –así como sus asistentes flamencas-- y Juana la emprendió
con unas tijeras contra una de las favoritas de su marido. Felipe, entonces, la
recluyó en sus aposentos. Juana comenzó a comportarse de un modo rebelde: no
lavándose y llevando una huelga de hambre. Ya en La Mota, había habido días en
que pernoctó sola, a la intemperie, o en un eremítico habitáculo, junto al muro
de la fortaleza. Miel sobre hojuelas para Felipe… hasta cierto punto. Hasta la
agonía de Isabel de Castilla, en que esta introdujo una cláusula para su
sucesión nombrando regente a Fernando de Aragón si su hija Juana “no pudiera o
no quisiera gobernar”. Entonces Felipe se dio prisa en espabilar a su mujer,
haciéndola dar a luz a su quinto retoño, María (septiembre de 1505). Así pues,
según soplaran los vientos, convenía unas veces que Juana fuera solo una esposa
demasiado celosa, o por el contrario, una incapaz total. La circunstancia
pareció aclararse cuando se aceptó su sucesión al trono castellano. Desembarcó
la pareja en La Coruña, en abril de 1506. El almirante Enríquez certificó que
la reina Juana tenía una buena salud mental. Fernando el Católico se ausentó de
España, para no verse con su yerno. Felipe se desentendió de Juana y se entregó
a apañada vida golfa. Para sorpresa hasta de los más escépticos, Juana quedó
preñada por sexta vez, de Catalina, que nacería en febrero de 1507. El 16 de
septiembre de 1506, Felipe jugó a la pelota y después se bebió un vaso de agua
helada. A partir de ese momento, cayó malo, quién sabe si emponzoñado por su
suegro Fernando, o víctima de la peste. Murió en la Casa del Cordón de Burgos,
asistido por Juana, embarazada. Se le vistió de gala y se le sentó en el trono,
en la macabra postura de presidir su propio duelo mortuorio. Al día siguiente,
se le extrajo el corazón que—como muy bien se señala en la obra de Ernesto
Caballero—se envió a Flandes. Juana mandó que se trasladara el cadáver a la
Cartuja de Miraflores, y que no recibiera sepultura, para que ella pudiera
visitarlo regularmente. En la villa de Tórtoles, el 29 de agosto de 1507, Juana
entregó el mando del reino a su padre Fernando, quien la recluyó primero en
Arcos, por espacio de varios meses, y después en Tordesillas, bajo la atenta
mirada del acólito aragonés Luis Ferrer. El encierro se endureció con su hijo
Carlos I instalado en Toledo. Nada de visitas, salvo las familiares; ninguna
noticia del exterior. Los aposentos de Juana, sin ventanas y siempre iluminados
con velas. Se la redujo a la muerte en vida, y se la condenó al olvido de las
gentes. A partir de 1552, para escarnio de su muy católico nieto Felipe, Juana
se negó a acatar los sacramentos: ni confesaba, ni comulgaba. Su salud se
deterioró grandemente: quedó paralizada de piernas, postrada en cama y llagada.
Las llagas gangrenaron y comenzó la lenta agonía de la reina. Juana I de
Castilla falleció sin la compañía de su familia, a las seis de la mañana del 12
de abril de 1555. Contaba setenta y seis años. Se la enterró junto a su esposo
Felipe, en la iglesia del convento de Santa Clara. Allí estuvo hasta 1574, en
que se trasladaron sus restos a la catedral de Granada.
* Reina Juana, de Ernesto Caballero, con
dirección de Gerardo Vera y escenografía y vestuario de Alejandro Andújar y
Gerardo Vera, e interpretación única de Concha Velasco, se representa en Teatro
de La Abadía (C/ Fernández de los Ríos, 42, Madrid) del 28 de abril al 12 de
junio de 2016.
© Antonio Ángel Usábel,
mayo de 2016.
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