“Un poeta, contra el
estruendo y el dolor,
inventa la palabra”
(Leo Zelada)
Abril de 2016. La editorial Vaso
Roto publica el número 97 de su colección de Poesía: el libro de Leo Zelada (Braulio Rubén Tupaj Amaru Grajeda Fuentes, Lima,
1970) Transpoética.
Leo Zelada no es un autor cualquiera. Se toma la escritura muy en
serio, porque la palabra mágica y multicultural del vate circula por sus venas.
Leo, además, construye cultura, agita, anima y levanta el espíritu popular de
la Cultura de la capital. Como perfectamente recoge la contracubierta de su
libro, y en expresión de Emilio Porta, Leo “mueve Madrid”. Es uno de los
voluntarios encargados de recordar a la sociedad y al poder de que existen los
sentires y sentimientos, la conjunción sorprendente de lenguaje, mestizaje y mito,
por encima de lo material, lo lucrativo y tangible. Leo se perfila “ebrio de
poesía”, bohemio sin nómina, artista perdedor en una barraca de consumo,
“mendigo de metáforas”:
“—¿Qué profesión tienes?
--Poeta.
--O sea, te vas a morir de hambre.
--Al contrario, voy a aplacar tu sed.”
La voz de Zelada es la del
azabache, la del tugurio y el acantilado. Un grito cayendo en el abismo. Leo
respira y exhala versos, y ha llevado su alma peregrina por selvas, ríos y
llanuras de toda Latinoamérica. Es testigo de un mundo alucinado y alucinante.
En su mochila, el manifiesto lírico, áulico y magistral, para desnudar un
universo.
Zelada se afianza sobre la casta
de los malditos. Las proyecciones alambicadas y perezosas de Baudelaire y Poe,
como si el arte tuviera que estar permanentemente reñido con la masa: “Donde otros ven muchedumbres él ve una
enorme procesión de silencios”; esa gente “como reptiles bajo la sombra”. Parir versos, por amor y con dolor,
parece el sino del tocado por el ordenamiento deslumbrante de la lengua. Quizá
esta ausencia de permeabilidad dificulte transparentar todos los ámbitos de lo
concertado, y encasille al poeta en una ofuscación, en un exilio interior: el
del peregrino en su patria, y en cualquier patria. Lo suyo no es diletantismo,
sino más bien decadentismo voluntario: un encierro entre sus propias penumbras.
“La literatura me esperaba en casa”
(“Yo tengo encerrada en mi casa –por su gusto y el mío—a la Poesía”, que afirmó
Juan Ramón, añadiendo eso de “y nuestra relación es la de los apasionados”). “Un poeta se refugia en su cuarto…”; “Cuando escribo atravieso la noche…”; “En la soledad de mi cuarto… Odio al mundo
en este momento. Odio la noche. Odio los recitales de poesía. Me odio…”
Puede que el apartamiento concite el don salvador de la palabra: “No soy cordero. / No soy manada. / La
poesía es mi única patria / y su lenguaje / mi idioma universal.” Pues la
palabra poética redime: “Transformar el
dolor en belleza ese es el oficio del poeta.”
Como quería Juan Ramón, el poeta
recrea el mundo, lo reconstruye, no necesariamente partiendo de sus ruinas,
sino captando otra realidad, otra verdad que se nos escapa, como la arena entre
los dedos. “En el cuarto oscuro de un
poeta, / también existe la arena de la playa.” Su visión de Afrodita no es
la de una muchacha bella, sino su compañía, que nos relaja y embruja, y
entonces las estrellas del cielo “bajan a danzar” con uno, en místico y erótico
paroxismo.
El texto de Leo que abre el libro
–corto, a modo de haiku—dice “todas las
constelaciones / del universo caben en mi mano.” Leo obedece a Blake, sus Augurios de Inocencia:
“Para ver el mundo en un grano de
arena,
y el Cielo en una flor indómita,
estrecha el infinito en la palma
de tu mano
y la eternidad en una hora.”
[To see a
World in a Grain of Sand
And a Heaven in a Wild
Flower,
Hold Infinity in the
palm of your hand
And Eternity in an
hour.]
Hay un ente que libera el
encierro del poeta Leo y aminora su soledad: el mar. “Otra es la ola que luminosa acaricia mi espalda”; “Sobre la espuma del mar / el resplandor del
misterio.” El mar que es unitario y distinto, el manto de agua a veces
verde, a veces azul, a veces gris, que nos convoca, sacude la costa y se
desdobla en otro, y en uno mismo. El doble del poeta, por qué no, escribiendo
travesuras en universos paralelos.
En la huida del tumulto a la
orilla está ese sueño infantil de Antoine Doinel –alter ego de François Truffaut—en la secuencia final de Los cuatrocientos golpes (1959), un niño
abandonado por sus padres, que busca el mar para así sentirse libre.
En los límites de su sencillez, Transpoética es un libro para leer y
saborear varias veces, lleno de breves, pero con tres clásicos de la cumbre de
su autor: “Breve explicación de la poética a un hombre cualquiera”, “Dark
Poetry” y “Underground Poet”.
Seguramente Leo tiene la llave
del Infinito.
© Antonio Ángel Usábel,
septiembre de 2016.
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