Hace unos días –hace unos días de
casi todo--, nos dejaba el último maldito,
el poeta y loco Leopoldo María Francisco
Teodoro Quirino Panero Blanc (Madrid, 16 de junio de 1948 – Las Palmas de
Gran Canaria, 5 o 6 de marzo de 2014). Le habían precedido en el viaje eterno su
padre, el poeta falangista Leopoldo Panero (1909-1962), su madre, la escritora
Felicidad Blanc (1913-1990), su hermano pequeño José Moisés Santiago, “Michi”
Panero (1951-2004) –que fue a morir a la tierra linajuda de Astorga, como los
elefantes a su mítico cementerio--, y su hermano mayor Juan Luis (1942-2013),
autoexiliado en una comarca catalana.
Hace también unos días –hace solo
unos días de casi todo--, comentando el óbito con mi amigo del alma Francisco Salvador –a quien dedico
estas líneas--, me llegaba de él un poema que yo no conocía (aún desconozco
casi todos), perteneciente a uno de sus más recientes trabajos, que sacó a la
luz en 1992 Ediciones Libertarias, y que en 2010 recuperó El ángel caído ediciones (Las Palmas). Me
refiero al discreto volumen Piedra negra
o del temblar. Pues bien, en ese libro dedicó Leopoldo María un hermosísimo
salmo u oración a la figura histórica del Padre
Damián (Joseph) de Veuster, el
Apóstol de los Leprosos (Tremeloo, Bélgica, 3 de enero de 1840 – Molokai,
Hawaii, 15 de abril de 1889). El Padre Damián fue declarado beato en 1994 por
Juan Pablo II, y canonizado en 2009 por Benedicto XVI. Ha sido el misionero más
grande que ha tenido la orden de los Sagrados Corazones, fundada en París en la
Nochebuena de 1800. (Me ha cabido el honor de haber sido formado en mis años
infantiles por esta orden, a la cual muestro mi agradecimiento). El Padre
Joseph de Veuster desembarcó en Honolulú el 19 de marzo de 1864, con tan solo
los votos menores. Pocos días después, recibió el sacerdocio. De constitución
recia y buena salud (se crio trabajando en la granja de sus padres), el joven
P. Damián se aplicó a fondo en varias parroquias de áreas muy humildes, como la
de Kohala, hasta que recibió una oferta que no iba a poder rechazar: encargarse
de la misión católica de la isla de Molokai, a donde habían sido llevados todos
los enfermos de lepra del archipiélago. Esta alternativa del obispo Louis
Maigret conllevaba un importante y definitivo sacrificio, pues se sabía que
quien andaba junto a leprosos, terminaba infectado más pronto que tarde.
Consciente del alcance de su misión, el P. Damián llega a Kaulapapa (Molokai)
el 10 de mayo de 1873. Se pone a asistir personalmente a unos seiscientos
enfermos: les cura y venda las úlceras, les construye cabañas, les anima
espiritualmente, les enseña normas básicas de respeto y convivencia, y por
último, construye sus ataúdes y los entierra. Está asistiéndoles en todo
momento hasta que un día de 1885, cuando sumergió sus pies en una cuba de agua,
no notó que esta estuviera hirviendo. La insensibilidad es uno de los primeros
graves síntomas de la lepra. Había pasado doce años ayudando a esas gentes
desahuciadas, y ahora él era uno más de la familia. Damián tardó cuatro años en
morir. La lepra fue trepando desde su pierna izquierda, lenta pero segura. Tan
consciente fue siempre de su destino que, enalteciendo la dignidad de los
suyos, se dirigía a ellos con las palabras “Nosotros,
los leprosos”. En sus 49 años realizó un trabajo no superado, que mereció
el aplauso del escritor Robert Louis Stevenson, del pintor E. Clifford, y de
varios pastores anglicanos. Su ejemplo de entrega a una causa humanitaria hasta
límites extremos fue señalado por Gandhi. En diciembre de 2005, fue elegido “el
belga más grande de todos los tiempos” por la cadena de televisión VRT. Una
película excelente, ya clásica, Molokai,
la isla maldita (Luis Lucia, 1959) –rodada en los palmerales de Alicante--
ha inmortalizado su proeza.
¿Qué interés especial pudo tener
Leopoldo María Panero para dedicar un salmo al P. Damián? Él se había educado
en una escuela laica, el Liceo de Cultura Italiana de Madrid (entonces en C/
Agustín de Bethencourt 1), donde entró por la influencia de Dámaso Alonso,
amigo de su padre y testigo de su bautismo. Después, prosiguió estudios de
Filosofía y Letras en la Universidad Complutense. Afiliado al PCE en la
clandestinidad, Leopoldo María nunca fue ni un creyente, ni mucho menos un
beato. Drogata, alcohólico, homosexual, se deleitaba más con un póster de
Johnny Weissmuller que con cualquier virgen o cristo. Leopoldo alardeaba por
los bares y plazuelas de Malasaña de “malditismo”, no se fuera a transmitir
este como la enfermedad del P. Damián. El malditismo es proclamarse descontento
del género humano, adorar la cara oculta de la Luna, abrazar el satanismo y
decretar el nihilismo como única religión del imperio poético. A trazar los
vericuetos tortuosos de la mortificante Nada dedica Leopoldo la mayor parte de
su producción desde, al menos, Abismo
(1999), Teoría del miedo (2000) y
otros frutos parecidos. “Ahora que el
mundo ha muerto y solo nos queda/ al final de la vida, el poema” (Pico de viudo). Desubicado en su
dolencia esquizoide, consumiendo bombones y Coca-Colas a cientos, dedicó, quién
sabe a quién ciertamente, esos dos versos que celebran toda su vida: “De todos los favores que pude prometerte,/
te debo la locura”.
Buda decía que cuando los dioses
quieren perderte, primero te vuelven loco. La clave sobre Damián –o acaso Damien, para Panero—nos la da un título
de 2004, el año mismo que pierde a Michi: Esquizofrénicas
o La balada de la lámpara azul. Principia el libro el poema Himnos a las divinidades infernales
(Astaroth, Belial, Beherito, Tifeo, Yemayá): “Oh tú, paloma negra/ que sobrevuelas el abismo/ y tienes las llaves
del pozo/ de la locura: tú como yo/ solo crees/ en el abismo”. A poco llegamos a una pieza sobre Rimbaud: “Es Azul/ el color del espanto/ y Amarillo/
el color del odio/ Blanco/ el color de la muerte/ y de la nada/ como un
linchamiento perfecto/ como una cabeza cortada/ para dar de comer a los
pájaros”. Después, Benny, el niño
subnormal, y, por fin, en Caníbal, se
abre la sombra del P. Damián: “El padre Damián/ no era más que un leproso/
un ser en los límites de la nada/ que surcaban febrilmente los hombres/
pidiendo a gritos, reclamando la nada”. Termina el poema con esta
angustia: “Tiembla el ser adonde ya no
hay nada/ sino una flor contra el ser/ un silencio contra el mundo/ y un ser
contra la nada”. Esa flor puede ser la del culo, perdición de todo marica,
pues antes había dicho: “…Donde el
desierto es una flor/ una flor que odia al hombre/ y que se nutre de trozos de
ser”. El intestino se alimenta de “trozos de ser”, de comida deglutida, que
acaban hacinados en el recto. Una flor que “odia al hombre”, pues cercena la
procreación en las relaciones anales. Se opone a la generación / regeneración
de vida. Cita a un Damián ya enfermo, infectado, condenado a “los límites de la
nada”, es decir, la muerte. Lo que espera a Damián es solo eso: la muerte, una
vez más. Leopoldo se afirmará luego: “Escribo
como escupo/ Como si estuviera el cadáver de Dios/ hecho tan solo de saliva/ Y
Dios es tan solo una mentira en la ruina/ En la ruina perfecta del hombre…”
Dios es la gran mentira que ha engañado al P. Damián a volverse leproso. El P.
Damián se queda sin recompensa; a la fuerza, este infierno es nuestro paraíso.
……………………………………………………………………………
Así desembocamos en Piedra negra o del temblar. Nueva
arritmia escatológica de Panero. Somos los “señores
del wáter para siempre, amos y principios del retrete”. La piedra negra son
las heces, “en que toda vida acaba, y se
celebra/ tirando de la cadena”.
“…Bésame el ano del que versos he hecho” (El hombre elefante).
“Señor del mal, ten piedad de mi madre/ que murió sin sus dos tetas/ y
sobre la que yo escupí,/ y ahora amo…” (“A veces escupo por placer sobre el retrato
de mi madre”, Dalí dixit). Felicidad
Blanc padeció una neoplasia mamaria con metástasis múltiple que la llevó a
fallecer el 30 de octubre de 1990 en el Hospital Comarcal de Bidasoa. Tenía 77
años. Cuando la ve Leopoldo María, que había estado leyendo el Infierno de Dante en su manicomio de
Mondragón, intenta resucitarla con un beso en la boca. Remeda el gesto servil
de Secundra con el primogénito de El
señor de Ballantrae, de Stevenson. Como si un beso profundo pudiera
comunicar la fuerza de un alma viva a otra que ya no anima el cuerpo.
En Piedra negra… festeja Leopoldo a uno de los pioneros de la
corriente maldita, François Villon
(1431-1463?), justo continuador del esfuerzo rebelde de otros como Cecco
Angioleri y Rutebeuf. Y así le canta: “Yo
François Villon, a los cincuenta y un años/ gordo y corpulento, de labios color
ceniza/ y mejillas que el vino amoratara,/ a una cuerda ahorcado/ lo sé todo
acerca del pecado…” Panero parafrasea al propio Villon, cuando este
compuso: “Yo soy François, lo cual me pesa,/ nacido en París, cerca de Pontoise,/
y en el extremo de una soga/ sabrá mi cuello cuánto mi culo pesa”. Es un mito que Villon –François de
Montcorbier, bachiller en Artes--, acogido por Guillaume Villon, capellán de
Saint-Benoît le Bétourné, muriera ahorcado. No lo sabemos. Puede, incluso, que
terminara arrepentido y acogido a religión, en algún monasterio. Si bien estuvo
condenado a pena de prisión, Luis XI lo perdonó en 1461. Escapó de la horca en
enero de 1463, cuando el Parlamento de París lo destierra de la ciudad por diez
años. Después se pierde su pista. Villon era el señor de los tahúres de
taberna, de las riñas, las pendencias de burdel y los robos organizados, como
el del Colegio de Navarra. Perteneció a la Compañía de Coquille, que contaba
con mil amigos de lo ajeno entre sus filas. Una vez intervino en un altercado
donde se mató a un sacerdote de una pedrada, y él se llevó una cuchillada que
afeó su jeta para siempre. En sus poemas satíricos, Villon a menudo se finge
arrepentido y contrito, jugando a una doble interpretación: “La necesidad
hace que las gentes se inclinen al mal,/ y el hambre obliga al lobo a salir del
bosque”; “Por muy vil que sea el pecador,/ Dios odia sólo la perseverancia en
el mal”. Un mal del cual el hombre no puede zafarse, y en el cual,
cainitamente, persevera.
……………………………………………………………………
¿Por qué fijarse en Damián de
Veuster?
Bien, Villon tuvo un protector, el capellán Guillaume, que hizo por
educarlo. Leopoldo María Panero, en sus últimos años de peregrino por
sanatorios mentales, también encontraría el suyo: el Padre o Hermano Javier Cuesta. A él le dedica, precisamente, “con
el extraño afecto de Leopoldo”, el salmo, puesto en boca del P. Damián, que
dice así:
“Oh Señor Jesús, pues la lepra me consume
¡ten piedad de mí!
Señor de los leprosos y rey de los gusanos
ya que tengo el labio destrozado
y el brazo convertido en muñón
y la baba de los días quema mi esperanza
¡ten piedad de mí!
Yo que ni hijos ni mujer merezco
aquí, en la isla de Molokai
viendo cómo cae al suelo mi carne,
rezo para ver tu cara,
también consumida por la lepra.
Tú que eres mi mujer y mis hijos
ya que es lo único que puedo yo ofrecerte
te ofrezco, laurel y cirio,
mi muerte.”
Hay una fotografía que muestra, en efecto, el labio del P. Damián
agrietado por la lepra. Pero también François Villon tenía el labio perforado
de un navajazo. En el poema, Damián invoca a Dios, aquí “Señor de los
leprosos y rey de los gusanos”, y leproso Él mismo, en una cadena sin fin,
como le pasó al joven misionero al plantarse en Molokai. Abrazó lo que el amor
de Dios entonces era: lepra. La lepra era el signo de los escogidos a darse
amor en aquel exilio.
“Ya que ni hijos ni mujer
merezco…” El consagrado al Señor,
está desposado con Él, y debe guardar celibato (“Tú que eres mi mujer y mis
hijos”). No hay por qué pensar que Damián se relacionara sexualmente con
alguna de las hijas moradoras de la isla. Seguramente alguien con su fe, firme
como roca, pensaría en todo menos en eso. Damián murió entregado a los demás. Y
es lo que se deduce de la versión de Panero. Damián ofrece su vida en
sacrificio, canónicamente: “Ya que es lo único que puedo yo ofrecerte/ te
ofrezco, laurel y cirio,/ mi muerte”. Como “laurel”, es decir, triunfo
humano, y como “cirio”, o sea, la luz de Cristo Jesús, su Resurrección y
Redención del Pecado. Damián de Veuster ha conseguido, por partida doble, el
reconocimiento de sus semejantes por su gesta social, y además, la gloria de
los altares gracias a su sacrificio transcendente. Como todo mártir, ofrece a
Dios su vida. No desperdiciada, pues ha pasado doce años trabajando intensamente
en auxilio de su rebaño; cuando admitió ir a Molokai, ya sabía lo que le
esperaba. Mas la gran inquietud del Damián de Panero es encontrarse consigo
mismo tras la última mueca: Dios Jesús también es un leproso. “Así es mi yo
un andrajo al que viste un nombre”. Será como contemplarse en un espejo
tiznado para toda la eternidad: un reflejo eterno de la lepra. Una pesadilla de
Lovecraft, sin escapatoria ni alternativa. La guarida de un gusano. El Cielo
gusaneado, gangrenado, maloliente, deslucido. No en vano, es el azul el color
del espanto, según nuestro poeta. Un cielo azul es una horrible nadería de
mierda y microbios. La fosa séptica de los santos que han padecido. “Volando,
volando en torno del retrete”. Una recompensa que da mucho que hablar. “Ese
cielo/ prometido a los cobardes/ para extender su reinado”. Alborea Nietzsche.
La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, sí,
pero… ¿la muerte?
El Hermano Javier Cuesta debe de ser un corazonista que asiste (o
asistía) a los enfermos del psiquiátrico de Mondragón, donde estuvo internado
Leopoldo María. En una carta, sin fecha --pero de inicios de 1991--, a su
hermano menor Michi, Leopoldo primero se justifica por la chorrada sacrílega e
incestuosa: “Yo a mi madre no solo no quería matarla, sino que pretendía
curarle el cáncer primero y luego resucitarla, con el boca a boca que es la
resurrección del señor de Ballantrae, y que en este caso podía haber hecho
efecto”. Más adelante, alude al fraile: “… No tengo ropa, y me gustaría
comprarme unos pantalones vaqueros, una camisa y una chaquetita vaquera. Si
puedes hacérselo saber al hermano Javier Cuesta te lo agradecería infinito”.
Así pues, este Hermano Javier Cuesta debió de velar más de una vez por
la salud y el bienestar quebrantados de Leopoldo María. En “extraño afecto”,
pues el hábito puede no inspirarle nada al beneficiario, o no agradarle el
físico o modales de la persona en sí. Pero el caso es que Leopoldo se lo
agradece al fraile con este poema de recuerdo al P. Damián.
El salmo ideado por Leopoldo recrea los típicos himnos de la liturgia
de las horas, como “Oh Jesucristo, Redentor de todos”, u “Oh, Santo
Dios, Jesús, Señor,/ tu mano me tocó,/ me amaste a mí, un pecador,/tu gracia me
salvó…” Especialmente, guarda
similitud con la oración al Sagrado Corazón que empieza:
“Oh Señor Jesús,
a tu Sagrado Corazón
confío esta intención.
a tu Sagrado Corazón
confío esta intención.
Solo mírame,
entonces haz conmigo
lo que tu Corazón indique…”
entonces haz conmigo
lo que tu Corazón indique…”
Sin embargo, el tono marcadamente doliente y de reproche no
es nada común a los himnos de liturgia, y sí lo encontramos en algún Salmo del
A.T., como el 22, donde el fiel se conduele, igualmente, de su estado
lamentable:
“¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?
¿Por qué no escuchas mis gritos y me salvas?
(…) Mas yo soy un gusano, no un hombre
(…) Mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas
(…) Me has hundido en el polvo de la muerte”
El Salmo 51 comienza:
“Ten piedad de mí, oh
Dios, por tu amor,
por tu inmensa compasión,
borra mi culpa;
lava del todo mi maldad,
limpia mi pecado…”
…………………………………………………………………
El Leproso. La carne. Su carne, “en tierra, en humo, en polvo, en
sombra, en nada”.
Leopoldo María:
“La vida entera es un
Miércoles de Ceniza” (fragilidad +
arrepentimiento + conversión).
“…El tiempo/ que cae como
ceniza sobre el hombre”
“La peste de existir… Como la
ceniza del cigarrillo sobre la mano”
“¡Oh! Ceniza madre del Sol/
ceniza del intento…”
……………………………………………………………….
“Pasaba la manada”.
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2014.
No hay comentarios:
Publicar un comentario