No me gusta entrar en
descalificaciones, porque cada cual es digno de pensar y opinar lo que quiera
mientras respete a los demás, pero me parece que la asilvestrada manera de
manifestar públicamente en el Congreso su defensa del aborto libre de estas
tres miembros (que no “miembras”) del Femen (Movimiento Feminista), dice muy
poco en su favor. Como gatas montesas, como tigresas rabiosas e irracionales,
como locas febriles de odio, se encaramaron a la balaustrada de la sala de
sesiones, desnudas, con el tórax tuneado y profiriendo sus consignas anticlericales
y proabortistas. Parecían salidas de una cueva de Atapuerca, con fiereza por
morder y canibalizar fetos.
La concepción es el mayor y más
hermoso milagro de la Naturaleza, o de Dios (según creencias). Yo prefiero
pensar que viene de arriba, y que cada ser que una mujer y un varón gestan
viene alentado y protegido por la bendición del Espíritu del Señor. Así fue
como, de acuerdo con los textos sagrados, concibió María Virgen: el Espíritu de
Dios Padre progenitor la cubrió con su sombra y engendró a Jesucristo, Hijo de
Dios. Esa fuerza arrolladora y benéfica es la que debe sentir toda mujer que se
precie al saberse embarazada. Que un nuevo ser, una nueva criatura humana, está
comenzando a vivir en su vientre. Nadie echa lejía a la planta que con
paciencia y amor cultiva. ¿Por qué, entonces, querer marchitar la gestación?
¿Se dan cuenta las mujeres que abortan de lo que están haciendo contra la
Naturaleza, la Humanidad y sí mismas? Si somos fervientes nostálgicos del
Divino Marqués, responderemos ufanos que la Naturaleza igual crea una vida
humana que una gacela o un árbol. ¿Qué más da destruir esa vida? La Naturaleza
la repone con otra enseguida. No hay por qué preocuparse. Pero si somos seres
éticos y racionales, con una impronta de conservación de la especie y una
esperanza de trascendencia más allá de la muerte, no podremos nunca aceptar
esos parámetros de Sade.
Cada mujer es una bella flor. La
floración da buenos frutos y buenas semillas. Una flor que se come su propio
fruto y lo destruye, es una flor caníbal. La flor está satisfecha con alumbrar
a sus hijos, nuevas flores. La flor se siente unida por extraordinario gozo de
amor a sus hijos. ¿Sería capaz una flor de matarlos, como cuando los engulló
Saturno? ¿De veras pueden existir flores caníbales satisfechas de serlo? ¿Puede
quedar fríamente indiferente una mujer que ha matado un corazón que late? ¿No
hay tremendos remordimientos, excepcionales alienaciones por la separación
antinatural y brutal de ese ser tuyo interior?
“No quiero llevar ‘esa cosa’ dentro”—es posible que diga alguna. –Que me la quiten—como se extirpa un
tumor. La fuerza de la civilización, plasmada en la cultura, conduce a la
consolidación de unas estructuras sociales y éticas que tienen como cometido
prioritario procurar el bienestar común y la conservación de la vida. La
religión añade una trascendencia de que somos más que nosotros solos, de que
hay alguien con nosotros, que nos creó y que no nos abandona en ningún momento
de nuestra existencia. Ese alguien nos dio la capacidad de amar, esa hiedra
cálida y generosa que trepa desde un corazón a otro, y que arraiga, sobre todo,
en nuestros padres, en nuestra pareja y en nuestros hijos. El amor se cultiva,
y con delicadeza de horticultor, crece. El amor se trabaja, se madura a diario.
Y los frutos del amor son maravillosos; no se van a descansar ni de noche; con
ellos nunca se pone el sol.
©Antonio Ángel Usábel, octubre de 2013
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