Cuando un amigo te regala un
libro suyo, te está regalando un rincón de su alma. Si lo ha escrito él, forma
parte de sí mismo, de su “yo”. Si lo ha escrito otra persona, porque ese
mensaje le ha despertado un secreto que quiere compartir.
Hace algunos cientos de meses que
Eduardo Bravo Domínguez (Madrid,
1975) me regaló su primer libro de poemas, Ensayo
de una vocación (ASB Producciones editoriales, Granada, 1ª ed. mayo 2011,
Libros Dauro nº 143). Comencé a leerlo en el Metro, de vuelta a casa después de
una tertulia. Si se regala poesía, es lo más importante que se tiene entre las
manos. Porque la poesía es luz y sombra, es óleo dormido, es evocación, es
ternura, es racimo de sentimiento, es amor. Hay que leerla con caricias, con
respeto, y dejar que cante en silencio. Eduardo alude a lo vocacional en su
título, pues desde Baudelaire y los simbolistas la poesía es una forma de
existencia. Decía García Lorca que “la felicidad eterna es ser poeta. El resto
no importa; ni siquiera la muerte”. Esto quizá fuera llevar demasiado lejos las
atribuciones del arte, pero sí es verdad que la creación poética requiere de una
sensibilidad especial, un cierto tinte bohemio, como también no todo el mundo
está dotado para percibir, interpretar y disfrutar del arte poético.
“El mundo de los poetas es un
mundo desolado –cuenta Eduardo en el prólogo--. Frecuentemente, el poeta se nos
presenta, a través de sus poemas, zaherido por un mundo hostil. Y no sabemos si
el poeta es demasiado sensible o la realidad un caos. A lo mejor ocurren las
dos cosas”.
La poesía de Eduardo Bravo
nos habla de cierto enroque misántropo, de esa “pavorosa esclavitud de isleño”
del gran Diego. Los poetas vuelan con la imaginación; por eso Leonardo da Vinci tenía mucho de poeta... Eduardo poeta es “caracol en el mundo”, “amor más soñado que
vivido”, alguien que pasa con el anhelo de una paz interior. “El silencio./ La paz./
La nada./ La brisa fresca./ La montaña nevada./ Yo solo,/ tumbado,/ dormido./ Las
plantas,/ calladas./ La Nada.” Como un poeta siempre liba de otro, ese oficio
que se lleva dentro, ese vacío lleno, nos conduce a José Hierro Real: “Después
de todo, todo ha sido nada,/ a pesar de que un día lo fue todo./ Después de
nada, o después de todo/ supe que todo no era más que nada”. La poesía tiene la
gentileza juanramoniana de crear un código: “La rosa es roja/ como los crímenes
de los locos […] La rosa es roja/ como los amores/ que devuelven la cordura”. A
menudo el poeta despierta y se apresta al combate, como hizo Miguel Hernández,
y vuelve su poesía un arma cargada de futuro: “No haced caso a los mayores […]
que otro mundo merecemos”; “A los caídos/ en la guerra/ de la vida./ Para que
luchen/ y sus sonrisas/ vuelvan”.
Hay un poema maestro en todo el
libro que habla al corazón de la fuente, al guiño de la madrugada. Es La sombra que planea sobre nosotros, patio
de correrías infantiles, y que dice: “Todos
somos iguales,/ al menos,/ cuando niños./ Todo es posible entonces./ Luego, la
vida,/ nos marca/ como al ganado/ con una cara/ o con una cruz”. Es verdad. Así
es: individuos con estrella, e individuos estrellados. El mar proceloso de la
vida, el desierto espantable, morada de fieras, juego de hombres que andan en
corro.
Felicitamos a Eduardo Bravo por
este brote de sí mismo, este pequeño libro digno de ser abandonado sobre un
canapé en un saloncito chino, para que un invitado lo descubra y lo lea.
[Pedidos en www.edicionesdauro.com; A.S.B.
Producciones editoriales, C/ Poeta Zorrilla, 5, 18006 Granada, tel. 670032830;
fax 958508163]
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