Jane Eyre (1847), de Charlotte Brontë, ha sido llevada muchas veces al cine. Para el
título de mi crónica plagio, sin más, el de una de sus versiones más intensas y
celebradas, dirigida en 1943 por Robert Stevenson, y protagonizada por Joan
Fontaine y Orson Welles. Los firmantes de aquel guion eran Aldous Huxley, John
Houseman, Ketti Frings, Henry Koster, y el propio director.
Ahora, en Madrid, en el Teatro Español, el Teatre Lliure nos trae una nueva versión, para las tablas, dirigida
por Carme Portaceli y adaptada por Anna Maria Ricart. Aun quien haya leído
la novela original o haya visto las lecturas cinematográficas del texto, puede
disfrutar mucho de este montaje.
Conviene partir de unas palabras
clave dichas por la protagonista, cuando está siendo regenerada en Lowood, que
corresponden al capítulo VI de la novela: “Si
todos obedeciéramos y fuéramos amables con los que son crueles e injustos,
ellos nunca nos tendrían miedo y serían cada vez más malos […] Tenemos la obligación de devolver el golpe.”
Esta forma de pensar, temeraria, pues se aparta de la evangélica de amar al
enemigo, sorprende en una autora que era hija y esposa de clérigos. Charlotte
combatió el fanatismo religioso, así como la crueldad e hipocresía que anidaban
en él. Pero no era ninguna revolucionaria apartada de toda ética. Cuando Jane
Eyre (capítulo XXVII) medita sobre la posibilidad de hacer feliz a Rochester,
porque ha descubierto que su mujer vive, se impone a sí misma el alejamiento. No
puede pertenecer a un hombre casado. Entonces afloran las viejas máximas
bíblicas de si tu ojo te escandaliza, etc. Jane se pregunta a quién herirá si
permanece junto a Rochester y se hace su amante, y ella misma se contesta: “Me importo a mí. Cuanto más sola y
desvalida e indefensa me halle, más me respetaré. Voy a cumplir la ley dada por
Dios y aceptada por los hombres.”
Es el individuo puesto entre
espada y pared. Entre rebeldía tal vez pagana y sumisión al criterio común. Jane
no ha venido a cambiar el mundo; quizá tampoco a aceptarlo. Puede, sí, que a
sobrellevarlo del mejor modo posible. No es callada, no se resigna; se alza y
se defiende, pero no va ella a dictar unas nuevas normas que no serían
comprendidas ni valoradas por su sociedad. La libertad individual depende de
los ásperos límites que la civilización establece. No podemos ir por la vida
haciendo lo que nos da la gana. Otra heroína, Fortunata, de Pérez Galdós,
pagará las consecuencias de querer enmendar la plana a los más básicos
requisitos sociales.
La versión que nos ofrece en este
montaje Anna Maria Ricart está muy lograda. La primera parte, en el
reformatorio de Lowood, es la más endeble. La amistad con Helen, la niña que
muere de tuberculosis, no queda suficientemente trenzada. La acción sube muchos
enteros desde el momento en que Jane se cruza con Rochester por primera vez. Y
se consolida el interés con sobrada firmeza desde la aparición de la loca (espléndida
Gabriela Flores). Abel Folk compone un Rochester
simpático, mesurado, grato a la vista, nada huraño, frío o distante. La
veteranía de este actor lo vuelve en acierto imprescindible para la obra. Pepa López se sobreactúa cuando interpreta
a tía Reed, y mejora bastante cuando es el ama de llaves. Joan Negrié gana enteros como Saint John y no tanto en sus otros
personajes. Jordi Collet cumple bien
como Mason, el cuñado de Rochester. Magda
Puig es una maravillosa Diana. Y la protagonista, Jane, bajo
responsabilidad de Ariadna Gil,
resulta convincente, más en su dicción que en su expresividad. Su talle alto, pero
muy delgado, su tez pálida, contribuyen a crear el lado frágil de Jane. Su voz
firme, algo aguda, su parte indómita.
La escenografía, amplia pero
sobria, sin apenas mobiliario, en un gran salón blanco sobre el que se
proyectan árboles y Lunas cuando la acción lo requiere, están a cargo de Anna Alcubierre y Eugenio Szwarcer.
De nuevo son compañías catalanas
las encargadas de traer a Madrid el teatro de mayor calidad. Se demostró con Panorama desde el puente, de Arthur
Miller, en febrero de 2017, dirigida por Georges Lavaudant e interpretada por
Eduard Fernández y Mercè Pons (https://www.abc.es/cultura/teatros/abci-panorama-desde-puente-tragedia-sin-destino-dioses-201702100125_noticia.html)
O, en esas mismas fechas, Las bodas de
Fígaro, complejo, magistral y ejemplar montaje a cargo también de Teatre Lliure, con dirección de Lluís
Homar (https://www.abc.es/cultura/teatros/abci-bodas-figaro-beaumarchais-barbero-cuarenton-y-revolucionario-201702040155_noticia.html)
Recordemos que fue Adolfo Marsillach
quien notó que, terminando la década de 1960, se hacía ya mejor teatro en
Barcelona que en Madrid; más progresista, más innovador en su apuesta y
planteamientos. No es redundante que recobremos sus palabras: “Barcelona está viviendo un formidable
momento teatral […] Paradójicamente,
el nivel escénico de Madrid ha descendido muchísimo. Da la impresión de que
ambas ciudades han elegido –o se han visto obligadas a elegir—dos caminos
diametralmente distintos: más arriesgado y progresista el de Barcelona y más
convencional y conservador el de Madrid […] Quizá Madrid necesite llegar al punto cero de su calidad artística –no debe
de faltar mucho—para que se produzca la desesperada reacción que hubo en
Barcelona. Confiemos.” (Tan lejos, tan
cerca. Mi vida). Advertencia salida, no en vano esperemos aún, del fundador
del Centro Dramático Nacional y de la Compañía Nacional de Teatro Clásico.
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2018.