“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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jueves, 4 de abril de 2013

Censura política de obras literarias.


Con gran pesar e indignación recibo la noticia, publicada por El País (03-04-2013) de que la Diputación de Jaén ha desposeído de un premio literario a la novela del escritor Javier Ochoa, Nunca te quise tanto como para no matarte, por quebrantar según ellos el principio de igualdad entre géneros.

 
Volvemos, se ve, a los tiempos inquisitoriales, en que, desde el poder, se violentaba la libertad creadora de los autores y se decidía qué se podía difundir y qué era peligroso. Parece mentira.

El autor al escribir crea, y lo hace para someter su propuesta creativa a los lectores, quienes en primera y última instancia son los que deben valorar y sopesar lo escrito. No los políticos ni las “autoridades” en el ejercicio de su cargo. En teoría estamos en una sociedad libre, donde se pueden manifestar opiniones. Un escritor no puede –ni debe—escribir “al dictado” de una determinada facción, ni estar pendiente de si lo que escribe obtendrá la aprobación, el nihil obstat, de cada ejecutivo del Estado.
Este caso del tercer milenio recuerda la persecución sufrida en el siglo XIX por autores como Gustave Flaubert y Charles Baudelaire, por atentar presumiblemente contra la moral y la decencia públicas.
La Literatura tiene la virtud de lanzar preguntas, de crear debates sobre cuestiones puntuales y candentes en cada época. Esta es una parte fundamental e interesante de ella, y no hay por qué cercenarla. No hay razón para abotargar el pensamiento. Un libro, a diferencia de una pintura o de una escultura, no se exhibe, no queda expuesto a la mirada de todos. Lo lee quien lo quiere, seducido por su contenido. No violenta ningún derecho individual.
No hay libro malo que no enseñe algo bueno, sentenció Cervantes siguiendo al oculto creador inteligentísimo de Lázaro de Tormes. Y este, a partir de fuentes clásicas.
Al parecer, la novela de Javier Ochoa, después del fallo favorable del jurado, fue sometida al examen de unos “técnicos en igualdad”. Estos “analistas expertos” debieron de determinar que el contenido no cumple por los parámetros estipulados por la Diputación en el capítulo de igualdad de género. Digo “debieron de” porque al autor no le han contestado para darle explicaciones. En el jurado, que eligió la obra como ganadora, había, entre otros miembros (y miembras), una doctora en Literatura, una profesora de la misma materia, y un teólogo.


 Este hombre se ha quedado a cuadros por tamaña decisión censora. Máxime cuando retiró la obra de otro concurso en Córdoba para no incurrir en incompatibilidades.
Las bases del premio no establecían reglas sobre condiciones argumentales. Ni tienen por qué, salvo que se trate de un premio relacionado con una temática concreta fijada previamente.
Absurdo, inverosímil, kafkiano, terrorífico a la manera de manía persecutoria de Fernando de Rojas, acosado autor converso de La Celestina (1499). Léase a Stephen Gilman (La España de Fernando de Rojas, 1972, 1978), cuando habla de la autoconciencia adquirida como impulso creador. Son los problemas que aquejan a un intelectual, o a una sociedad, los que estimulan mayormente la creatividad. En la circunstancia de Rojas, y en estimación de Juan Goytisolo, “el ‘cuento de horror’ que le ha referido la sociedad se convertirá en esta admirable ‘historia de horror’ que es, a fin de cuentas, La Celestina”. Hay obras artísticas y literarias que gritan ¡aquí pasa algo! La literatura de tesis, de denuncia, nunca está de más si es al mismo tiempo versátil, polifónica, polisémica. Si hay cuerpo, sangre, vida y carácter en sus personajes y se rehúye el simple estilo panfletario. Galdós evolucionó de maravilla en las novelas de su segunda época, las llamadas de Madrid o contemporáneas. En ellas, más que su voz narrativa, habla el personaje por sí mismo, libre e independiente, disgregado de su autor. Es este un sutil punto de maestría muy difícil de conseguir.
Por favor, que se dejen los políticos elegidos por la soberanía popular de ejercer de censores de la imaginación creadora.
 

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