¿Se puede amar incondicionalmente una región sin por ello perderse la riqueza de otras? Pereda lo consiguió: amaba la Montaña y a los montañeses, pero también lo castizo madrileño encarnado en un canario como Galdós. Varias regiones reunidas forman un país, nación o estado. Una unión que se mantiene por siglos y que conforma la idiosincrasia de una sociedad, con sus costumbres y formas de vida. Yo, siendo madrileño de nacimiento, puedo sentirme, en mi paseo por las Ramblas, tan catalán como un ampurdanés. Del mismo modo, acabada la cena, un barcelonés puede sentirse plenamente gatuno en su vuelta por el Retiro o por Cascorro. Esta es la suerte de compartir un mismo país y destino. Quien esté pensando en trocar esta suerte, es un irresponsable, porque la unión hace la fuerza y permite a los grupos humanos sobrevivir y prosperar en el tiempo.
Ahora bien, es menester saber conservar y proteger la riqueza que hay en la diversidad: las distintas lenguas, las fiestas locales, las tradiciones culturales, los ritos. Pero desde la consideración de un patrimonio común, de todos, incluso internacional. No debe ser el bien común estandarte parcial de unos pocos. Las veces que yo he visitado Barcelona –ciudad única, hermosísima y excepcional-- me he sentido como en casa, plenamente realizado, tranquilo y a gusto. Sufrí allí cierto día un pequeño percance peatonal, y fui atendido en el Hospital Universitario de maravilla. Amo Cataluña y lo catalán y entiendo el catalanismo como lo define el DRAE (22ª ed.) en su segunda acepción, desprovisto de ribetes políticos o ideológicos, que es como creo que debe entenderse: “Amor o apego a las cosas características o típicas de Cataluña”. Puedes amar lo catalán, como puedes amar lo vasco, o lo gallego o lo cántabro, o lo jerezano, o emocionarte escuchando el himno de la Comunidad Valenciana, el más conmovedor y bello que tenemos los españoles. Y con ello, no me siento menos madrileño o santanderino, pero sí desde luego más español.
Desde ciertos ámbitos sectarios
no se entiende esta determinación de catalanismo, y se empaña el término con
connotaciones fuertemente nacionalistas. Voy a un diccionario como el María
Moliner, en su segunda edición, revisada por la autora, y leo en la tercera
acepción de catalanismo: “Tendencia
política hacia la independencia de Cataluña”. Igualmente, si
consultamos el de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos (Diccionario del español actual), en su
tercer concepto se aprecia: “Doctrina que
preconiza la autonomía para Cataluña”. ¿Autonomía? Bien, ya la
tienen. ¿O no? Todos podemos disfrutar de autonomía sin dejar de pertenecer por
ello a nuestro país. Ese fue el objetivo --y quizás el logro-- de los padres
constitucionales, entendido como expresión de riqueza, y no como alternativa de
pobreza. La autonomía no quiere decir, ni comporta ni conlleva nacionalismo.
María Moliner entiende el nacionalismo como una “intensa devoción por el país propio, que llega a veces al
exclusivismo, que se manifiesta en el afán por su grandeza y, especialmente,
por su independencia en todos los órdenes. Puede constituir una doctrina,
partido o sistema político”. Pero ni Cataluña es un estado, ni Madrid, ni
Andalucía o Canarias. Todas son partes de un país. El tiempo de los Reinos de
Taifas debería haber pasado ya. El nacionalismo es un brote romántico, una
invención libre de los orígenes de un territorio. El nacionalismo se construye
con mitos, no tanto con hechos. Este año se conmemora el año Wagner, que fue un
nacionalista absoluto que forjó sus óperas sobre los mitos fundacionales del
espíritu germánico. Hitler, apasionado de esas leyendas consanguíneas tanto o
más que Luis II de Baviera, se veía como un nuevo Rienzi llamado a resucitar de
sus cenizas al pueblo alemán y acaudillarlo contra una aristocracia inútil y
parásita. Se llevó el manuscrito de la obra al búnker, y con él ardió.
El nacionalismo es expresión de un afán de megalomanía y de caudillismo rotundos. Es también heredero del caciquismo de casino provinciano. Virus cortijero y separatista. Lo opuesto al cosmopolitismo de un hombre de bien. El nacionalismo es padrino del fanatismo intolerante. Se construye sobre los cimientos de una mentira. Es lo contrario al patriotismo, que defiende, entre tantos cuentos, algunas realidades históricas.
El nacionalismo es expresión de un afán de megalomanía y de caudillismo rotundos. Es también heredero del caciquismo de casino provinciano. Virus cortijero y separatista. Lo opuesto al cosmopolitismo de un hombre de bien. El nacionalismo es padrino del fanatismo intolerante. Se construye sobre los cimientos de una mentira. Es lo contrario al patriotismo, que defiende, entre tantos cuentos, algunas realidades históricas.
Franco, que era autoritario pero
no tonto, dejó anotado en su testamento político de despedida de los españoles:
“Mantened
la unidad de las tierras de España exaltando la rica multiplicidad de las
regiones como fuente de fortaleza en la unidad de la Patria”. Esto es lo que parece que no quieren buscar
ni hacer los señores que gobiernan. No entienden que haya diversidad dentro de
la unidad. Los franceses sí lo han comprendido siempre, y los alemanes, y los
italianos, y los británicos.
Para concluir, reproduzco a continuación un honesto artículo de un
catalán, hombre inteligente, Josep Savalls i Vila, que descubre lo imaginario sin tapujos y pone las cosas en su oportuno
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