El jueves 3 de abril de 2014,
llegaba a las librerías La gran
desmemoria. Lo que Suárez ha olvidado y el Rey prefiere no recordar (Ed.
Planeta), el libro de la periodista del Opus Pilar Urbano sobre las relaciones políticas entre el rey Don Juan Carlos y el expresidente del
gobierno Adolfo Suárez,
recientemente fallecido. El mencionado estudio –de 990 páginas, bibliografía
incluida—contiene una parte muy polémica, aquella donde la autora –que trató a
Adolfo Suárez en persona, y con cierto grado de familiaridad—plantea la
hipótesis de que el monarca exigió a Suárez, en su último mandato, que se
sometiera a una moción de censura, para poder ser sustituido por otro
presidente de mayor consenso sin llegar a agotar la legislatura. La idea era
formar un nuevo gobierno de coalición, integrado por líderes de las principales
alternativas políticas. De ese modo, la democracia debería salir fortalecida
frente a la permanente amenaza militar de un golpe de estado. Si Suárez no
aguantaba las presiones (tanto de elementos castrenses, como de camaradas de
partido y de la oposición socialista y comunista), y dimitía sin más, el riesgo
de sufrir un golpe armado hubiera sido mucho mayor, pues quedaría en evidencia ese
vacío de poder y la urgente necesidad de detener un sistema represaliado por el
terrorismo y los movimientos extremistas. Según Pilar Urbano, Don Juan Carlos
se vio en la necesidad de convertir a su presidente en una suerte de “peón de
rey”, con el fin de alcanzar la estabilidad del régimen parlamentario. Pero
Suárez no se dejó hacer, y sostuvo seis agrios enfrentamientos verbales con el
jefe del estado. Los oyó el personal de palacio y, siempre según la autora, los
relató el propio Adolfo Suárez a su cuñado Aurelio Delgado y a su amigo Antonio
Navalón. También supieron de alguno de esos roces Jaime Lamo de Espinosa e
Ignacio Gómez-Acebo. En uno de ellos, con Suárez en el despacho del rey, el
tono subió a tal nivel que Larky, el
pastor alemán que Don Juan Carlos tenía entonces, se abalanzó sobre Suárez. El
propio monarca tuvo que sujetar al animal, excitado y confundido por la
discusión. El encargado de organizar ese gobierno de coalición era un militar
que el rey consideraba de toda confianza, el general Armada. Lo que no podía
suponer Don Juan Carlos era que el tal hombre de confianza pensaba más en una
sublevación castrense, para, desde la fuerza disuasoria de los tanques y las
bayonetas, imponer a la nación española lo que fuese; tal vez, incluso, un viraje
a la situación anterior a 1976. Armada, pues, “interpreta” al Rey, o mejor
dicho, para zanjar cualquier duda, lo malinterpreta.
Como añade la periodista, “para el Rey, la gran sorpresa fue el
‘tejerazo’. No solo conocía la conexión Milans-Armada, sino que desde hacía
meses había encomendado a Armada que templara los ímpetus golpistas del ‘virrey
de Valencia’ […] Pero el 23-F el Rey
tuvo la evidencia del triángulo Milans-Armada-Tejero en acción conjunta […]
Tejero es el detonante; Armada, el
director técnico de la operación; Milans, el jefe militar… y, como aval y
talismán, el uso del nombre del Rey” (v. Cap. 6: “La caja negra del
golpe”).
El expresidente Suárez reconoció,
el mismo 23-F, que aquel golpe se lo habían dado a él: “Ni culpables, ni cómplices, ni ‘ya os lo venía avisando’… Este golpe
me lo han dado a mí”. En la sala de ujieres, con la pistola Astra
encañonándole el pecho, Suárez ordenó cuadrarse a Tejero, quien desvió la
mirada y el arma. Suárez se la había mantenido, retador. Uno de los sicarios
golpistas comentó a un secuaz: “—Este tío
[por Suárez] manda más que el teniente
coronel” (v. ibíd.) Suárez pudo buscar el disparo, pues con una víctima,
con sangre derramada, el golpe hubiera perdido toda justificación.
Hasta aquí la hipótesis de Pilar
Urbano. Los hechos que yo recuerdo de entonces –constatados por la
historiografía sobre aquel momento—es que Tejero entró en el Congreso pistola
en mano para detener y secuestrar a todo el pleno, mientras esperaba la llegada
de Armada y del “Elefante Blanco”, una alta o altísima autoridad, que debería
explicar al país cuanto estaba sucediendo allí. Qué duda cabe que ni Tejero, ni
Armada, ni tampoco probablemente Milans del Bosch tenían categoría suficiente
como para haber sido ese “Elefante Blanco”. ¿Quién hubiera podido ser, pues?
Una incógnita… Los golpistas se presentaron a sí mismos como “unos mandados”,
como profesionales que obedecían órdenes de más altas instancias. En aquel
tiempo, a la extrema derecha le interesó mucho hacer creer a la opinión pública
que esa máxima autoridad que lo orquestó todo fue el rey Don Juan Carlos. Es
más, también recupera este rumor Pilar Urbano en su ensayo al razonar que si
Armada iba a presentarse en el Congreso para anunciar, presuntamente, un
gobierno de coalición, necesitaría contar con el refrendo, ante los asombrados
y asolados señores diputados, de un personaje por encima de cualquier autoridad
gubernativa, y ese hombre solo podía ser el propio monarca.
Pero repasemos la cronología de
los hechos esenciales: Adolfo Suárez dimite el 29 de enero de 1981. Dimite él,
no se le expulsa del gobierno mediante una moción de censura. El 23 de febrero,
cuando se estaba votando la segunda ronda para la investidura de su sustituto, Leopoldo Calvo-Sotelo, es cuando toman
los guardias civiles el edificio del Congreso. Es decir, el procedimiento
parlamentario seguía un cauce legal forzado: dimitía el presidente, e iba a ser
sustituido por otro de su mismo partido (UCD). Las Cámaras no habían sido
disueltas, ni se habían convocado nuevas elecciones libres, sino que se realizaba
un cambio transitorio y “suave” dentro de la misma legislatura [v. Constitución
española, art. 62 d; art. 99,1-5; art. 101,1-2]. ¿Para qué hablar,
entonces, de una moción de censura, si ya habría otro gobierno después de
Suárez dentro del mismo periodo de cuatro años?
Al parecer, Suárez era partidario de disolver las Cámaras, cerrar esa
legislatura, y dejar que el pueblo español se pronunciara. Era lo que la
Constitución demandaba (art. 99-1: “Después de cada renovación del Congreso
de los Diputados, y en los demás supuestos constitucionales en que así
proceda, el Rey […] propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno”). A
esa medida se opuso el Rey, según Pilar Urbano. Temía el monarca que la crisis
del sistema en aquellos momentos se evidenciara aún más: “—Adolfo, si tomas esa decisión de dar
cerrojazo a las Cámaras, que sepas que no la pienso firmar. Me pondré enfermo,
me iré de viaje… ¡estaré ausente el tiempo necesario!, pero no pienso estampar
mi firma en esa disolución” (v. Cap. 5: “Suárez, el Rey, un perro, una
pistola…”) Y estaba en su derecho constitucional, pues es al Rey a quien
corresponde “convocar y disolver las
Cortes Generales y convocar elecciones en los términos previstos en la
Constitución” (art. 62 b)
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Hace pocos días, el 30 de marzo,
domingo, el diario El Mundo publicaba
en exclusiva una amplia entrevista con Pilar Urbano, donde se adelantaban las
hipótesis más escandalosas de su volumen. Una semana después, el mismo medio
informativo ha dedicado otra extensa entrevista a Adolfo Suárez Illana, hijo del expresidente, en la que este
desmiente las afirmaciones de Urbano, seriamente molesto con que se injurie
tanto a su padre como al Rey de España, presentándolos a ambos como rivales y
enemigos. Nada más lejos de la verdad, según Suárez Illana, quien aporta como
prueba algunas de las afectuosas epístolas que, entre 1979 y 1982, dirigió Don
Juan Carlos a su padre Adolfo. “Mi leal y
querido Presidente Adolfo…”, “Mi
queridísimo Adolfo…”, “Mi querido
Presidente…”, son algunos de los epígrafes que encabezan estas misivas aportadas
por Suárez Illana. En ellas, el rey insiste en el espíritu de lealtad y de
entrega al servicio de la Corona y del sistema democrático que caracterizaba a
Adolfo Suárez González. Le presenta como artífice de la Transición y como un
amigo y colaborador siempre fiel. Son cartas de loa, de alabanza en momentos de
gran dificultad política.
Suárez Illana argumenta que su
padre tomó la decisión irrevocable de abandonar el gobierno de España y la UCD
en agosto de 1980, durante unas vacaciones en Galicia. Y que el primer enterado
de esa determinación fue el rey Don Juan Carlos, quien volvió a agradecerle su
rotunda confianza en él. Es decir, desde agosto de 1980 hasta finales de enero
de 1981, se estuvo preparando el reemplazo de Adolfo Suárez. Así mismo, alega
que su padre tenía un temperamento sumamente respetuoso y formal: “Es inverosímil que una persona tan
respetuosa y tan calmada como mi padre pegue voces en el despacho de nadie. No
en el suyo ya, mucho menos en el del Rey…” (Efectivamente, en su vida pública,
Adolfo Suárez alardeó de no haber recurrido nunca al insulto o descalificación
personal). Sin embargo, Suárez Illana sí admite que se produjeron algunas
discusiones entre su padre y el rey a propósito de la lealtad del general
Armada (“¡Sí, sí! Discusiones sobre
Armada tienen varias”). El rey cogía cariño a sus colaboradores más
directos, y le costaba creer lo que le advertía Suárez sobre Armada: que no era
una persona de confianza, y que se movía en círculos golpistas. Los hechos
acabaron dando la razón al presidente. Armada fue para Don Juan Carlos lo que
Augusto Pinochet Ugarte para Salvador Allende.
Luego es verdad que hubo
disputas; ahora bien, ¿en el tono y gravedad que defiende Pilar Urbano?
El jueves 3 de abril, el mismo
día que salía el libro de Pilar Urbano, Adolfo Suárez Illana, según se hacía
eco El Mundo-- intentaba que esta lo
retirara de los puntos de venta. Para ello recurrió a la argucia de recriminar
a la autora el uso no autorizado de la imagen “El Rey y Suárez”, reproducida en
el libro, y de la cual es propietario él mismo. Es la famosa instantánea del
monarca y un Suárez ya enfermo, de espaldas, paseando por el jardín de la
residencia de este último. Suárez Illana recuerda, en una carta enviada a Pilar
Urbano, que él detenta los derechos de la foto, y que ha sido incluida sin su
permiso en un libro cuyo contenido desaprueba y que considera infamatorio: “Un libro cuyo contenido no comparto y que
considero profundamente lesivo del derecho fundamental al honor de mi padre, al
nombre de mi familia y al papel que este desempeñó durante la llamada
Transición española”.
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Sinteticemos lo aparecido hasta
ahora: una periodista que conoció bien a Adolfo Suárez, Pilar Urbano, convierte
en “verdad histórica” algunos de los viejos rumores que siempre han venido
circulando sobre el golpe del 23-F. Lo hace a través de supuestas confidencias
del desaparecido protagonista a familiares y cercanos. La mayor editorial del
país edita el volumen. Un medio informativo nacional, que recientemente ha
cambiado de director, se hace acreedor de ese nuevo veredicto mediático y
publica una larga y destacada entrevista con la autora. Casi a la par, presta
generosa voz y voto al hijo del mítico expresidente de la Transición, quien
abomina y desmiente categóricamente la tesis del texto. Aparecen unas oportunas
cartas manuscritas corroborando la buena relación fraternal entre Adolfo Suárez
y el rey. La Casa Real defiende la fidelidad continua del rey a sus
obligaciones institucionales, mientras un comunicado firmado por diez
exministros y colaboradores de Adolfo Suárez califica el ensayo de Urbano de “típico relato novelado-libelo, que parece
tener por objeto desestabilizar las instituciones y atacar frontalmente la
figura de S.M. el Rey y el presidente Suárez a través de una acusación infame y
tergiversando la verdad”. Lo secundan Rafael Arias-Salgado, Jaime Lamo de
Espinosa, Rodolfo Martín Villa, Marcelino Oreja, José Pedro Pérez-Llorca,
Salvador Sánchez Terán (exministros con Suárez), Andrés Casinello (Teniente
Gral.), Fernando López de Castro (Gral.), Aurelio Delgado (cuñado y secretario
de Suárez), y Adolfo Suárez Illana. Lo curioso es que algunos de estos
firmantes –como hemos anotado más arriba—dieron a Urbano, a lo que ella atestigua,
otra versión muy diferente.
En artículo de fondo
(06-04-2014), el director de El Mundo,
Casimiro García-Abadillo, sale en
defensa del honor del rey y cita un “documento
que tampoco ha sido hecho público” (¿?), por el cual “el CESID remitió un informe secreto al presidente del Gobierno el 14
de enero de 1981, justo cinco semanas antes del 23-F, en el que se analizan las
posibilidades de un golpe militar”. En uno de sus párrafos, se lee: “Hacia el futuro pueden considerarse como
muy poco probables los intentos prácticos de consecución de un ‘Gobierno de
gestión’, pues, entre otras dificultades exige, tal como se concibe hoy, una
impensable colaboración anticonstitucional de la Corona”. Si el rey era un
monarca constitucional, no iría nunca contra la Constitución y el engranaje
democrático y parlamentario del Estado español.
García-Abadillo pide la
desclasificación de los materiales reservados para acabar con las hipótesis y
tergiversaciones. El CNI guarda la grabación completa de las cámaras internas
del Congreso, las fotografías oficiales del estado del hemiciclo tras la salida
de los golpistas, y las conversaciones telefónicas entre Tejero y Milans.
Por su parte, Juan Luis Cebrián, exdirector del
diario El País, que no era tan bien
considerado como Dña. Pilar Urbano por Adolfo Suárez, escribió recientemente
(04-04-2014): “Quienes vivimos el 23-F y,
por unos motivos u otros, estuvimos en contacto aquella noche con el palacio de
La Zarzuela y con los responsables políticos y policiales que no se encontraban
secuestrados en el Congreso, fuimos testigos de dos hechos a mi juicio
irrefutables: el primero, que el golpe triunfó en una primera instancia,
avalado por un considerable número de generales con mando en plaza; el segundo,
que la actitud del Rey fue decisiva, definitoria, para que los rebeldes
depusieran las armas y fueran posteriormente juzgados y condenados”. A
Cebrián lo libró Suárez de ser tomado por agente del KGB, en una maniobra de
pruebas falsas orquestada, a juicio del propio presidente, por militares
extremistas (v. “Un hombre de Estado frente a las bayonetas”, El País, 23-03-2014).
El diario ABC, monárquico pleno desde su fundación, también ha salido al paso
de las declaraciones de Pilar Urbano en su libro. Y así recoge en su edición del
domingo 6 de abril la impresión de Felipe González –a quien, cuando conviene,
se tiene de fiador--, diciendo: “¿Credibilidad?
Solo por ser ella, bajo cero, y por lo que he oído, miente mucho más que habla”;
o las palabras de Marcelino Oreja: “No
creo haber leído nunca tal cúmulo de falsedades con el único propósito de
vender un panfleto”; o el testimonio de Rafael Puyol, exrector de la
Complutense, quien escuchó a Suárez afirmar que “quien paró el golpe fue el Rey”.
Así vemos que, en el plazo de
una semana, el mismo diario da “una de cal y otra de arena”. Que hay maniobras
de informar y, al mismo tiempo, de confundir al lector y desinformar. Que casi
todos los organismos de prensa se alinean, con la muerte de Adolfo Suárez,
junto al Rey y defienden su papel de firme salvador de la democracia. Que la
figura del monarca después de esto va a salir, probablemente, fortalecida, pues
el objetivo es recordar y vivificar lo que hizo por el bien del sistema
parlamentario. Que puede haber, incluso, una conspiración para dinamitar el
régimen monárquico, tanto por parte de grupos ultraconservadores, como de
radicales de izquierda. (Es decir, que se estaría reproduciendo hoy, en nuestro
país, muy parecida situación de inestabilidad institucional a la sufrida por
los gobiernos de Adolfo Suárez; súmanse ahora la corrupción de cargos públicos
y los nacionalismos separatistas).
……………………………………………………………………
Yo recuerdo que el rey Juan Carlos gozaba, en 1980-81, de
nuestra mayor estima. Que, contra viento y marea, él era el Gran Capitán de
nuestra nave y que era el guardián y garante absoluto de las libertades
democráticas. Era una especie de Lohengrin, de custodio del Santo Grial. La
grandeza de Adolfo Suárez comenzaba a declinar y a extinguirse por la oferta
más avanzada del PSOE, con Felipe González y Alfonso Guerra al frente. También
el PSP (Partido Socialista Popular), del profesor Enrique Tierno Galván. A
Suárez, los simpatizantes de la izquierda o del centro-izquierda (mi madre,
entonces, entre ellos) lo acusaban de “usar el voto del miedo”, pues su
objetivo prioritario era detener el avance en las urnas del PSOE, PSP y PCE para
alejar la amenaza de un golpe. Era como si su cometido de estadista meritorio
hubiera pasado ya. Difícil sería que un rey, en la cumbre de su aurora
institucional, pensara en tramar una conspiración contra el principio de Estado
que acababa de edificar. No lo necesitaba para ganar mayor fama de la buena que
ya tenía; antes al contrario, hubiera sido tirarse piedras contra su propio
tejado.
En un almanaque de hechos
históricos, la Cronología Universal
de Jacques Boudet, leo para España en el año 1981: “23-II. Intento de golpe de Estado militar por el teniente coronel
Tejero, que secuestra a los ministros y a los diputados. La firmeza del rey
Juan Carlos conseguirá que fracase”. Ese fue también el año de la ley
antiterrorista (23 de marzo) y de divorcio (22 de junio). De la plaga causada
por el maléfico aceite de colza adulterado, a partir del 1 de mayo, con más de
doscientas muertes. Del atentado contra Ronald Reagan y del primer despegue de
la Columbia. Del asesinato, en pleno desfile militar, del presidente egipcio
Anuar el-Sadat. De la investidura, en Francia, del socialista François
Mitterrand como presidente de la República. De la apertura de la línea de alta
velocidad París-Lyon. De la boda de Carlos y Diana. De las muertes, por huelga
de hambre, de diez activistas republicanos irlandeses (Bobby Sands entre
ellos). De la pre-Grecia de Papandreu, que ingresa en el Mercado Común. De la
liberación de 52 rehenes norteamericanos en Irán. De la anexión del Golán por
Israel. De los enfrentamientos dialécticos en Polonia entre el general
Jaruzelski y el líder del sindicato Solidaridad, Lech Walesa. Del atentado
contra Juan Pablo II en la plaza de San Pedro del Vaticano.
Tenía yo catorce años, y estaba
en el 8º curso de la EGB (Educación General Básica), la enseñanza obligatoria,
cuando se produjo la entrada de Tejero al Congreso. Estaba en casa, en nuestro
pequeño comedor, merendando Nescafé con galletas y escuchando por radio la
ceremonia de investidura de Calvo-Sotelo (TVE no emitía la sesión en directo).
Entonces, los locutores comentaron, alarmados y sorprendidos, los ruidos y
voces que llegaban de fuera del hemiciclo, de los pasillos. Después, llega Tejero,
sube a la tribuna de oradores con la pistola en mano; lo secundan varios
guardias civiles con metralletas. Se levanta Gutiérrez Mellado de su escaño,
luego Suárez tras él, para evitar que lo zarandeen o incluso maten. Empieza el
tiroteo… Y el miedo no se disipó hasta que, horas después, en esa lenta
madrugada, Don Juan Carlos, por TVE, garantizó el orden constitucional
legalmente establecido. Esto es de lo que yo puedo dar fe y testimonio, como
muchos otros españoles. Todo lo demás, o son verdades no reveladas de alcance
incierto, o simples conjeturas con las que montar una “ucronía” de los
acontecimientos. Tal vez, en espera de que la Historia hable.
…………………………………………………………………………..
Pero una realidad resulta innegable: el Rey debe trabajar para
recuperar el prestigio que una vez tuvo entre los españoles, y debe “abrir las
ventanas de palacio”, con el fin de devolver a la Casa Real toda la lozanía y
brillantez de que gozaba con la instauración de nuestra democracia.
© Antonio Ángel Usábel,
abril de 2014.
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