(A José A. Pamies, poeta)
(A Francisco Salvador Martínez,
maestro y amigo)
Era la época, y se ocultaban esas
cosas.
Corría la primera mitad de los
setenta, cuando los Panero, con Felicidad Blanc al frente, se pusieron a
desmontar a su padre. La mala gestión de sus propiedades de Astorga, herencia
de un indiano, y las necesidades derivadas de los repetidos tratamientos
terapéuticos, llevaron a la familia a vender sus cuadros y los textos de las primeras
ediciones. El apoyo lo recibieron de Elías
Querejeta, productor de El desencanto, la película
documental que Jaime Chávarri
realizó en 1976. En aquellos años de la apertura política, era un bombazo
desvelar las excentricidades del mayor poeta del régimen, Leopoldo Panero (Astorga, León, 1909). Los tres hijos del patriarca
hablan ante su madre, y sin ningún recato, sino todo lo contrario –como esputos
arrojados a la cara-- de los mayores defectos de aquel: descontento consigo
mismo (acaso lírica y sexualmente inacabado), irascible a más no poder,
peligrosamente amedrentador, alcohólico sempiterno. Aquellas bondades, que
cualquiera podemos tener, se pasaron en cierta manera como testigo, y los
Panero se movieron siempre entre la paranoia, el dandismo y la homosexualidad.
Tanto el padre como los hijos
venían de estirpe de hacendados, y como el escudero hidalgo del Lazarillo, no eran nada proclives a la
disciplina laboral. Eso les abocó a un vagabundeo por el mundillo de las
publicaciones literarias, las revistas, y las efemérides culturales. Leopoldo
padre –mal que le pesara a él-- llegó a ser considerado como “poeta oficial”
por el franquismo, que lo instrumentalizó como hacía con muchas otras cosas;
como intentó hacer también de forma cretina y cínica con Federico al hacer circular aquellos versos apócrifos triunfales que
recuerda Andrés Trapiello en su libro Las
armas y las letras:
No hace falta ser muy inteligente
para notar que es imposible que esto lo escribiera Lorca, y sí Agustín de Foxá
o algún otro acólito.
Lo cierto es que Leopoldo,
natural de Astorga, se convirtió en señor de la villa leonesa, donde se le
rindieron varios homenajes, alguno incluso diez años después de muerto, como el
que aparece en el documental de Chávarri. Murió en Castrillo de las Piedras, su
finca de León, desplomado sobre su cama por intoxicación etílica. Un
practicante certificó su tránsito. Su cadáver fue descendido en una manta, y su
mano larga, amorosamente inerte, iba rebotando por la escalera. Los manuales de
Literatura, en un exceso de pudor cómplice y mentiroso, ocultan el delirio de
Panero, de Claudio Rodríguez, y hasta de Rubén, por la bebida. Pero esa es otra
historia.
Cuentan en El desencanto, que una vez Leopoldo ordenó a su señora que se
deshiciera de una camada de cachorros que su perra había parido. Felicidad
cogió una caja, practicó unos agujeros en ella, metió dentro a los perritos, y
llamó a sus hijos. Se fueron a un puente con el cargamento, y desde él
arrojaron la caja con los perros al río.
Reverenciado un tiempo por
rebeldes progresistas como Francisco Umbral (Creo en Leopoldo Panero,/ señor de
Astorga como del cielo; no lo dijo, pero lo pensó), fue denostado y abandonado
por estos cuando no se le vio el gesto aperturista hacia la izquierda. Tampoco
pudo hacer tanto, pues falleció en 1962. Panero era el poeta que amaba a
Antonio Machado. Que escribió una hermosa elegía a Federico: “Cantaste lo dormido de tu raza;/ la nieve
insomne de tu infancia toda;/ la historia que es amor, y hasta los huesos/
España, España sola (…) Cantaste la
tristeza inexorable,/ la muerte que cornea a todas horas,/ la vasta estepa
donde el hombre ibero/ desdén y fuerza toma” (“España hasta los huesos”, Espadaña,
18, 1945). Panero era capaz de imitar al mejor Lorca, el de lirismo erótico del
romancero, en aquella reverencia a su primera novia, hija del director del
sanatorio de tuberculosos del Guadarrama: “¡Apenas
sombra y presencia/ ligera, rumor que pasa,/ Joaquina, Joaquina Márquez,/ hecha
de viento y de gracia! (…) La dulce
Virgen María,/ de rodillas y descalza,/ pone a los copos de nieve/ tu luto de
desposada./ Decid que vino la muerte./ ¡Que vino de madrugada/ y que entró en
su pecho dulce/ al despuntar la mañana!”. La muchacha murió del fatal
castigo, mientras Leopoldo conseguía burlarlo en 1929.
Panero no era comunista, aunque
tiraba de corazón hacia la izquierda. Lo mismo le pasó a Federico, comprometido
con la causa de los pobres, liado por los amigos entre manifiestos, pero no
afín a ningún partido. Panero dejó claro que no quería ser comunista cuando se
enfrentó con su Canto personal (1953)
a Pablo Neruda. Es un largo poema en
tercetos, que fue aplaudido por el régimen como una clara toma de postura. La
profunda amistad con Luis Rosales, los guiños a Dámaso Alonso y su proximidad a
Dionisio Ridruejo --aunque ya por entonces dubitativo--, hicieron de él el
candidato ideal del autoritarismo. Los poetas, por naturaleza hombres
desarmados, siempre encabezan los batallones.
Para Neruda, no existe Panero ni
ningún otro poeta de tiempos de la Segunda República, más que Rafael Alberti –a
quien vuelve una prolongación de sí mismo—, Manuel Altolaguirre (editor suyo) y
Vicente Aleixandre, acuclillado entre flores en su chalet de Wellingtonia. Con
Vicente, Neruda habla solo de poesía, puesto que “no sabe nada de política”. El chileno lo separa de todos sus
amigos “por la calidad infinitamente pura
de su amistad. En el recinto aislado de su casa la poesía y la vida adquieren
una transparencia sagrada”. La intelectualidad española desaparece con la
contienda civil: “curas y guardiaciviles
‘arreglan’ la cultura en España. Eugenio Montes y Pemán son grandes figuras, y
están bien al lado del forajido Millán Astray, que no es otro quien preside las
nuevas sociedades literarias en España” (declaraciones de 1940, recogidas
en Para nacer he nacido, póstumo de
1978).
Fanny Rubio y José Luis Falcó
minimizan su presencia en la reciente lírica de nuestro vecindario al
reproducir de él solo tres poemas en su Poesía
española contemporánea (1939-1980), y hacerle morir, erróneamente, en
Madrid.
Antes del 36, los Panero alojaron
a César Vallejo, al pintor Ramón Gaya y a algunos intelectuales que
participaban en las Misiones pedagógicas de Casona. En 1934, Leopoldo y Juan
Panero, en compañía de Luis Rosales y de otros poetas avenidos después con el
alzamiento, firman una dedicatoria a Cantos
materiales de Residencia en la tierra,
de Neruda. Con este currículum, cuando estalló la guerra el cuñado de Leopoldo
resultó fusilado, y él mismo encarcelado durante un mes en la prisión de San
Marcos de León. Se le sacó de allí por amistad indirecta con Doña Carmen Polo.
Mientras, Juan Panero, hermano de Leopoldo, se había alistado como alférez en
el bando nacional. Juan pereció en accidente de coche, en la carretera de León
a Astorga en 1937. Su hermano le honra en Adolescente
en sombra (1945). No será su única pérdida: en 1943 se va Rosario, la menor
del clan, a quien dedica el soneto Tu
suelo azul…
El coqueteo con el ala izquierda de
la paloma de la paz prosiguió en Londres, cuando Leopoldo dirigía el Instituto
de España. Allí trató personalmente a otro poeta que admiraba, Luis Cernuda y
al dirigente republicano en el exilio Esteban Salazar Chapela, autor de la
novela Perico en Londres (1947),
reconstrucción de la vida de los acogidos españoles a aquella gran ciudad.
En pos siempre del equilibrio no
comprometido, Panero elogia a ambos hermanos Machado en Desde el umbral de un sueño, un poema con una realidad curiosa: su
primera mitad, alabanza de Antonio, verdadero ídolo del autor leonés, se
publicó en el Blanco y Negro del 19
de julio de 1958, simbólica efemérides que hubo de ser enmendada, para evitar
malos entendidos, un año después, en 1959, con la adición de la parte
consagrada al otro hermano Manuel. Aldeana
de Extremadura (pintada por Ortega Muñoz) es un poemita de Panero
radiantemente machadiano. Y al tiempo, lorquiano, porque Leopoldo se queda con
frecuencia a medio camino.
Javier Huerta Calvo, en su imprescindible En lo oscuro, selección de la poesía de Panero en Cátedra (Letras
Hispánicas, nº 693, 1ª ed. 2011), valora: “Ciertamente,
Panero nunca formó parte del núcleo duro del franquismo, y su labor intelectual
en los años 50 siguió mostrando su mejor cara liberal, en perfecta sintonía con
el programa aperturista propiciado por Joaquín Ruiz-Giménez al frente del
Ministerio de Educación y Ciencia”. Metido a crítico de arte, además de a
redactor, junto a José Hierro, de la versión hispana del Reader’s Digest estadounidense, propició la promoción de jóvenes
talentos, como Tàpies, Mampaso, Guinovart y otros.
En cuanto a la visión que los
herederos de Leopoldo Panero ofrecen de él en el documental El desencanto, Javier Huerta la
considera reflejo planificado de cualquier familia de clase media acomodada
durante el franquismo: padre autoritario, madre sumisa, hijos revueltos. Y
recuerda que, al faltar la voz del patriarca en la narración, se puede entender
–más allá de su clara excelencia—como cruel venganza contra quien ya no puede
defenderse.
De momento, vamos a seguir
hablando de la obra de Panero.
En El templo vacío, dedicado en 1941 a José Antonio Maravall y
compuesto en serventesios alejandrinos, Panero reconoce “Lo mejor de mi vida es el dolor”.
El dolor omnipresente, compañero de viaje, destructor de la soledad, segundero
del tiempo fugaz de dicha:
“Soy el huésped del tiempo; soy, Señor, caminante
que se borra en el bosque y en la sombra tropieza,
tapado por la nieve lenta de cada instante,
mientras busco el camino que no acaba ni empieza.
Soy el hombre desnudo. Soy el que nada tiene.
Soy siempre el arrojado del propio paraíso.
Soy el que tiene frío de sí mismo. El que viene
cargado con el peso de todo lo que quiso.”
El único emplasto para combatir
el dolor y la desesperación es el consuelo cristiano. Situarse “detrás del árbol encarnado en leño humano”,
que es su hermosísima metáfora de Cristo. En La estancia vacía (Escorial,
1944), inmenso páramo existencialista, Panero anota:
“Crédulamente miro cada día
crecer la soledad tras las montañas (…)
Tu silencio, Señor. Camino a oscuras
a través de mi alma. Estoy yo solo.
Estoy solo, Señor, en Tu mirada.”
Obviamente, recrea la Noche oscura del alma, de San Juan de la
Cruz, que rubrica al decir: “La noche es
Tu camino;/ Tu caridad la sombra”. La habitación en la casa solariega, el
refugio uterino de la infancia: “Es esta
mi casa y mi costumbre”. Remembranza también de la hiperbólica intensidad pasionaria
de Sor Juana Inés: “Señor, la encina en
huesos toco/ deshecha entre mis manos”. Y cómo no, nueva voz, resucitada,
de Machado: “Esperando en vela al
viajero/ que nunca ha de tornar”.
Su hijo Leopoldo María
sentenciará después, en el documental de Chávarri, que “en la infancia se vive; después, se sobrevive”. La niñez queda a
salvo de intrigas en el seno de una familia bien: “Y soy un niño,/ un niño todavía entre los verdes/ pinares…” El
complejo edípico de Peter Pan elude las responsabilidades y las intrigas
azarosas de la vida adulta, y ofrece ese cascarón que el poeta-niño se resiste
a romper con el pío-pío de la combustión literaria. En la infancia feliz parece
que no se nota tanto esa solitaria sombra del tronco recio. Es una vida más
acompañada, que se añora al galopar como animal humano: “Mis padres, mis hermanos, todos muertos/ como al borde del mar (…)
Están muertos conmigo. Todos muertos./
Los muertos en la muerte verdadera/ y los terribles muertos de la vida./ Estoy
solo, Señor.”
En el fabuloso soneto A mis hermanas (Escorial, 1942), la soledad del poeta no podía brillar más
elocuente:
entre los encinares y la vega.
A nuestro corazón el ruido llega
del campo silencioso y polvoriento.
Alguien cuenta, sin voz, el viejo cuento
de nuestra infancia, y nuestra sombra juega
trágicamente a la gallina ciega;
y una mano nos coge el pensamiento.
Ángel, Ricardo, Juan, abuelo, abuela,
nos tocan levemente, y sin palabras
nos hablan, nos tropiezan, les tocamos.
¡Estamos siempre solos, siempre en vela,
esperando, Señor, a que nos abras
los ojos para ver, mientras jugamos!”
La lectura disciplinada de
Unamuno, eterno agonizante en su duda existencial, hace dudar al creyente
Panero, quien llega a escribir en un soneto de julio de 1945: “Tras la sombra de un día nos espera/ el
fluir, el terror, la noche, el hielo,/ sin orillas del alma. Tras el velo/
delgado del vivir la muerte entera”. La Nada tras la última mueca. El
descontento condujo a Leopoldo a un acendrado agnosticismo, y de ahí a la
inmolación en el altar hectólitro. Quizá quiso ocuparse de los hijos más de lo
que en verdad se ocupó, llevarlos siempre de la mano, mimarlos, protegerlos,
deificarlos, como parece apuntar en su espléndido Hijo mío, soneto de 1948, dedicado al mayor, Juan Luis: “Voy contigo, hijo mío, frenesí soñoliento/
de mi carne (…) Voy, me llevas, se
torna crédula mi mirada,/ me empujas levemente (…) me arrastras de la mano… Y en tu ignorancia fío,/ y a tu amor me
abandono sin que me quede nada,/ terriblemente solo, no sé dónde, hijo mío”.
En otro soneto, dedicado a Muñoz
Rojas, y titulado Los hijos, confiesa
Panero: “Entre el mañana y el ayer
dudando,/ vuelta la vista atrás en pos del día/ se ve la juventud, y en paz se
siente/ el tiempo en la balanza del verano./ Así mi amor es hoy, y es,
todavía,/el dulce peso igual de lo viviente/ que oprime un hijo suyo en cada
mano”. Amor hogareño, amor en familia.
La relación de los hermanos
Panero –Juan Luis, Leopoldo María y José Moisés Santiago (Michi)—con su padre
Leopoldo y su madre Felicidad, fue una relación autodestructiva de amor-odio.
Los mismos hijos del matrimonio se odiaban entre sí, en una especie de
competición ecuestre por saltar creacionalmente más lejos que el patriarca, o
por lo menos llegar a su altura.
Leopoldo María –nacido en Madrid en 1948, enfermo de esquizofrenia-- se
enzarzó en una disputa con Juan Luis
–nacido en Madrid en 1942, enfermo de paranoia--. Lo cierto es que ninguno le
hace sombra a Leopoldo padre, aunque el arte poética del primero supera
claramente, en su locura, al del segundo. Ambos escuchan el pistoletazo de
salida el mismo año, 1968, con la publicación de sus primeros libros: Por el camino de Swan, de Leopoldo
María, y A través del tiempo, de Juan
Luis. Leopoldo María Panero, ahíto
de erudición, vuelca lo que ha leído en sus versos, sus orines, en un constante
ejercicio metapoético. A veces, remeda a Blake y a Huidobro: “La rosa es el símbolo del poema/ rosa
cúbica que es como la muerte/ el mecanismo de un grito/ y el temblor sordo de
la belleza…” (De Abismo, 1999). A
medida que ha recorrido psiquiátricos (Mondragón, Las Palmas), Leopoldo María
ha afianzado su concepto escatológico del mundo (“Y un pedo/ nos dice que existimos”). En Conjuros contra la vida (2008), Páginas
del frío, canta: “Dicen que la locura
es un mal: pero/ el único mal es la vida/ que es como un negro agujero sobre el
que cae/ el pus de la existencia…” Y luego rabia: “Sueño que estoy vivo y que mi padre/ orina sobre mí: y estoy sentado/
sobre el cadáver de mi padre/ rezándole oraciones al frío…” Leopoldo María
imita, evidentemente, el insulto renegado de Salvador Dalí frente a su
progenitor. Dalí escupía a su padre notario, como el poeta madrileño escupe a
un padre abogado que nunca le apreció ni un tanto así. O al menos eso cree él.
Para quien casi no ha conocido
más que las celdas de Carabanchel, adonde le llevaron los grises al meter a
unos manifestantes, como a reses, en un callejón sin salida, así como sus
coqueteos con las drogas, incluida la heroína, y las blancas avenidas de los
sanatorios de salud mental, la vida supera ampliamente el dolor cantado por
Leopoldo padre: “La vida es peor que el
dolor,/ es un cuento de brujas, un secreto abominable/ que susurran entre sí
las viejas” (Páginas del frío).
En Pasadizo secreto, Leopoldo María deconstruye el lenguaje, en una
regresión hacia un balbuceo surcado por el tañido de la campana de la laguna
muerta:
“Oscuridad nieve buitres desespero oscuridad nueve buitres nieve
buitres castillos (murciélagos)
os
curidad nueve buitres deses
pero nieve lobos casas
abandonadas ratas desespero o
scuridad nueve buitres des
"buitres",
"caballos", "el monstruo es verde", "desespero"
bien planeada oscuridad
Decapitaciones.”
Parece un delirio a lo Poe, o un
guiño a Lovecraft.
En Tragos, de 2009, el hijo pródigo que nunca vuelve escribe: “Como decía en mi autobiografía: ‘Hace
tiempo que tengo una mujer llamada Cazalla, llamada Orujo’. El alcohol nos deja
solos y sin una mujer a quien besarle los labios (…) La vida es una borrachera sin resaca, o cuya resaca es la escritura”.
Estar mucho tiempo en el dique seco, le hace gestar para Esphera (2008) este amable desengaño misógino, Mujer:
“La mujer es solo una idea
Que cae al suelo
Herida por la verdad
Mentida por el poema
Como una suave sombra en el culo
Mordido por el perro de la vida
Por el perro infiel de la vida
Que solo sabe sollozar
Solo tú, mujer, rimas desastre con desastre
Y le hablas al espejo de la nada
Un hombre se yergue escupiendo a la nada
Devorado por el espejo, comido por la mujer
Como un falo en el desierto del hombre.”
Si Leopoldo María hubiera añadido
a este poema el adagio atribuido a Arnau de Villanova, “No hay que meter la nariz en la cueva de la puerca”, que menciona
en su Poema alquímico, hubiera
terminado procesado, con razón, por una hueste enfervorecida de féminas
indignadas.
En el poemita Diario
de un seductor, el maquiavélico hereje confiesa entre torturas:
“No es tu sexo lo que
en tu sexo busco
sino ensuciar tu alma:
desflorar
con todo el barro de la vida
lo que aún no ha vivido”.
sino ensuciar tu alma:
desflorar
con todo el barro de la vida
lo que aún no ha vivido”.
Leopoldo Panero, padre, dejó
escrito su propio Epitafio, que
Chávarri recrea en su película. Dice así:
“Ha muerto
acribillado por los besos de sus hijos,
absuelto por los ojos más dulcemente azules
y con el corazón más tranquilo que otros días,
el poeta Leopoldo Panero,
que nació en la ciudad de Astorga
y maduró su vida bajo el silencio de una encina.
Que amó mucho,
bebió mucho y ahora,
vendados sus ojos,
espera la resurrección de la carne
aquí, bajo esta piedra.”
Lo de “acribillado por los besos de sus hijos” debió de despertar
carcajadas entre estos. Panero reconoce la obligación de ser perdonado,
absuelto, por su mujer Felicidad (“los
ojos más dulcemente azules”). También alude a la debilidad que lo mató (la
bebida), endémica de la estirpe toda. El caso es que Leopoldo María no se quedó
callado. Quebró tal idealismo (o tal idiotismo) en Carta al padre, de su libro Teoría
(1973):
“Tú que danzaste
enloquecido en la plaza
desierta
tropezando
hiriéndote las manos en el
trapecio del silencio
en pie contra las hojas muertas
que
se adherían a tu cuerpo, y
contra la hiedra que tapaba
obsesivamente tu boca hinchada
de borracho,
danzas, danzaste
sin espacio, caído, pero
no quiero errar en la mitología
de ese nombre del padre que a
todos nos falta,
porque somos tan solo hermanos
de una invasión de lo imposible
y tus pasos repiten el eco de
los míos en un largo
corredor…”
En su poema El loco, Leopoldo María desvela: “Solo pude pensar que de niño me secuestraron para una alucinante
batalla/ y que mis padres me sedujeron
para/ ejecutar el sacrilegio, entre ancianos y muertos”.
“Me gusta aplastar cigarrillos con los pies. Es como si me cargara a
alguien” (Carcajada).
Entre tanta excremento de
murciélago, aún titila algún candil de lirismo en la vieja mina abandonada: “Oh tú, árbol de esponjas/ en que las hojas
se besan/ y se abrazan en la nada/ significando el verso/ el verso contra el
verso,/ el soneto en la sombra/ del soneto” (Homenaje a Jacques Le Can, 2005).
No sabemos a qué punto llegó el
enfrentamiento real de los Panero con su padre, o de este con ellos. Pero sí
que Leopoldo habló del “impulso del amor” como “un sitio en la memoria, un fantasma de padres a hijos,/ un lugar en la
sangre donde el amor pervive” (1946). Algo se restablece al mirar una
fotografía o al rescatar un recuerdo. La razón habla, y a veces se extravía; el
amor solo canta, y con su canto nunca desagrada.
“…Y en vez de soñar nombres, que el viento los escriba”.
© Antonio Ángel Usábel, mayo de 2013.
…………………………………………………………………………………………………..
[Desde El desencanto, se han producido varios documentales más sobre los
Panero: Después de tantos años
(1994), de Ricardo Franco; La estancia
vacía (2007), de Miguel Barrero, sobre la muerte de Michi Panero en Astorga
(16-03-2004); Los abanicos de la muerte
(2009), de Luis Miguel Alonso, donde se presta voz a Leopoldo padre, para
contestar a sus hijos.]
[En Después de tantos años, que es posible ver en You Tube, Michi Panero
declara que con seis años se escondía bajo una mesa para huir de las broncas
que su padre organizaba en casa. En Castrillo de las Piedras, Leopoldo era
capaz de levantar de la cama a su hijo y hacerle adentrar por un bosque de
encinas en noche cerrada para que demostrara su valentía. Actitudes que rayan
en la locura y en un sentido fascista de la educación (mis hijos tienen que ser
los primeros en todo, más fuertes, más valientes, más machos que ninguno).
Juan Luis Panero consiguió escapar de
la férrea tutela paterna al ir pronto interno a El Escorial; después se fue a
vivir con su abuela materna, una persona encantadora; a su madre Felicidad
(fallecida de cáncer en 1990), que no le dice nada, la recuerda “a la sombra del gran dictador”, una
especie de “sombra amable” con la que
no habló hasta los veintiún años. Leopoldo
María había intentado resucitarla, como a Blancanieves y La Bella
Durmiente, con un beso en la boca. De ella ha dicho: “Era la bruja más asquerosa del siglo. Tenía su derecho a serlo, por otra
parte, ¿no?, porque yo y padre le hicimos pasar la vida más perra del mundo”.
Sobre su padre y su madre: “Mi padre sí
me quería. A pesar de los palizones, yo era su preferido. Mi madre era un disco
rayado, joer; hablaba sin dialogar… Nos condenó a todos al alcoholismo por el
ahogo. Y es que ahogaba porque no hablaba de lo que estaba pasando”.En
su última entrevista, antes de morir, Michi Panero declaró lo siguiente: “Este pueblo es una mierda, no nos
engañemos. Y no lo digo yo, lo dice su literatura que debería ser su espejo, o
las memorias de Azaña o el exilio… Yo que conocí tanto a la gente del exilio,
trabajé tanto con ellos en radio… Eran una desesperación. Los que volvieron
cuando se murió Franco, ¡con que ilusión lo hacían!, ¡y lo que se encontraron!…:
este país es despiadado. Y para nada, porque se puede ser despiadado como
Robespierre. Pero no, es despiadado por incultura y por falta de sensibilidad y
lo demás son máscaras y caretas, como Almodóvar y tantos otros. Almodóvar es
muy paradigmático porque lo ves ahora y no es nada, son chistes de revista del
Paralelo, la misma "movida" no es nada. Lo cual te demuestra que en
este país si tiras una piedra a un escaparate ya eres Bakunin. Yo no debería
estar así.
Recuerdo que cuando fui al rodaje de una película de mi amigo Gonzalo
Herralde, con Marta Moriarty, al pasar por el Ampurdán nos paramos porque vimos
¡a Tejero! Estaba en una huerta, con un sombrerito de paja y con una regadera.
Era un jubilado del golpismo y se le veía feliz como una perdiz. El general
Franco se lo hubiera cargado a los dos minutos. Es un país disparatado…
disparatado.”
(…) “La vida no es ni de lejos tan hermosa como para vivir solamente de su
retórica y de buenos sentimientos: En navidades, que es cuando más explotan
este tipo de reflexiones y a mí me ocurrió en las últimas, siempre lo pienso.
Lo he pasado muy mal en mi vida y los últimos quince años han sido un infierno,
viviendo en montones de casas… Y recuerdo pasar un fin de año completamente
sólo en un piso repugnante en Madrid, sin luz porque me la habían cortado. Y
aquel día de fin de año sentí que lo que me faltaba es valor. Y oportunidad,
porque me tenía que tirar de un segundo piso y cabía la posibilidad de que no
me rompiera nada, y tampoco tenía pastillas. ¡Era tan tétrico...! La vida
invivible que yo estoy viviendo no es ni justa para mí ni para los demás, sobre
todo para mí. Y no digamos mis 25 sanatorios, que se dice pronto”.
……………………………………………………………………………………………………..
Maite Almanza – Astorga (León), 17/03/2004:
“Michi Panero, el hijo menor
del poeta astorgano Leopoldo Panero, falleció ayer en Astorga a los 52 años de
edad. Su cadáver fue encontrado al mediodía por la auxiliar de ayuda a
domicilio que visitaba a diario su casa, situada en la calle Marcelo Macías de
la ciudad. Los restos mortales del escritor y colaborador habitual de varios
medios de comunicación recibirán sepultura hoy en el panteón familiar, en el
que fue enterrado su padre, tras el funeral que tendrá lugar a las 16.30 horas
en la iglesia de Santa Marta. José Moisés Panero, conocido como Michi, padecía
un cáncer bucal incurable en fase avanzada, aunque los facultativos barajan el
infarto relacionado con la diabetes que padecía como la causa más probable de
su muerte. El óbito, según todos los indicios, pudo haberse producido a primera
hora de la mañana de ayer. Su cuerpo fue encontrado semiacostado sobre la cama.
La auxiliar de ayuda a domicilio advirtió del hecho a una vecina, que avisó a
su vez a la médico habitual del fallecido, la concejala astorgana Victorina
Alonso. En el lugar también se personaron agentes del Cuerpo Nacional de
Policía, junto a responsables municipales y varios allegados que se ocupaban de
él desde que se instaló en Astorga, en el otoño del 2002, abandonando su
domicilio madrileño. Panero también mantenía frecuente contacto telefónico con
varios primos tanto de Canarias como de Valladolid. La doctora Alonso certificó
su fallecimiento sin que fuera necesaria la presencia de la autoridad judicial
ni la práctica de la autopsia, al tratarse de un enfermo terminal. Gran
sorpresa Ricardo del Fresno, hijo de Odila Panero, prima carnal del fallecido,
llegó ayer a Astorga para hacerse cargo de los restos mortales, que fueron
trasladados a un tanatorio local a la espera de que hoy reciban sepultura. El
fallecimiento de Michi Panero causó gran sorpresa entre las personas cercanas
al hijo menor del poeta. Se da la circunstancia de que el escritor envió el
pasado domingo un artículo para una de las revistas con las que colaboraba
habitualmente, y que hoy tenía previsto elaborar otro, según apuntó Alonso.
Además, Angelines Baltasar, que fuera empleada de hogar de la familia Panero en
vida del poeta, y que noche tras noche visitaba al fallecido para acompañarlo
durante la cena, dijo haberlo visto en estado aceptable por última vez el lunes
por la noche. La mujer tuvo noticia de su muerte cuando esperaba en el centro
de salud de Astorga a recoger varias recetas de medicamentos que tomaba Michi
Panero. El fallecido había estado ingresado en un centro hospitalario leonés el
pasado mes de septiembre, a consecuencia de un coma diabético. Además, pasó por
un bache emocional, del que parecía haberse recuperado, durante las Navidades.
La gran ilusión del hijo menor de Leopoldo Panero, que no pudo ver cumplida,
era la rehabilitación de la casa familiar ubicada en la calle dedicada al
poeta, que el Ayuntamiento adquirió hace años a los herederos de la
construcción. El Consistorio tiene reservado para este edificio un ambicioso
proyecto que prevé convertirlo en centro difusor de la cultura astorgana y
maragata, y de la vida y obra de los autores de la que Gerardo Diego denominó
como Escuela de Astorga, de la que formaban parte importante Leopoldo y Juan
Panero. Sin embargo, la actuación más inmediata será la publicación de las
obras completas del primero por la Diputación y el Ayuntamiento”.]
Muy interesante. Lo he leído con mucha atención.
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