Este verano pasado la Fundación
Botín de Santander, en colaboración con el Museo Reina Sofía, ha dedicado una
exposición retrospectiva a la obra cubista de una de sus hijas ilustres más
olvidadas, la pintora María Gutiérrez
Blanchard (Santander, 1881-París, 1932).
La muestra ofrecida por Botín
recoge, casi exclusivamente, bodegones y ensayos compositivos y deja fuera
grandes obras de la autora, que habrán de ser añadidas en el Reina Sofía de Madrid.
Ahora que se han cumplido ochenta años de su muerte, es un buen momento para
recordarla.
María no fue muy apreciada como
pintora en su tiempo, y hoy día, quien quiere desprenderse de un lienzo suyo
con la condición de lograr un buen precio, tiene serias dificultades.
Antonio Martínez Cerezo ha
dedicado dos artículos de una página en El
Diario Montañés (agosto de 2012) a reivindicar la memoria y las huellas de
la vida de la artista en Santander.
Por otra parte, tanto la
Filmoteca de Santander de la calle Bonifaz, como la UIMP han proyectado un precioso
documental de investigación, casi inédito, debido a la periodista de El País Gloria Crespo MacLennan.
Dotada de un físico nada
agraciado (era diminuta y deforme), María nunca fue ni esposa ni madre. Su
familia apenas tomó en serio sus inquietudes artísticas, si bien pudo estudiar
en Madrid con Emilio Sala, Fernando Álvarez Sotomayor y otros pintores. En
Madrid conoció también al amor platónico de su vida, el voluminoso mexicano Diego
Rivera. En 1908, consiguió el tercer premio en la exposición nacional de Bellas
Artes con Primeros pasos. En 1909, la
Diputación de Santander accede a concederle una beca de estudios, para que
pueda ir a París, donde contacta con maestros como el excepcional Anglada
Camarasa, Kees Van Dongen, Jacques Lipchitz, y especialmente, Juan Gris, quien
la vuelve cubista. Torna a España en 1914 y hace amistad con la tertulia del
Café de Pombo, a las órdenes de Ramón Gómez de la Serna. Después de pasar por
Salamanca, donde ejerce como profesora de dibujo, vuelve en 1916
definitivamente a París, al barrio de Montparnasse, donde se siente verdaderamente
libre. Allí es, además, donde ha fijado residencia Diego Rivera.
A partir de 1920, su pintura
torna a un cierto naturalismo. María se centra en la maternidad, la infancia,
la soledad, la pobreza y la marginación. En 1921, su obra La Comulgante obtiene un éxito reverenciado en el Salón de los
Independientes. Un aura de misticismo inunda sus últimos pasos por
Montparnasse: se hace amiga de mendigos y desea meterse a monja. Descuida
terriblemente su aspecto y algunos familiares llegados de Santander buscan su
ayuda y pretenden vivir de ella. No se alimenta bien y enferma de tisis. Muere
y es enterrada en París.
Su obra pictórica está presente en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (Madrid); Museo de Bellas Artes de Bilbao; Museo de Bellas Artes de Santander; Museo de Arte Moderno de la Villa de París; Museo de Bellas Artes de Bruselas.
Su obra pictórica está presente en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (Madrid); Museo de Bellas Artes de Bilbao; Museo de Bellas Artes de Santander; Museo de Arte Moderno de la Villa de París; Museo de Bellas Artes de Bruselas.
* * *
Fruto de la mencionada exposición
de la Fundación Botín, de los artículos de Martínez Cerezo, y del documental de
Crespo MacLennan es el cuentecito que os presento a continuación, y que ha sido
acogido por la revista Travelarte.
Quise escribir un artículo, y me salió un relato, muy pobre, muy humilde eso
sí, como lo fue también la vida de esta santita de Montparnasse, a cuyo estudio
me asomo desde detrás del telón del tiempo:
LA SANTA DE
MONTPARNASSE.
"María se balancea en su sillita
rota. Ha hecho un canuto con el dinero de su última venta y lo ha incrustado en
un hueco de la pared. Quiere sobornar a cucarachas y chinches para que no
salgan de sus cárceles de la invención. María tose y mancha de bermellón
cualquier trapo, hasta los amarillos de disolvente. Está débil, se siente
cansada y la vista se le nubla a veces. El trazo de sus pinceles ya no tiene la
fuerza y la entereza de antes. De hecho, lleva casi diez años así, agonizando.
Es difícil ser mujer y dedicarse al arte. Y peor aún, estar en la lista de los
invendibles y no tener interés ni visión comercial. Y es que ¿cómo separarse de
un hijo a cambio de dinero? ¿Qué pedir por un cuadro al cual no se le va a ver
más? ¿Qué precio tienen el cariño y la creación? Una vez cuidó al hijo de una
amiga y de Diego Rivera, y el niño se le murió de meningitis. Su único hijo se le fue: no había parné
para leña, y el frío le hizo partir. En estos tiempos la estufa se come el
sueldo de un artista. Por el suelo de madera los periódicos viejos son dálmatas
con manchas de pintura, acaso las señales de un parto complicado. Hay restos de
comida y de curruscos secos por los rincones. No es raro ver sobre el colchón
alineado con la pared del fondo a un ser dormido –hombre o mujer—a quien María
no conoce, ni tan siquiera recuerda: el último mendigo recogido de la calle, o
el mal estudiante a quien sus padres han echado de casa por gandul. Aquí no
importan las razones; hay libertad de amoratarse con el crepúsculo y la aurora.
La misma María no oculta nada, y parece una trapera adicta a la absenta o al
láudano. Es bajita, gibosa, hombruna, con lentes blancos sobre la nariz, boca
de buzón y pelo oscuro cortado en casquete. Nadie acepta que la belleza esté en
el interior. Sus camaradas pintores solo se trabajan a las mejores modelos, y
cualquier rostro bonito seduce siempre. Sí, la belleza es mejor que el talento,
se dice María, se repite María cada mañana. Se ha querido ir con las
monjas, pero no la han dejado. Una Gutiérrez Blanchard nunca ha hecho buenas
migas con las madres, a pesar de tener a las Hijas de María encima de casa en
Santander. Toda su familia era atea, y ahora no la van a admitir. Si ella fuera
normal, hubiera podido juntarse a Diego, pero como no lo es, y los hombres no
son cíclopes cegados, está sola y errante entre destellos de color. De
Santander, la ciudad asunta y mariana del pasado, ni se acuerda. María no vive
junto al mar, sino junto al Sena, entre ese pueblo latino de París que la ha
recibido, como acogió a Rivera, a Picasso, a Gris, y a tantos más. No quiere
evocar la Santander de la calle Libertad, o de la plaza de Pombo, donde los
simples le pasaban la lotería por la chepa para galvanizar a la suerte. María
prefiere a Juan Gris. Gris tuvo la paciencia de enseñarle el cubismo. Y eso que
pertenecer a esa corriente era como entrar en una secta: solo los marchantes
judíos compran arte cubista. Los comerciantes judíos le hacen firmar a una por
toda tu producción y te ves obligada a trabajar para ellos como una negra en
una plantación del sur. Pero ella no se somete, y pinta cuando le da la gana.
No es comilona; ya comerá. María se asoma por la ventana: su vecino está
pintando. Con buena luz todos pintan, hasta la hora en que la luz se va y las
tripas gimen desesperadas. El cubismo nació cuando Pablo Picasso pidió a Jumbo
que aplastara una silla de madera y las patas y el respaldo se abrieron como
una flor. Una silla aplastada no deja por ello de ser una silla; se ve mejor,
desde todas sus partes. Así nació el cubismo. Pero María no sigue el mismo cubismo
y las etapas de Picasso, porque no se parecen. Pablo es temperamental y anida
en el irreverente Conejo Ágil de
Montmartre; María es tranquila, callada, y sueña en los cafés espejados y
literarios de Montparnasse. María no estudia con Picasso; acepta que Gris le
enseñe pintura, que la tenga pintando manteles y bodegones todo el rato. Luego
ya pintará otra cosa. Picasso es español, es pintor, es comunista, pero es
pesetero y adora el bienestar. Cuando gana dinero, compra en secreto su propio
arte para hacerlo subir de precio. Pablo quiere vivir. Es malagueño, cachondo y
mujeriego. A María todo eso le sobra. Es la bruma del norte. Ella quiere morir.
Y muere. El 5 de abril de 1932. Un ejército de mendigos acudió a despedirse en
el cementerio. Hasta la vista, adiós, au
revoir Sainte Marie!"
Antonio Ángel
Usábel.
(Madrid, 2 de
septiembre de 2012)