Hace unos días, el jueves 03 de
septiembre, la prensa mundial recogía unas instantáneas estremecedoras: la
imagen del cuerpo inerte de un niño pequeño en la orilla de una playa turca. Se
llamaba Aylan Kurdi, tenía tres
años, y la inocencia de toda la esperanza del mundo, como es justo que lleven
los niños de su edad. Sin embargo, su vida no pudo ser. Se ahogó junto con su
hermano de cinco años, y su misma madre, al intentar alcanzar en un bote
hinchable la isla griega de Kos. El padre, que intentó agarrarles en el agua,
no pudo con ninguno, y los tres miembros de la familia perecieron.
¿Qué ha hecho ese niño –y muchos
como él—para terminar así? Nada. Solo haber nacido en un espacio sacudido por
el fanatismo, la intolerancia, la dictadura y la guerra contra quien no piensa
igual.
En la foto, Aylan parece un
muñeco roto. Conculcado su derecho a ser feliz, a vivir sus ilusiones con
normalidad. Medio mundo está muriendo al margen del otro medio. Cientos de holocaustos
se repiten a diario en los países en guerra. Los niños nacidos en esos países
quedan abocados a contemplar los horrores de la violencia, la tortura y el
crimen. No tienen una infancia fácil. Extraña crueldad la del azar que juega a
ponerles en esos sitios.
Europa está obligada a actuar con
rapidez, porque no hay excusa para mirar hacia otro lado, y cruzarse de brazos.
Los refugiados llegan en masa. Se agolpan en campos, en estaciones, en trenes y
autobuses. Huyen del azote del fanatismo. Como agudamente ha señalado el
presidente ruso Vladimir Putin,
Europa auspició muy alegremente la caída de los regímenes autárquicos de Libia
e Irak, sin pararse a pensar qué les iba a sustituir, y sin considerar que esos
líderes discutibles estaban conteniendo el avance de otras posturas peores.
Efectivamente, en muy pocos años, meses incluso, hemos asistido a la creciente
progresión bélica del radicalismo islámico por Oriente Medio, África y el
Magreb. Ya no están los caciques que erradicaban ciertas actitudes. El
fundamentalismo se ha aprovechado de la falta de un modelo de estado a seguir.
El Islam, por otra parte, no se está oponiendo con contundencia ni audacia a
los extremistas. Occidente teme intervenir. Europa no quiere implicarse en una
guerra total contra los fanáticos. Europa puede albergar ciertos principios
éticos, pero carece ya de la raigambre religiosa, casi ascética, que levantó
las Cruzadas, los templarios, los caballeros de Malta. A Europa el cristianismo
le importa ya poco. El laicismo se enseñorea del mundo occidental, y ya no hay
principios espirituales que alienten a la acción. Lo único que queda es el
compromiso ético, humanitario, si se puede decir que eso existe en democracias castigadas
por el rufianismo y la corrupción.
Un sacerdote se preguntaba en la
homilía del último domingo (06-09-2015): “¿Qué le pasa al mundo, que ni ve, ni
oye?” Cristo es quien abre los oídos a las palabras, y los ojos a la realidad
de los problemas de nuestros semejantes. Cristo sana, para a través del aliento
de su Espíritu, hacer hablar al corazón en favor de nuestros hermanos.
La inestabilidad económica, la
pérdida constante de puestos de trabajo, el empleo precario y esclavista, la
mano de obra barata, no favorecen un grado de implicación necesario y deseable.
La crisis global vuelve reservados a los mandatarios. Una Europa débil no
piensa en compromisos largos. Nadie desea la guerra, la escalada armamentista,
sino la buena y hábil diplomacia. Pero hay veces en que esta no basta, y se
debe actuar de otro modo. Quién diría que, siendo descreído este Viejo
Continente, haya de tornar a la guerra como en los tiempos del Viejo de la
Montaña, de Saladino y de las escuadras otomanas: para hacer frente a una
amenaza bajomedieval. O Europa deja de mirarse el ombligo y reacciona a tiempo,
o se verá sometida a un peligro insoslayable. El Islam es una religión de rápido crecimiento, el cristianismo decrece
(en parte, por falta de moral y desgaste, en parte por agnosticismos severos),
y dentro del primero dominan las facciones extremas, las de “los verdaderos
fieles creyentes”, que se quieren imponer sobre los musulmanes moderados. Hay
una guerra civil religiosa en el Islam, que de momento están ganando los
cortadores de cabezas. ¿Por qué esta tendencia, y no otra? Algunos de los que
patrocinan la yihad se han educado en Occidente, quién lo diría. Señal de que
no han quedado muy contentos con nuestra civilización. Algo estaremos haciendo
soberanamente mal aquí.
Mientras que cristianos y judíos
han aprendido a ser tolerantes con otras religiones, la tolerancia es aún una asignatura pendiente para el Islam. El
Islam ve a los seguidores de otros cultos como serios competidores. Los
musulmanes consideran a Abraham su padre fundador, el primer elegido por Dios,
que existió antes que judíos y cristianos, y no era ninguno de estos. Solo hay
una Salvación clara y firme: dentro del Islam; y quienes no se conviertan no
tendrán garantizada la vida eterna. Quienes renieguen tras su conversión,
aunque hagan buenas obras, no serán aceptados en el Paraíso y perecerán en el
fuego del Infierno. “Ciertamente, quienes
creen, hacen obras pías y se humillan ante su Señor, esos serán los huéspedes
del Paraíso; ellos permanecerán en él eternamente” (Corán, XI, 25); “[Quienes] hayan dado bien por mal, todos esos
tendrán la última morada” (Corán, XIII, 22). Ese dar bien por mal se
contrarresta con el concepto de “yihad” o guerra santa. Justa contra los
agresores y quienes practiquen la idolatría: “Combatid en el camino de Dios a quienes os combaten, pero no seáis los
agresores (…) La idolatría es peor
que el homicidio” (Corán, II, 186-187). “La
religión, ante Dios, consiste en el Islam” (Corán, III, 17). Con los judíos
que no deseen convertirse, habrá, sí, solo comunicación (ibíd., III, 19). Aquellos
que combatan en la senda de Dios, ya perezcan o resulten vencedores, se
llevarán una enorme recompensa (ibíd., IV, 76). Aunque el Corán se refiere a
Jesús como nacido de María virgen, por obra de Dios y sin intervención humana,
lo considera solo un profeta, un justo. Con su predicación vino a cumplir la
ley del Pentateuco; hizo muchas curaciones milagrosas, resucitó a los muertos,
y tendrá un puesto destacado en el Juicio Final (v. Corán, III, 37-52) Sin
embargo, el Corán advierte que los cristianos adoran a Jesús, un hombre como
Adán, y creado del polvo como él. Es decir, sustituyen el culto a la
personalidad de Jesús-hombre, por el único y verdadero culto a Dios-ente
absoluto. Lo cual supone, en cierto modo, una idolatría, pues se reza al
Mensajero en vez de al único Dios Creador. Merece la pena transcribir el pasaje
coránico: “Los judíos dicen: Uzayr es
hijo de Dios. Los cristianos dicen: El Mesías es hijo de Dios. Esas son las
palabras de sus bocas: imitan las palabras de quienes, anteriormente, no creyeron.
¡Dios los mate! ¡Cómo se apartan de la verdad! Han tomado a sus doctores, a sus
monjes y al Mesías hijo de María, por señores, prescindiendo de Dios: no se les
había mandado más que adorar un Dios único. No hay Dios sino Él, ¡loado sea!”
(Corán, IX, 30-31). A continuación, el texto descalifica a doctores y monjes
como simoníacos cegados por el oro y la ambición.
En el mundo es justo que haya
cabida para múltiples creencias, y que todas se respeten mutuamente. Incluso
que, ecuménicamente, intenten construir proyectos solidarios en común. Eso es lo
gozoso, lo ideal. El problema viene cuando una creencia –o una interpretación
de la misma—batalla contra las demás, porque piensa que no tienen derecho a
existir. Esa posición belicosa la emprende incluso contra testimonios de
culturas pasadas. Contra ruinas y cementerios, como si de las tumbas fueran a
brotar los viejos guerreros con la idolatría en sus yelmos y corazas. En la distopía
levantada por Orwell se vigila el
pensamiento (hay una policía para ello), se destruye la Historia (para que no
determine el presente) y se tortura o extermina al opositor. Parece una guerra
de una esfera gris contra una plaga de cucarachas. El radicalismo de una fe
concreta impone por la fuerza y el terror la dictadura. Estamos en el periodo
álgido de la tecnología y la informática, de los cruces informativos, donde
puede haber un lugar para las estrategias del corazón, y sin embargo, las ventajas
se desperdician y desperdigan. El hombre no aprende a hacer un mundo mejor. Se
equivoca siempre la paloma, se extravía, se pierde.
La escritora y periodista
italiana Oriana Fallaci, ya
fallecida en 2006, argumentaba que Europa había perdido “su rabia y orgullo”
contra un Islam ofensor. Es decir, era clara partidaria de levantar empalizadas
infranqueables. En la misma línea se posiciona hoy Salman Rushdie, que habla del surgimiento de nuevos estados
teocráticos y de la timidez de Occidente al no reaccionar. Occidente intenta
“contener” en vez de “derrotar”. Para Rushdie la crueldad inusitada esgrimida
por los atacantes está logrando su objetivo: sembrar miedo y agarrotar los
brazos. El sádico cuenta con que nunca se va a obrar contra él del mismo modo,
pues el principio cívico proscribe ciertos métodos. En consecuencia, el sádico
aprovecha ese margen de ventaja que le dan los reparos o escrúpulos del
oponente.
Mientras, niños muertos, niños
difuntos, y personas inocentes que caerán bajo las bombas de uno y otro bando.
Lo que más encoge el corazón es
ver un niño muerto. Aplastada su inocencia, traicionada su alma infantil y pura
por la violencia cobarde. Es como perpretar una fechoría contra los dulces
jilgueros y petirrojos de un vergel. Esconder un explosivo en una pelota,
sabiendo que es el juguete irresistible de un pequeño. O en un peluche, donde
la criatura busca la suavidad del cariño. Mentes enfermas que convierten el
mundo en un infierno, en un paraje desolador.
Pienso en Aylan Kurdi, cuando su
padre le indicó que se subiera a esa balsa frágil. Las preguntas que se haría,
que quedaron sin responder. La confianza con la que quizá se acurrucó junto a
su hermano de cinco años. El frío de la noche circundando el esquife, la plena
oscuridad…, el drama del hundimiento, sus últimos minutos flotando en el mar,
gritando, llorando, llamando a sus padres, y finalmente engullido por el agua y
asfixiado por ella.
La única alegría que cabe llevarse Aylan Kurdi, y todos los niños muertos como él, es ver, desde la dimensión desconocida, que su tragedia no ha sido en vano, y que los hombres de buena voluntad se unen para evitar que hechos así se repitan.
Que Dios los acoja en su seno,
que nos ayude a mejorar, y que no acabe harto (yo lo estaría ya) de esta
Humanidad vil y salvaje.
© Antonio Ángel Usábel,
septiembre de 2015.
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