El Teatro de la Comedia, en colaboración con el Teatro de la Abadía, presenta ahora el montaje Celestina, adaptación de José Luis Gómez y Brenda
Escobedo. La dirección es responsabilidad del propio primer actor, José
Luis Gómez, quien se reserva el papel principal de la tragicomedia, esto es, el
de la vieja alcahueta. No es la primera vez (ni será, probablemente, la última)
que un actor hace de mujer. Recordemos el extraordinario trabajo dramático de José Luis López Vázquez en Mi querida señorita (1971), de Jaime de
Armiñán. Adela Castro no era una señora normal, porque sufría su conflicto de
identidad: siempre había creído –salvo por el afeitado y ciertas inclinaciones
varoniles—que era una mujer, nacida para ser casta y soltera en la vida. No
obstante, el trabajo del actor al interpretar este peculiar ente se veía
solventado mediante la impostura de la voz por el doblaje. Era Irene Guerrero
de Luna (1911-1996) quien doblaba a López Vázquez cuando este era Adela. La
misma actriz también puso voz a Norma Bates, la madre muerta de Norman, en el
nuevo doblaje de Psicosis (Alfred
Hitchcock, 1960), que encargó realizar TVE en 1979.
Pero en el teatro no valen los trucos
de doblaje. Ni tampoco son convenientes, ni adecuados, los micrófonos para
subir la voz. José Luis Gómez, entero profesional, descarta ambas estrategias
en este buen montaje suyo de la imperecedera obra del bachiller Rojas. Una obra
que tiene al individualismo, el egoísmo y el hedonismo como epicentro. En
verdad, el triunfo absoluto de La
Celestina (1499) sobre el tiempo se debe a que se centra en lo animal
necesario: el sexo. El sexo, las pasiones, los instintos, dominan la vida de
los hombres, para quienes no existen leyes más poderosas que las del gozo. “¿Cómo no gocé más del gozo?”, se
lamenta Melibea. Es decir, me quedé corta. Tan remisa ella a disfrutar al
principio, y tan volcada a la debilidad del cuerpo al final, una vez Calisto
muerto. Y junto al sexo simple de pareja, y por si supiera a poco, todas las
parafilias del mundo: bestialismo, voyeurismo, lesbianismo… “Lo de tu abuela con el simio, ¿hablilla
fue? Testigo es el cuchillo de tu abuelo” Fernando de Rojas se adelanta, en
más de trescientos ochenta años, a las anotaciones de Krafft-Ebing. La
naturaleza humana puesta al descubierto, sin tapujos, circunstancia que llevó a
comentar a Cervantes: “Libro a mi
entender divino, si encubriera más lo humano”. Humano demasiado humano: la
abuela de Calisto se consolaba con un simio; la vieja Celestina tenía una
extraña amistad con Claudina, bruja como ella, y madre de Pármeno; Celestina
achucha y palpa las lozanas carnes de Areúsa cuando se la ofrece a Pármeno; la
aguda maestra del deleite se queda a mirar mientras la parejita retoza; lo
mismo hace Lucrecia, la criada de Melibea, cuando su amita se junta con su
amado en el huerto (“¡Que me esté yo
deshaciendo de dentera y ella esquivándose porque la rueguen!”) A Calisto
no le importa; es más, lo celebra (“Bien
me huelgo que estén semejantes testigos de mi gloria.”) En cierto momento,
incluso Lucrecia intenta sumarse al festín: “Lucrecia,
¿qué sientes, amiga? ¿Te vuelves loca de placer? Déjale, no me le despedaces, no le trabajes sus
miembros con tus pesados abrazos. Déjame gozar lo que es mío, no me ocupes mi
placer.”
Así pues, y como decreta el
propio adaptador y director en el programa, “apología
de una única fe: el goce del día y su gasto, sin miras al paraíso.”
La versión que nos presenta José
Luis Gómez huye de la solemnidad y potencia lo lúdico y jocoso. Vemos a
Celestina y a sus acólitos reír y celebrar la vida y el placer de lo lindo.
Celestina es la gran maestra del placer: a cada uno da lo que más necesita o
desea. Como el genio de la lámpara. A los hombres, muchachas vírgenes, o con su
pulcritud remendada, pues no hay mayor satisfacción, consuelo y lujo que ir de
estreno. A las mozas, sus novios. A los bravos, parejas a docenas (“Quien estas os supo acarrear, os dará otras
diez ahora”). A las madres, blanco hilado. A las solteras, lejías para
dorar el cabello y colutorios para aclarar el aliento. Celestina está siempre ahí,
intuyendo lo que cada uno pretende, busca o anhela. Es una pensionista del
vicio. Así se gana voluntades y las tuerce a su favor. Como hace con Pármeno,
loquillo reticente, al procurarle a Areúsa. Pármeno, en esta versión, se parece
a uno de esos “graciosos” que luego crearían Lope o Tirso. Un ser frágil y
cómico, corporeizado excelentemente por Miguel
Cubero (quien, por momentos, nos trae a la memoria al gran José Luis
Ozores).
José Luis Gómez construye una alcahueta muy humana y convincente.
Su astucia mana con calculada y perfecta sencillez. No parece ponerse, ni estar
esta vez Celestina, muy por encima de los demás personajes. Le gusta ver,
palpar, sentarse a la mesa. Su voz es suavemente neutra: ni masculina, ni
totalmente femenina. Tiene un acento dialectal charro o extremeño, aspirando
las jotas y las haches. Congruente con el área de Salamanca, donde se supone
que nació la acción de la obra. El resto del reparto cumple con mucha dignidad,
especialmente, Diana Bernedo (Lucrecia), José Luis Torrijo (Sempronio), Inma
Nieto (Elicia), Marta Belmonte (Melibea) y Raúl Prieto (Calisto). Los
caracteres más flojos son los de los padres de Melibea, Pleberio (Chete Lera) y
Alisa (Palmira Ferrer). Areúsa necesitaría una presencia más notoria y menos
furtiva, aquí apenas esbozada por Nerea Moreno. Y hay una parte de su
parlamento que ha sido torpemente omitida, en cuanto a reafirmación de sí
misma: “Que jamás me precié de llamarme
de otrie; sino mía”. Areúsa no es ni de hombre ni de mujer (obsérvese el
ambiguo “otrie”, ni “otro” ni “otra”), pero quizá, si de alguien se considerara
–aparte de ella--, bien pudiera catar de ambas ambrosías.
La escenografía se reduce al
mínimo, casi un espacio vacío, con una escalera metálica y pasarelas a
diferentes niveles del suelo, por donde trasiega la compañía de actores en
cuadros de aleluyas para ñaque o gangarilla.
Naturalmente, la trama ha sido
acortada, para que la representación no exceda de dos horas y media, que es lo
que dura. El lenguaje, modernizado en lo posible, para no traicionar la pieza original.
El goce de Calisto y Melibea se reduce a una sola noche, la noche del pecado,
durante la cual se oyen ruido y voces ruanas y se provoca la fuga y la caída
fatal del apasionado caballero de la escala. Acto seguido, Melibea medita su
desgracia, la pérdida de su amo y señor, así como la deshonra de su casa, y se
suicida. Un velo sutil y purísimo cae desde lo alto del escenario. Melibea ha
muerto también. Solo queda el lamento de Pleberio.
Calisto se desnuca (producto del
azar, no de una venganza) antes de ver castigados a sus sirvientes, que van
luego a casa de Celestina y la matan a cintarazos (y no a estocadas, como en el
original). No están ni Tristán, ni Sosia, ni Centurio. Hay adversa Fortuna, y
toque de campanas mortuorias. No interviene la justicia. Alisa cae como
desplomada al conocer que su hija ha dejado de existir.
En definitiva, una recreación hasta
un punto eficaz de la obra de Rojas, consabida pero siempre actual y presente.
Una suculenta oportunidad, por supuesto, de ver al último de los grandes del teatro
español en un rol enorme y único.
© Antonio Ángel Usábel,
abril de 2016.