“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

En este país...

miércoles, 20 de enero de 2021

Su isla lo guarda.

  

Su isla lo guarda.

Este libro suyo

nos lleva a habitar con él,

y a vivir mientras vive.

Resuenan los pasos de su madre,

y la voz de su tía,

en el latido del amor amante,

discreto y callado;

en el mar, que lo mira con otro color.

Desde aquel tiempo

aquí estamos, no solos ni abandonados,

con el mismo Carlos diferente,

recordado de una forma

que nadie más puede evocar.

     * * *

Cuando uno quiere comentar un libro de poesía, nunca sabe muy bien por dónde comenzar. Cada poema es una experiencia aparte. Pero lo que más llama la atención de este libro de Carlos Javier Morales, titulado El corazón y el mar (colección Adonáis nº 675, Madrid, Ediciones Rialp, 2020), es que ofrece una visión completa de su realidad presente y pasada. Las partes del volumen están perfectamente imbricadas para que podamos seguirlo por Santa Cruz de Tenerife –su ciudad natal—y por el pueblo de sus padres, caminando junto a él como Juan Ramón nos acercaba hasta su Moguer amado, el rincón de su infancia recobrado en su prosa poética.

Este libro arroja el placer de lo auténtico, de lo íntimo y desnudo. Él se pregunta: “…con tantos textos… / ¿cuál debe ser el texto de mi vida?” No hay por qué escoger uno u otro. El poeta puede tener su preferencia, como igualmente el lector. El poeta recorre su isla, describe el mar –cuya fuerza asimila al amor--, defiende la memoria como una fórmula para romper barreras temporales, para que nadie muera ni nada se pase. El amor es una manera de abarcar el mundo, toda su alegría y su belleza, condensados en la perfecta rosa juanramoniana, en el cántico de Guillén y su absoluta dicha, en la nostalgia que combate la aspereza de la solitud. El amor verdadero, el que no defrauda, viene de unos buenos padres. Es el que permanece siempre, el que se resiste a desaparecer y a no ser igualado por otro, el que riega el oasis en el desierto espantable. Cuando se ha sido amado bien, desde la niñez, no se está solo, ni vacío.

El amor puede formar una impresión pasajera de lo eterno: “Cuando oigo tus pisadas, / entra la eternidad en nuestro cuarto (…) Ven cuanto antes esta noche. Espero / que otra vez me rescates de mi cárcel: / tanta es mi soledad y tan terrible / que necesito verte cara a cara. / (…) Tú eres la eternidad:/ solo tu cuerpo rescatará al mío.” El amor libra del miedo a la muerte, pues es un sentirse acompañado, y con ello pletórico de aliento, de germinación.

El poeta se encuentra con otras figuras solas, como ese hombre que come sentado sobre una roca, mientras la fuerza del oleaje amenaza con llevárselo de golpe (“Mar de invierno”). O el nadador que bracea incansable hacia un horizonte ilimitado, tal vez huyendo de lo que le supera. Su soledad se encuentra con la de otros, y hasta se ahonda al desaparecer con el desencuentro: “Un día no viniste. / Y el siguiente tampoco. / De ti solo conservo algunas fotos juntos.” (“Hipótesis”).

Caspar D. Friedrich, "El monje frente al mar"

 Imperio de la soledad: solo medita la palabra del profesor el alumno discreto y aventajado, que mira atento desde su pupitre; solo se queda el maestro cuando otra promoción marcha. ¡Qué solo se está siempre en el cementerio, recordando pasajes y prosperidades, oyendo muy dentro, e invariable, la voz a ti debida!

Grillete para una isla es el mar, el mejor aliado, el que también se contiene a sí mismo. Tan igual, pero siempre variable. Espejo del interior, y rúbrica del pálpito machadiano que bautiza este poemario: se salen del pecho las continuas pérdidas –ley de vida--, que la madurez no llena, hasta quedar ya solos, bajo un toldo de ausencias, el corazón y el mar.

© Antonio Ángel Usábel, enero de 2021.


 

martes, 19 de enero de 2021

Escaparate para un poeta.

 El documental Leo Zelada: Transpoética (Mario Le Clere, España, 2021) se queda en el escaparate de un poeta, que puede parecer aquí «escaparatista». No hace justicia a Leo Zelada (seudónimo de Braulio Rubén Tupaj Amaru Grajeda Fuentes), un nómada peruano afincado en Madrid y consagrado en cuerpo y alma al arte poética.

Leo Zelada, en "Transpoética" (2021)

Quienes conocemos a Leo sabemos que ha levantado la vida cultural del barrio de Malasaña, a través de muy interesantes tertulias y lecturas líricas. Con ello acapara cierto protagonismo, consustancial a la vanidad de todo autor. Pero un protagonismo necesario que revierte en el interés de todos, ya que obra en beneficio de la Cultura y de la simbiosis entre tradiciones diferentes. Sinceramente, haría mucha falta contar con más gente con igual iniciativa a la suya, aunque convendría actuar con menos prejuicios, en loor de un pluralismo democrático imprescindible.

A Leo le cuesta mantener las amistades, porque no es poco suspicaz y selectivo. Además, tiende a cambiar de parroquianos con cierta frecuencia, pues se cansa de los que ya conoce y animan desde tiempo atrás sus reuniones. La savia nueva es de agradecer, pero valorando el árbol, que es hijo centenario de la tierra.

Volviendo al documental, ni acierta con la forma, ni tampoco alcanza un fondo. Le falta sosiego y parece una bengala encendida, que se consume pronto. Va a un ritmo vertiginoso; no te permite empatizar con el personaje; sobre todo, si te es desconocido y deseas saber de él. No vemos al hombre andariego, ni al aventurero sin límites, ni al creador en actitud de crear, ni al animador cultural, ni al editor de libros, ni al autor ante su público. No vemos apenas nada, salvo a un poeta (que podría ser como otros tantos) leyendo pasajes de su poesía y explicando muy brevemente su origen y su inquietud.

Un reportaje cáscara de nuez.

Disiento de Leo cuando no ve que la literatura en español se surtió del universo mítico precolombino a partir del «boom» de los años sesenta. En ese momento acabó, por pequeña y rutinaria, la Meseta, y se abrió el corazón hispano a un horizonte alucinante. No poco le debe el idioma español a un García Márquez, un Vargas Llosa, un Uslar Pietri, un Otero Silva, o un Carpentier. Hacia dónde camina el arte literario en español, no lo sabemos. No parece haber figuras ni tendencias señeras. Autores salen a patadas, y no se puede abarcar todo.

Leo Zelada concibe la poesía como Rimbaud, Verlaine o Baudelaire lo hacían. La entiende como forma de vida. El poeta, para estos autores, es, básicamente, un aguador que escancia palabras bellas (o acaso hipnóticas) con las que mitigar la sed de los lectores. Es un oficio desinteresado. Una causa social vital, y vitalista, con aromas de suicidio. Porque el destino de los poetas es no ser reconocidos como profesionales que crean riqueza. Su calificativo ha sido, demasiado a menudo, y de manera harto mortificante, de ociosos muertos de hambre. El poeta a veces se olvida de que tiene que comer, y otras duerme donde no le esperan. El poeta íntegro solo se posee a sí mismo, por incomprendido. El poeta entero no ha dejado nunca de vivir como antagónico al mundo que lo rodea. La poesía es la única verdad atemporal, pero una completa ucronía dentro del tiempo.

Leo Zelada es uno de esos hombres cuyo destino elegido es mantener viva la llama de la poesía. Un poseído por ese delirio que hace que el aire palpite y la luz cambie de color e intensidad. La llave del amanecer a otro mundo.

© Antonio Ángel Usábel, enero de 2021.

Acceso al documental en YouTube.