Hace unos días –hace unos días de
casi todo--, nos dejaba el último maldito,
el poeta y loco Leopoldo María Francisco
Teodoro Quirino Panero Blanc (Madrid, 16 de junio de 1948 – Las Palmas de
Gran Canaria, 5 o 6 de marzo de 2014). Le habían precedido en el viaje eterno su
padre, el poeta falangista Leopoldo Panero (1909-1962), su madre, la escritora
Felicidad Blanc (1913-1990), su hermano pequeño José Moisés Santiago, “Michi”
Panero (1951-2004) –que fue a morir a la tierra linajuda de Astorga, como los
elefantes a su mítico cementerio--, y su hermano mayor Juan Luis (1942-2013),
autoexiliado en una comarca catalana.


Buda decía que cuando los dioses
quieren perderte, primero te vuelven loco. La clave sobre Damián –o acaso Damien, para Panero—nos la da un título
de 2004, el año mismo que pierde a Michi: Esquizofrénicas
o La balada de la lámpara azul. Principia el libro el poema Himnos a las divinidades infernales
(Astaroth, Belial, Beherito, Tifeo, Yemayá): “Oh tú, paloma negra/ que sobrevuelas el abismo/ y tienes las llaves
del pozo/ de la locura: tú como yo/ solo crees/ en el abismo”. A poco llegamos a una pieza sobre Rimbaud: “Es Azul/ el color del espanto/ y Amarillo/
el color del odio/ Blanco/ el color de la muerte/ y de la nada/ como un
linchamiento perfecto/ como una cabeza cortada/ para dar de comer a los
pájaros”. Después, Benny, el niño
subnormal, y, por fin, en Caníbal, se
abre la sombra del P. Damián: “El padre Damián/ no era más que un leproso/
un ser en los límites de la nada/ que surcaban febrilmente los hombres/
pidiendo a gritos, reclamando la nada”. Termina el poema con esta
angustia: “Tiembla el ser adonde ya no
hay nada/ sino una flor contra el ser/ un silencio contra el mundo/ y un ser
contra la nada”. Esa flor puede ser la del culo, perdición de todo marica,
pues antes había dicho: “…Donde el
desierto es una flor/ una flor que odia al hombre/ y que se nutre de trozos de
ser”. El intestino se alimenta de “trozos de ser”, de comida deglutida, que
acaban hacinados en el recto. Una flor que “odia al hombre”, pues cercena la
procreación en las relaciones anales. Se opone a la generación / regeneración
de vida. Cita a un Damián ya enfermo, infectado, condenado a “los límites de la
nada”, es decir, la muerte. Lo que espera a Damián es solo eso: la muerte, una
vez más. Leopoldo se afirmará luego: “Escribo
como escupo/ Como si estuviera el cadáver de Dios/ hecho tan solo de saliva/ Y
Dios es tan solo una mentira en la ruina/ En la ruina perfecta del hombre…”
Dios es la gran mentira que ha engañado al P. Damián a volverse leproso. El P.
Damián se queda sin recompensa; a la fuerza, este infierno es nuestro paraíso.
……………………………………………………………………………
Así desembocamos en Piedra negra o del temblar. Nueva
arritmia escatológica de Panero. Somos los “señores
del wáter para siempre, amos y principios del retrete”. La piedra negra son
las heces, “en que toda vida acaba, y se
celebra/ tirando de la cadena”.
“…Bésame el ano del que versos he hecho” (El hombre elefante).
“Señor del mal, ten piedad de mi madre/ que murió sin sus dos tetas/ y
sobre la que yo escupí,/ y ahora amo…” (“A veces escupo por placer sobre el retrato
de mi madre”, Dalí dixit). Felicidad
Blanc padeció una neoplasia mamaria con metástasis múltiple que la llevó a
fallecer el 30 de octubre de 1990 en el Hospital Comarcal de Bidasoa. Tenía 77
años. Cuando la ve Leopoldo María, que había estado leyendo el Infierno de Dante en su manicomio de
Mondragón, intenta resucitarla con un beso en la boca. Remeda el gesto servil
de Secundra con el primogénito de El
señor de Ballantrae, de Stevenson. Como si un beso profundo pudiera
comunicar la fuerza de un alma viva a otra que ya no anima el cuerpo.
En Piedra negra… festeja Leopoldo a uno de los pioneros de la
corriente maldita, François Villon
(1431-1463?), justo continuador del esfuerzo rebelde de otros como Cecco
Angioleri y Rutebeuf. Y así le canta: “Yo
François Villon, a los cincuenta y un años/ gordo y corpulento, de labios color
ceniza/ y mejillas que el vino amoratara,/ a una cuerda ahorcado/ lo sé todo
acerca del pecado…” Panero parafrasea al propio Villon, cuando este
compuso: “Yo soy François, lo cual me pesa,/ nacido en París, cerca de Pontoise,/
y en el extremo de una soga/ sabrá mi cuello cuánto mi culo pesa”. Es un mito que Villon –François de
Montcorbier, bachiller en Artes--, acogido por Guillaume Villon, capellán de
Saint-Benoît le Bétourné, muriera ahorcado. No lo sabemos. Puede, incluso, que
terminara arrepentido y acogido a religión, en algún monasterio. Si bien estuvo
condenado a pena de prisión, Luis XI lo perdonó en 1461. Escapó de la horca en
enero de 1463, cuando el Parlamento de París lo destierra de la ciudad por diez
años. Después se pierde su pista. Villon era el señor de los tahúres de
taberna, de las riñas, las pendencias de burdel y los robos organizados, como
el del Colegio de Navarra. Perteneció a la Compañía de Coquille, que contaba
con mil amigos de lo ajeno entre sus filas. Una vez intervino en un altercado
donde se mató a un sacerdote de una pedrada, y él se llevó una cuchillada que
afeó su jeta para siempre. En sus poemas satíricos, Villon a menudo se finge
arrepentido y contrito, jugando a una doble interpretación: “La necesidad
hace que las gentes se inclinen al mal,/ y el hambre obliga al lobo a salir del
bosque”; “Por muy vil que sea el pecador,/ Dios odia sólo la perseverancia en
el mal”. Un mal del cual el hombre no puede zafarse, y en el cual,
cainitamente, persevera.
……………………………………………………………………
¿Por qué fijarse en Damián de
Veuster?
Bien, Villon tuvo un protector, el capellán Guillaume, que hizo por
educarlo. Leopoldo María Panero, en sus últimos años de peregrino por
sanatorios mentales, también encontraría el suyo: el Padre o Hermano Javier Cuesta. A él le dedica, precisamente, “con
el extraño afecto de Leopoldo”, el salmo, puesto en boca del P. Damián, que
dice así:
“Oh Señor Jesús, pues la lepra me consume
¡ten piedad de mí!
Señor de los leprosos y rey de los gusanos
ya que tengo el labio destrozado
y el brazo convertido en muñón
y la baba de los días quema mi esperanza
¡ten piedad de mí!
Yo que ni hijos ni mujer merezco
aquí, en la isla de Molokai
viendo cómo cae al suelo mi carne,
rezo para ver tu cara,
también consumida por la lepra.
Tú que eres mi mujer y mis hijos
ya que es lo único que puedo yo ofrecerte
te ofrezco, laurel y cirio,
mi muerte.”
Hay una fotografía que muestra, en efecto, el labio del P. Damián
agrietado por la lepra. Pero también François Villon tenía el labio perforado
de un navajazo. En el poema, Damián invoca a Dios, aquí “Señor de los
leprosos y rey de los gusanos”, y leproso Él mismo, en una cadena sin fin,
como le pasó al joven misionero al plantarse en Molokai. Abrazó lo que el amor
de Dios entonces era: lepra. La lepra era el signo de los escogidos a darse
amor en aquel exilio.
“Ya que ni hijos ni mujer
merezco…” El consagrado al Señor,
está desposado con Él, y debe guardar celibato (“Tú que eres mi mujer y mis
hijos”). No hay por qué pensar que Damián se relacionara sexualmente con
alguna de las hijas moradoras de la isla. Seguramente alguien con su fe, firme
como roca, pensaría en todo menos en eso. Damián murió entregado a los demás. Y
es lo que se deduce de la versión de Panero. Damián ofrece su vida en
sacrificio, canónicamente: “Ya que es lo único que puedo yo ofrecerte/ te
ofrezco, laurel y cirio,/ mi muerte”. Como “laurel”, es decir, triunfo
humano, y como “cirio”, o sea, la luz de Cristo Jesús, su Resurrección y
Redención del Pecado. Damián de Veuster ha conseguido, por partida doble, el
reconocimiento de sus semejantes por su gesta social, y además, la gloria de
los altares gracias a su sacrificio transcendente. Como todo mártir, ofrece a
Dios su vida. No desperdiciada, pues ha pasado doce años trabajando intensamente
en auxilio de su rebaño; cuando admitió ir a Molokai, ya sabía lo que le
esperaba. Mas la gran inquietud del Damián de Panero es encontrarse consigo
mismo tras la última mueca: Dios Jesús también es un leproso. “Así es mi yo
un andrajo al que viste un nombre”. Será como contemplarse en un espejo
tiznado para toda la eternidad: un reflejo eterno de la lepra. Una pesadilla de
Lovecraft, sin escapatoria ni alternativa. La guarida de un gusano. El Cielo
gusaneado, gangrenado, maloliente, deslucido. No en vano, es el azul el color
del espanto, según nuestro poeta. Un cielo azul es una horrible nadería de
mierda y microbios. La fosa séptica de los santos que han padecido. “Volando,
volando en torno del retrete”. Una recompensa que da mucho que hablar. “Ese
cielo/ prometido a los cobardes/ para extender su reinado”. Alborea Nietzsche.
La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, sí,
pero… ¿la muerte?
El Hermano Javier Cuesta debe de ser un corazonista que asiste (o
asistía) a los enfermos del psiquiátrico de Mondragón, donde estuvo internado
Leopoldo María. En una carta, sin fecha --pero de inicios de 1991--, a su
hermano menor Michi, Leopoldo primero se justifica por la chorrada sacrílega e
incestuosa: “Yo a mi madre no solo no quería matarla, sino que pretendía
curarle el cáncer primero y luego resucitarla, con el boca a boca que es la
resurrección del señor de Ballantrae, y que en este caso podía haber hecho
efecto”. Más adelante, alude al fraile: “… No tengo ropa, y me gustaría
comprarme unos pantalones vaqueros, una camisa y una chaquetita vaquera. Si
puedes hacérselo saber al hermano Javier Cuesta te lo agradecería infinito”.
Así pues, este Hermano Javier Cuesta debió de velar más de una vez por
la salud y el bienestar quebrantados de Leopoldo María. En “extraño afecto”,
pues el hábito puede no inspirarle nada al beneficiario, o no agradarle el
físico o modales de la persona en sí. Pero el caso es que Leopoldo se lo
agradece al fraile con este poema de recuerdo al P. Damián.
El salmo ideado por Leopoldo recrea los típicos himnos de la liturgia
de las horas, como “Oh Jesucristo, Redentor de todos”, u “Oh, Santo
Dios, Jesús, Señor,/ tu mano me tocó,/ me amaste a mí, un pecador,/tu gracia me
salvó…” Especialmente, guarda
similitud con la oración al Sagrado Corazón que empieza:
“Oh Señor Jesús,
a tu Sagrado Corazón
confío esta intención.
a tu Sagrado Corazón
confío esta intención.
Solo mírame,
entonces haz conmigo
lo que tu Corazón indique…”
entonces haz conmigo
lo que tu Corazón indique…”
Sin embargo, el tono marcadamente doliente y de reproche no
es nada común a los himnos de liturgia, y sí lo encontramos en algún Salmo del
A.T., como el 22, donde el fiel se conduele, igualmente, de su estado
lamentable:
“¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?
¿Por qué no escuchas mis gritos y me salvas?
(…) Mas yo soy un gusano, no un hombre
(…) Mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas
(…) Me has hundido en el polvo de la muerte”
El Salmo 51 comienza:
“Ten piedad de mí, oh
Dios, por tu amor,
por tu inmensa compasión,
borra mi culpa;
lava del todo mi maldad,
limpia mi pecado…”
…………………………………………………………………
El Leproso. La carne. Su carne, “en tierra, en humo, en polvo, en
sombra, en nada”.
Leopoldo María:
“La vida entera es un
Miércoles de Ceniza” (fragilidad +
arrepentimiento + conversión).
“…El tiempo/ que cae como
ceniza sobre el hombre”
“La peste de existir… Como la
ceniza del cigarrillo sobre la mano”
“¡Oh! Ceniza madre del Sol/
ceniza del intento…”
……………………………………………………………….
“Pasaba la manada”.
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2014.
No hay comentarios:
Publicar un comentario