Su isla lo guarda.
Este libro suyo
nos lleva a habitar con él,
y a vivir mientras vive.
Resuenan los pasos de su madre,
y la voz de su tía,
en el latido del amor amante,
discreto y callado;
en el mar, que lo mira con otro color.
Desde aquel tiempo
aquí estamos, no solos ni abandonados,
con el mismo Carlos diferente,
recordado de una forma
que nadie más puede evocar.
* * *
Cuando uno quiere comentar un libro de poesía, nunca sabe muy bien por dónde comenzar. Cada poema es una experiencia aparte. Pero lo que más llama la atención de este libro de Carlos Javier Morales, titulado El corazón y el mar (colección Adonáis nº 675, Madrid, Ediciones Rialp, 2020), es que ofrece una visión completa de su realidad presente y pasada. Las partes del volumen están perfectamente imbricadas para que podamos seguirlo por Santa Cruz de Tenerife –su ciudad natal—y por el pueblo de sus padres, caminando junto a él como Juan Ramón nos acercaba hasta su Moguer amado, el rincón de su infancia recobrado en su prosa poética.
Este libro arroja el placer de lo auténtico, de lo íntimo y desnudo. Él se pregunta: “…con tantos textos… / ¿cuál debe ser el texto de mi vida?” No hay por qué escoger uno u otro. El poeta puede tener su preferencia, como igualmente el lector. El poeta recorre su isla, describe el mar –cuya fuerza asimila al amor--, defiende la memoria como una fórmula para romper barreras temporales, para que nadie muera ni nada se pase. El amor es una manera de abarcar el mundo, toda su alegría y su belleza, condensados en la perfecta rosa juanramoniana, en el cántico de Guillén y su absoluta dicha, en la nostalgia que combate la aspereza de la solitud. El amor verdadero, el que no defrauda, viene de unos buenos padres. Es el que permanece siempre, el que se resiste a desaparecer y a no ser igualado por otro, el que riega el oasis en el desierto espantable. Cuando se ha sido amado bien, desde la niñez, no se está solo, ni vacío.
El amor puede formar una impresión pasajera de lo eterno: “Cuando oigo tus pisadas, / entra la eternidad en nuestro cuarto (…) Ven cuanto antes esta noche. Espero / que otra vez me rescates de mi cárcel: / tanta es mi soledad y tan terrible / que necesito verte cara a cara. / (…) Tú eres la eternidad:/ solo tu cuerpo rescatará al mío.” El amor libra del miedo a la muerte, pues es un sentirse acompañado, y con ello pletórico de aliento, de germinación.
El poeta se encuentra con otras figuras solas, como ese hombre que come sentado sobre una roca, mientras la fuerza del oleaje amenaza con llevárselo de golpe (“Mar de invierno”). O el nadador que bracea incansable hacia un horizonte ilimitado, tal vez huyendo de lo que le supera. Su soledad se encuentra con la de otros, y hasta se ahonda al desaparecer con el desencuentro: “Un día no viniste. / Y el siguiente tampoco. / De ti solo conservo algunas fotos juntos.” (“Hipótesis”).
Caspar D. Friedrich, "El monje frente al mar" |
Imperio de la soledad: solo medita la palabra del profesor el alumno discreto y aventajado, que mira atento desde su pupitre; solo se queda el maestro cuando otra promoción marcha. ¡Qué solo se está siempre en el cementerio, recordando pasajes y prosperidades, oyendo muy dentro, e invariable, la voz a ti debida!
Grillete para una isla es el mar, el mejor aliado, el que también se contiene a sí mismo. Tan igual, pero siempre variable. Espejo del interior, y rúbrica del pálpito machadiano que bautiza este poemario: se salen del pecho las continuas pérdidas –ley de vida--, que la madurez no llena, hasta quedar ya solos, bajo un toldo de ausencias, el corazón y el mar.
© Antonio Ángel Usábel, enero de 2021.
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