Con gran pesar e indignación recibo
la noticia, publicada por El País
(03-04-2013) de que la Diputación de
Jaén ha desposeído de un premio literario a la novela del escritor Javier Ochoa, Nunca te quise tanto
como para no matarte, por quebrantar según ellos el principio de igualdad
entre géneros.
Volvemos, se ve, a los tiempos
inquisitoriales, en que, desde el poder, se violentaba la libertad creadora de
los autores y se decidía qué se podía difundir y qué era peligroso. Parece
mentira.
El autor al escribir crea, y lo
hace para someter su propuesta creativa a los lectores, quienes en primera y
última instancia son los que deben valorar y sopesar lo escrito. No los
políticos ni las “autoridades” en el ejercicio de su cargo. En teoría estamos
en una sociedad libre, donde se pueden manifestar opiniones. Un escritor no
puede –ni debe—escribir “al dictado” de una determinada facción, ni estar
pendiente de si lo que escribe obtendrá la aprobación, el nihil obstat, de cada ejecutivo del Estado.
Este caso del tercer milenio
recuerda la persecución sufrida en el siglo XIX por autores como Gustave
Flaubert y Charles Baudelaire, por atentar presumiblemente contra la moral y la
decencia públicas.
La Literatura tiene la virtud de
lanzar preguntas, de crear debates sobre cuestiones puntuales y candentes en
cada época. Esta es una parte fundamental e interesante de ella, y no hay por
qué cercenarla. No hay razón para abotargar el pensamiento. Un libro, a
diferencia de una pintura o de una escultura, no se exhibe, no queda expuesto a
la mirada de todos. Lo lee quien lo quiere, seducido por su contenido. No
violenta ningún derecho individual.
No hay libro malo que no enseñe algo bueno, sentenció Cervantes
siguiendo al oculto creador inteligentísimo de Lázaro de Tormes. Y este, a
partir de fuentes clásicas.
Al parecer, la novela de Javier
Ochoa, después del fallo favorable del jurado, fue sometida al examen de unos “técnicos
en igualdad”. Estos “analistas expertos” debieron de determinar que el
contenido no cumple por los parámetros estipulados por la Diputación en el
capítulo de igualdad de género. Digo “debieron de” porque al autor no le han
contestado para darle explicaciones. En el jurado, que eligió la obra como
ganadora, había, entre otros miembros (y miembras),
una doctora en Literatura, una profesora de la misma materia, y un teólogo.
Este hombre se ha quedado a
cuadros por tamaña decisión censora. Máxime cuando retiró la obra de otro
concurso en Córdoba para no incurrir en incompatibilidades.
Las bases del premio no
establecían reglas sobre condiciones argumentales. Ni tienen por qué, salvo que
se trate de un premio relacionado con una temática concreta fijada previamente.
Absurdo, inverosímil, kafkiano,
terrorífico a la manera de manía persecutoria de Fernando de Rojas, acosado autor
converso de La Celestina (1499).
Léase a Stephen Gilman (La España de
Fernando de Rojas, 1972, 1978), cuando habla de la autoconciencia adquirida
como impulso creador. Son los problemas que aquejan a un intelectual, o a una
sociedad, los que estimulan mayormente la creatividad. En la circunstancia de
Rojas, y en estimación de Juan Goytisolo, “el
‘cuento de horror’ que le ha referido la sociedad se convertirá en esta
admirable ‘historia de horror’ que es, a fin de cuentas, La Celestina”. Hay
obras artísticas y literarias que gritan ¡aquí pasa algo! La literatura de
tesis, de denuncia, nunca está de más si es al mismo tiempo versátil,
polifónica, polisémica. Si hay cuerpo, sangre, vida y carácter en sus
personajes y se rehúye el simple estilo panfletario. Galdós evolucionó de
maravilla en las novelas de su segunda época, las llamadas de Madrid o contemporáneas.
En ellas, más que su voz narrativa, habla el personaje por sí mismo, libre e
independiente, disgregado de su autor. Es este un sutil punto de maestría muy
difícil de conseguir.
Por favor, que se dejen los políticos elegidos por la soberanía popular
de ejercer de censores de la imaginación creadora.
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