"Y el Señor dijo a Moisés: Al que haya
pecado contra mí, lo borraré de mi libro".
(Ex 32, 33)
Entra dentro de la tradición iconográfica representar a Dios barbado, como un viejo sabio. De hecho, el anciano con mayor sabiduría, pues es el Ser mismo subsistente, creó el mundo y es eterno. Así nos aparece Dios en la escena central de la Capilla Sixtina, dando el aliento a Adán, el primer hombre. Un anciano impetuoso, vigoroso, y con barba blanca, sostenido por sus ángeles y cuya amplia capa roja ahora se advierte de que tiene forma de cerebro humano.
Dios, entonces, es un hombre mayor. ¿Lo habrá sido siempre? ¿Habrá gozado de una juventud, tal vez de una etapa de “aprendizaje”? Si hizo al ser humano a su imagen y semejanza, hemos de creer que pudo Él haber pasado por las mismas fases de crecimiento, y que Él mismo se fue perfeccionando. No parece ser el mismo Dios el terrible justiciero del Antiguo Testamento, que el bondadoso y misericordioso del Nuevo, donde su Hijo nos redime de todos nuestros pecados, segundo Isaac esta vez en efecto sacrificado. Dios, pues, que lo sabe todo, también aprende, se perfecciona.
¿Dios lee libros? Él, que es la Palabra del Principio --el Verbo estaba en Él--, puede tener sus libros escritos, su propia biblioteca. Quizá en esos libros está el pasado, el presente y el destino del mundo. Acaso cada una de nuestras vidas se vaya gestando en ellos, según nuestro propio libre albedrío, y los vaya infinitamente cambiando sobre la marcha. “Hoy voy a leer una jornada de la vida de Andrés García”—se propone Dios; “Mañana tocará asomarnos a las decisiones de Pedro Gómez” – puede pensar. Y, de esta manera, Dios no se aburre. Dios nos deja escribir lo que vamos haciendo con nosotros mismos. Y Dios lo lee, lo verifica. Lee nuestras acciones, pero también nuestros pensamientos. Nos escruta, nos examina por dentro y por fuera, pero sin juzgar.
Hubo un puñado de hombres cuya suerte estuvo determinada: los Apóstoles. Los doce hombres elegidos por Jesucristo para que extendieran su Mensaje. A los que hay que agregar la figura del fundador del movimiento dogmático en sí, Saulo de Tarso, el discípulo que no vio al Maestro vivo, pero que interpretó sus intenciones evangelizadoras. ¿Fueron los únicos verdaderamente dispuestos a una vida fijada de principio a fin? Según la fe cristiana, hasta el Hijo de Dios –Cristo—se sometió a la dura voluntad del Padre.
© Antonio Ángel Usábel, agosto de 2022.