“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

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domingo, 9 de diciembre de 2012

El legado del amor.


Los psiquiatras entienden la fe en lo trascendente, aunque muchos de ellos no lo admitan desde el punto de vista científico. Así por ejemplo, Luis Rojas Marcos (Sevilla, 1943), profesor de Psiquiatría en la Universidad de Nueva York, afirma que la esperanza está programada en nuestros genes, aunque pase desapercibido para algunas personas. La depresión y la falta de sentido del humor son sus mayores contrarios.
Para alimentar la esperanza hay que hacer aquello que a uno le gusta, que más le satisface, aun cuando sea solo en el tiempo libre. Incluso la religión –dice—“es una forma de optimismo social”, pues puede ser de gran ayuda el pensar que “después del sufrimiento puede llegar el premio”. O según el lema del impresor Juan de la Cuesta, “Post Tenebras, Spero Lucem” (‘Después de la Oscuridad, espero la Luz’).
 
Sin embargo, otros intelectuales parecen acoger y difundir el nihilismo más gélido, como hace Lluís Pasqual, escenógrafo, en el montaje de Il prigionero y Suor Angelica, de Luigi Dallapiccola y Giacomo Puccini respectivamente. Ambos, experimentos sobre la crueldad humana con sus semejantes. A propósito, Pasqual comenta: “En el momento en que te alimentan la esperanza y te hacen pensar que todo lo que sufres te será compensado algún día, que este mal momento te servirá para algo, entonces es una crueldad absoluta”. Y propone como interesante paradoja el sacrificio de la mujer de antaño que purga por haber tenido un hijo ilegítimo con una vida de profesión conventual, y que después de varios años de encierro, recibe la noticia de que su hijo ha muerto. ¿De qué le ha valido en ese caso su reclusión?

Pero es una pregunta retórica vana y fácil, de un relativismo dañino. Cuando se tienen hijos, se lucha y se sufre por ellos constantemente, se esté donde se esté, en el mundo o fuera de él. Tener hijos conlleva un riesgo: poner en jaque el cariño, arriesgarse a amar y a ser amado, pero sin poder fijar el tiempo, pues la vida está sembrada de infortunios y nadie puede anticipar ni asegurar la conclusión o la continuidad de nuestra existencia individual. Literariamente, es lo que le afecta a Pleberio en su lamento último de La Celestina (1499): “…Ya quedas sin tu amada heredera. ¿Para quién edifiqué torres; para quién adquirí honras; para quién planté árboles; para quién fabriqué navíos? […] O fortuna variable, ministra y mayordoma de los temporales bienes…” Pleberio pierde a su hija Melibea, que se mata. En la flor de la vida, en su juventud primera y principesca; cuando aún no había comenzado a vivirla. La vida es una maraña de relaciones y trampas intrincadas imposibles de sortear siempre. “Un laberinto de errores”, en palabras de Pleberio. Y hay quien tiene suerte, porque es listo y además goza de buena salud, y hay quien no supera un problema, o una enfermedad. Hay quien puede alcanzar los cien años, y hay quien se queda en la cuneta. El cáncer, por ejemplo, está siendo hoy una plaga, que cada vez ataca a gente más joven. Antes se vivía menos –se objeta—y por eso no se llegaba a sufrir de ciertas dolencias. Pero yo veo a muchas personas mayores que eso, han llegado a mayores con casi mínimos achaques, y sin embargo he conocido a otras personas que no lo cuentan ya. Y han desaparecido con diez, quince, treinta, cuarenta o sesenta años.  Está muriendo mucha gente joven. Esa es una realidad.

En cualquier caso, esta gruesa incertidumbre vital, este fino hilo del destino de cada uno, nos debe llevar a la prevención. Nada dura eternamente. Es que “somos frígilis”, o frágiles, como decía el otro. A cada cual le corresponde combatir la posible fatalidad como mejor entienda. Y la fatalidad termina llegando, pues como le sucedió al genovés que disfrutó de buenas y largas riquezas, su alma no se las pudo llevar consigo. Todos hemos de enfrentarnos a la muerte antes o después. O con la soledad y su áspera y cruel resignación, difícil de mantener ante el vacío de la nada, o con la esperanza en un tiempo fuera del tiempo.

Hay una cita preciosa de San Juan de la Cruz que se alinea con la esperanza, y que reza: “En el atardecer de nuestra vida, seremos medidos en amor”. Aunque el hombre, al morir, nada material pueda llevarse, le queda sobre todo el consuelo de mirar atrás y ver el amor sembrado tras de sí. Estamos hechos para el amor, y él es nuestro legado verdadero.

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