La
rama que no existe (Ediciones Destino, 2019) es la
última novela de Gustavo
Martín Garzo (Premio Nacional de Narrativa 1994 por El
lenguaje de las fuentes). En realidad, según él mismo ha
explicado, se trata de la penúltima, pues está escrita antes que La
ofrenda (2018).
El
relato está ambientado en Cantabria, entre San Vicente de la
Barquera (en cuyo instituto de Secundaria dan clase dos de los
protagonistas), Comillas y un pueblecito llamado Caviedes. Cuenta la
historia de una profesora joven, Claudia, quien ha perdido a su hijo
pequeño en accidente de coche, y que se siente atraída por un
hombre mayor que ella, un pintor, Eduardo, sobrino (ficticio) de
María Blanchard. La historia la vemos a través de un compañero de
trabajo de Claudia, Gonzalo, profesor de Biología, quien actúa de
narrador, y que está enamorado de ella. Esta relación tripartita se
complica aún más con un tercer amante, Óscar.
Claudia
se separó de su marido y vive traumatizada por su desgracia
familiar. Encuentra apoyo y comprensión en Gonzalo, pero,
especialmente en Eduardo y su visión trágica de la vida, con seres
al borde de acantilados y brazos y piernas desmembrados. Las pinturas
de Blanchard subyugan y sobrecogen a Claudia, que de niña asistió a
la retirada de los restos de una vecina, arrollada por un tren.
Eduardo ha dejado de pintar, pero, al conocer a Claudia y saber de su
pérdida, vuelve a tomar los pinceles y compone una serie de cuadros
basados en ese hecho.
La
rama que no existe es una historia dramática, gris, con
seres abocados a una felicidad endeble y efímera. El narrador,
Gonzalo, es un observador de la naturaleza de las marismas solitario
y prendado de un amor de ensueño. La vida no es, a menudo, como nos
gustaría que fuera. Eduardo está en la última etapa de su
existencia, y tampoco podrá ser el compañero definitivo de Claudia.
La presencia del tercer pretendiente, Óscar, es anecdótica y solo
sirve para despertar los celos de Gonzalo.
Sin
embargo, estos seres no se rebelan contra su destino, sino que lo
aceptan estoicamente, como ramas mecidas por el viento. Su relación
con Claudia es ese instante que siempre se recuerda y añora, y que
apenas es nada en el transcurso de una vida entera. Un momento
irrecuperable, e inmodificable. Sucedió así, duró tan poco, y no
se pudo cambiar.
Somos
prisioneros del tiempo. El amor perdura quizá, mas nosotros
desaparecemos, porque estamos de paso como esas aves migratorias. Lo
aclara Cernuda en el poema que inspira el título del libro:
“No
es el amor quien muere,
somos
nosotros mismos.
Inocencia
primera
abolida
en deseo,
olvido
de sí mismo en otro olvido,
ramas
entrelazadas,
¿por
qué vivir si desaparecéis un día?”
Ramas
entrelazadas, ramas que os juntáis y que os besáis, ramas
cómplices, ramas leales y desleales, ¿por qué vivís si luego vais
a dejar esta realidad? (Fue bonito, mientras duró).
Gustavo
Martín Garzo diseña un texto melancólico, una prueba y una
advertencia de que vivimos en un deseo permanente, y que alcanzar la
alegría es complicado; una alegría, en todo caso, breve.
Hay
un pasaje de la novela –una digresión, en realidad--
verdaderamente sublime, a la par que estremecedora. Está al final
del capítulo diecinueve, y se debe a Claudia, después de una noche
de amor: “Las sábanas estaban revueltas y sentí deseos de
llorar. Aquellos que habíamos sido esa noche dónde estaban, dónde
sus cuerpos tan bellos y locos. Y comprendí que nada de lo que los
hombres y las mujeres hacen cuando se acuestan juntos tiene que ver
con lo que son y hacen en sus vidas normales, que ningún camino hay
entre lo que sucede en esas camas donde se aman y el mundo al que
regresan al despertar.”
No
parece que seamos los mismos entre las sábanas, en el secreto de la
alcoba, cuando amamos, gozamos, retozamos, besamos, mordemos,
penetramos, gemimos, que al día siguiente, a plena luz del día.
Actuamos de manera distinta, según las convenciones sociales y el
trato educado y respetuoso. Nuestro yo erótico queda perdido entre
los pliegues, en la hondonada de sudor y de semen, los restos de la
batalla. Entonces, ¿quiénes somos en verdad? ¿Nos reconocemos, lo
podemos saber?
Al
comienzo del capítulo veinte se expande la digresión: “Me
pareció que el mayor enigma de la vida no era la muerte o el
sufrimiento sino la inasible felicidad. [En las canciones de alba
los amantes] no quieren que la noche termine, no quieren que
amanezca porque entonces tendrán que separarse y temen descubrir que
no podrán llevarse con ellos lo que encontraron en ese lugar secreto
donde durmieron juntos.”
La
novela tiene la calidad de la prosa poética de su autor, nada melosa
por otra parte, sino suave y sucinta. Queda algo estropeada por
escenas de pornografía barata, innecesarias para fijar lo que se
quiere contar. Hay una alusión directa a la corrupción de la
derecha española, como si en otros grupos del arco parlamentario
todo fuera ejemplarizante. También un guiño velado a una candidata
andaluza de un partido de izquierda, Teresa Rodríguez (capítulo
diez). No hay asomo de la vida académica ni de los problemas propios
de la docencia.
De
este relato nos quedamos con esa lección de vida, ese sorbo amargo
que muchos de nosotros hemos tenido que beber después del ponche.
©
Antonio Ángel Usábel, agosto de 2019.
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