“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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domingo, 23 de septiembre de 2012

María Blanchard.


Este verano pasado la Fundación Botín de Santander, en colaboración con el Museo Reina Sofía, ha dedicado una exposición retrospectiva a la obra cubista de una de sus hijas ilustres más olvidadas, la pintora María Gutiérrez Blanchard (Santander, 1881-París, 1932).

La muestra ofrecida por Botín recoge, casi exclusivamente, bodegones y ensayos compositivos y deja fuera grandes obras de la autora, que habrán de ser añadidas en el Reina Sofía de Madrid. Ahora que se han cumplido ochenta años de su muerte, es un buen momento para recordarla.

María no fue muy apreciada como pintora en su tiempo, y hoy día, quien quiere desprenderse de un lienzo suyo con la condición de lograr un buen precio, tiene serias dificultades.

Antonio Martínez Cerezo ha dedicado dos artículos de una página en El Diario Montañés (agosto de 2012) a reivindicar la memoria y las huellas de la vida de la artista en Santander.

Por otra parte, tanto la Filmoteca de Santander de la calle Bonifaz, como la UIMP han proyectado un precioso documental de investigación, casi inédito, debido a la periodista de El País Gloria Crespo MacLennan.

Dotada de un físico nada agraciado (era diminuta y deforme), María nunca fue ni esposa ni madre. Su familia apenas tomó en serio sus inquietudes artísticas, si bien pudo estudiar en Madrid con Emilio Sala, Fernando Álvarez Sotomayor y otros pintores. En Madrid conoció también al amor platónico de su vida, el voluminoso mexicano Diego Rivera. En 1908, consiguió el tercer premio en la exposición nacional de Bellas Artes con Primeros pasos. En 1909, la Diputación de Santander accede a concederle una beca de estudios, para que pueda ir a París, donde contacta con maestros como el excepcional Anglada Camarasa, Kees Van Dongen, Jacques Lipchitz, y especialmente, Juan Gris, quien la vuelve cubista. Torna a España en 1914 y hace amistad con la tertulia del Café de Pombo, a las órdenes de Ramón Gómez de la Serna. Después de pasar por Salamanca, donde ejerce como profesora de dibujo, vuelve en 1916 definitivamente a París, al barrio de Montparnasse, donde se siente verdaderamente libre. Allí es, además, donde ha fijado residencia Diego Rivera.

A partir de 1920, su pintura torna a un cierto naturalismo. María se centra en la maternidad, la infancia, la soledad, la pobreza y la marginación. En 1921, su obra La Comulgante obtiene un éxito reverenciado en el Salón de los Independientes. Un aura de misticismo inunda sus últimos pasos por Montparnasse: se hace amiga de mendigos y desea meterse a monja. Descuida terriblemente su aspecto y algunos familiares llegados de Santander buscan su ayuda y pretenden vivir de ella. No se alimenta bien y enferma de tisis. Muere y es enterrada en París.


Su obra pictórica está presente en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (Madrid); Museo de Bellas Artes de Bilbao; Museo de Bellas Artes de Santander; Museo de Arte Moderno de la Villa de París; Museo de Bellas Artes de Bruselas.

* * *

Fruto de la mencionada exposición de la Fundación Botín, de los artículos de Martínez Cerezo, y del documental de Crespo MacLennan es el cuentecito que os presento a continuación, y que ha sido acogido por la revista Travelarte. Quise escribir un artículo, y me salió un relato, muy pobre, muy humilde eso sí, como lo fue también la vida de esta santita de Montparnasse, a cuyo estudio me asomo desde detrás del telón del tiempo:
LA SANTA DE MONTPARNASSE.
"María se balancea en su sillita rota. Ha hecho un canuto con el dinero de su última venta y lo ha incrustado en un hueco de la pared. Quiere sobornar a cucarachas y chinches para que no salgan de sus cárceles de la invención. María tose y mancha de bermellón cualquier trapo, hasta los amarillos de disolvente. Está débil, se siente cansada y la vista se le nubla a veces. El trazo de sus pinceles ya no tiene la fuerza y la entereza de antes. De hecho, lleva casi diez años así, agonizando. Es difícil ser mujer y dedicarse al arte. Y peor aún, estar en la lista de los invendibles y no tener interés ni visión comercial. Y es que ¿cómo separarse de un hijo a cambio de dinero? ¿Qué pedir por un cuadro al cual no se le va a ver más? ¿Qué precio tienen el cariño y la creación? Una vez cuidó al hijo de una amiga y de Diego Rivera, y el niño se le murió de meningitis. Su único hijo se le fue: no había parné para leña, y el frío le hizo partir. En estos tiempos la estufa se come el sueldo de un artista. Por el suelo de madera los periódicos viejos son dálmatas con manchas de pintura, acaso las señales de un parto complicado. Hay restos de comida y de curruscos secos por los rincones. No es raro ver sobre el colchón alineado con la pared del fondo a un ser dormido –hombre o mujer—a quien María no conoce, ni tan siquiera recuerda: el último mendigo recogido de la calle, o el mal estudiante a quien sus padres han echado de casa por gandul. Aquí no importan las razones; hay libertad de amoratarse con el crepúsculo y la aurora. La misma María no oculta nada, y parece una trapera adicta a la absenta o al láudano. Es bajita, gibosa, hombruna, con lentes blancos sobre la nariz, boca de buzón y pelo oscuro cortado en casquete. Nadie acepta que la belleza esté en el interior. Sus camaradas pintores solo se trabajan a las mejores modelos, y cualquier rostro bonito seduce siempre. Sí, la belleza es mejor que el talento, se dice María, se repite María cada mañana. Se ha querido ir con las monjas, pero no la han dejado. Una Gutiérrez Blanchard nunca ha hecho buenas migas con las madres, a pesar de tener a las Hijas de María encima de casa en Santander. Toda su familia era atea, y ahora no la van a admitir. Si ella fuera normal, hubiera podido juntarse a Diego, pero como no lo es, y los hombres no son cíclopes cegados, está sola y errante entre destellos de color. De Santander, la ciudad asunta y mariana del pasado, ni se acuerda. María no vive junto al mar, sino junto al Sena, entre ese pueblo latino de París que la ha recibido, como acogió a Rivera, a Picasso, a Gris, y a tantos más. No quiere evocar la Santander de la calle Libertad, o de la plaza de Pombo, donde los simples le pasaban la lotería por la chepa para galvanizar a la suerte. María prefiere a Juan Gris. Gris tuvo la paciencia de enseñarle el cubismo. Y eso que pertenecer a esa corriente era como entrar en una secta: solo los marchantes judíos compran arte cubista. Los comerciantes judíos le hacen firmar a una por toda tu producción y te ves obligada a trabajar para ellos como una negra en una plantación del sur. Pero ella no se somete, y pinta cuando le da la gana. No es comilona; ya comerá. María se asoma por la ventana: su vecino está pintando. Con buena luz todos pintan, hasta la hora en que la luz se va y las tripas gimen desesperadas. El cubismo nació cuando Pablo Picasso pidió a Jumbo que aplastara una silla de madera y las patas y el respaldo se abrieron como una flor. Una silla aplastada no deja por ello de ser una silla; se ve mejor, desde todas sus partes. Así nació el cubismo. Pero María no sigue el mismo cubismo y las etapas de Picasso, porque no se parecen. Pablo es temperamental y anida en el irreverente Conejo Ágil de Montmartre; María es tranquila, callada, y sueña en los cafés espejados y literarios de Montparnasse. María no estudia con Picasso; acepta que Gris le enseñe pintura, que la tenga pintando manteles y bodegones todo el rato. Luego ya pintará otra cosa. Picasso es español, es pintor, es comunista, pero es pesetero y adora el bienestar. Cuando gana dinero, compra en secreto su propio arte para hacerlo subir de precio. Pablo quiere vivir. Es malagueño, cachondo y mujeriego. A María todo eso le sobra. Es la bruma del norte. Ella quiere morir. Y muere. El 5 de abril de 1932. Un ejército de mendigos acudió a despedirse en el cementerio. Hasta la vista, adiós, au revoir Sainte Marie!"

Antonio Ángel Usábel.

(Madrid, 2 de septiembre de 2012)

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