“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

En este país...

domingo, 13 de enero de 2013

Un aroma de seducción.


Cada novela nueva de esta modesta autora es un regalo para los sentidos. Blanca del Cerro ha publicado en octubre de 2012 Y le regaló un jazmín, en Ediciones Hades. Su narrativa es siempre un cuento moral, sin ningún sentido peyorativo hacia el concepto, sino en la buena tradición de la literatura didáctica medieval o de la ficción ilustrada del XVIII. Se puede “enseñar deleitando”, plantear conflictos éticos interesantes tamizados por una prosa elegante, poética, impresionista, de ensueño, fina y delicada como el cristal de Murano. Es más, nuestra sociedad de hoy, tan perdida, tan extraviada, tan alejada de valores constructivos está muy necesitada de este tipo de propuestas.



Ya don Benito Pérez Galdós, en su obra cumbre, Fortunata y Jacinta. Dos historias de casadas (1887), sugería la posibilidad de que el futuro del progreso ético humano pasara por una alianza: el pueblo bajo y la alta burguesía señorial se necesitan mutuamente para caminar hacia una sociedad más justa y estable. Fortunata muere, y deja su retoño a la infértil Jacinta, quien lo toma a su cuidado como si fuera su hijo, con amor de madre. Ese niño crecerá sano y fuerte, rodeado de los lujos con que nunca hubiera podido soñar. Podrá estudiar idiomas, viajar al extranjero, ir a la universidad. Como antes se solía decir, “ser un hombre de provecho”, en definitiva. Sí, es verdad, con bondad el destino se puede cambiar.

Blanca, en su relato, diseña una alianza parecida. Lobito es un niño de doce años que no ha tenido la suerte de nacer en el palacio de las comodidades. Su madre, muy delicada de salud, es limpiadora, y su padre, es un buscavidas que vende lotería clandestina en un bar. Viven en una barriada humilde, separada de un centro financiero y de urbanizaciones pudientes por un amplio parque, el de la Loma. Allí va todos los días Lobito a charlar con sus amigos, pero no los de su edad, sino mucho más crecidos: un cartero, los jardineros y las prostitutas. Cierto día cruza por su lado una fascinante “ejecutiva ejecutora”, Lorena, que gasta un aroma de jazmines. El crío se prenda del perfume y de la mujer. A partir de ese momento, se propone conocerla. Y lo consigue. Un día se planta ante su puerta con un ramo y el duende de la seducción cambiará sus vidas para siempre.

Este es un libro de amistad y de compromiso a través del tiempo, entre una joven triunfadora individualista que nunca soñó con ser madre y un chaval tierno necesitado de apoyo y cariño. Una lección de amor, que es lo auténtico que podemos dar sin límites a las personas de nuestro entorno, y el único don apacible que no decrece con la muerte, pues pervive con fuerza en el recuerdo.

Estoy pensando ahora en historias parecidas, como 84 Charing Cross Road (1970), la amistad durante dos décadas entre Helene (Hanff, la autora) y Frank (Doel), ella neoyorquina, él británico; la lectora y su librero ligados por la correspondencia y las apreciaciones sobre los libros. El idealismo de la novela de Blanca recuerda a películas como Cadena de favores (Pay It Forward, Mimi Leder, 2000), basada en un best-seller de Catherine Ryan Hyde, que habla de que hacer el bien a los demás es lo que más llena por dentro. Por su parte, el lado sórdido de un padre perdido y borracho, que apenas se centra en su hijo, puede estar inspirado por Bibiana y su mundo (1985), de José Luis Olaizola, un clásico ya de la literatura juvenil.

En cualquier caso, Blanca tiene la virtud de escribir para todas las edades, grandes y pequeños. Su prosa poética, evocadora del modernismo simbolista, está cuajada de símiles e ingeniosas apreciaciones metafóricas, que solo he visto utilizar con decoroso acierto en otros tres casos: Stephen Crane (La roja insignia del valor, 1895), Ramón Mª del Valle-Inclán (Sonatas, acotaciones en sus Comedias bárbaras y en Luces de bohemia) y Arturo Uslar Pietri (Las lanzas coloradas, 1931). Sirvan, a manera de muestra, las siguientes citas: “París es una especie de perla que brilla en medio de una marea de somnolencias y sueños tristes. París es una fábula oculta” (p. 60); “La mañana era muy clara y muy brillante, con puntitos de luz saltando por el cielo azul, como si fueran enanos diminutos buscando algún lugar donde esconderse” (p. 74); “El aire encerraba una especie de sabor gris que parecía tocarte con unos dedos un poco pringosos” (p. 119); “Una mujer de mediana edad [que] parecía fabricada de vendavales” (ibíd.).

A pesar de ser un cuento bonito, Y le regaló un jazmín guarda el sabor agridulce de la tragicomedia, porque el destino de Lobo tiene mucho que ver con el drama que persigue hoy en día a muchos padres no amados por sus esposas, e incluso despreciados y maltratados por ellas. El  de muchas mujeres mimadas e inmaduras, que no saben lo que quieren en la vida, y se llevan por delante, en su irresponsable confusión, a los inocentes. Hace muy bien Lorena con no casarse nunca, pues no está preparada para compartir su vida en serio con ningún hombre. Su perfil egoísta, y hasta hedonista, con miedo acérrimo al compromiso firme por inmadurez, cede sin embargo a una solución de madre soltera, brillantemente eficaz.

¿Qué defectos tiene esta novela de Blanca? Evidentemente, desprende algunos: no acierta a separar adecuadamente las voces y los pensamientos de los dos personajes centrales, un niño y una mujer. Ambos piensan y recrean lo pensado por igual, sin diferencia de matices. Lobo no se expresa ni ordena su mente como un colegial de nuestro momento, sino como un adulto. Lobo no se relaciona con niñas de su edad, ni lo vemos jugar con compañeros de estudios. No existe presencia del universo infantil y adolescente en la novela de Blanca, como tampoco cabía el mundo universitario en La Regenta (1884), de “Clarín”. Los amigos adultos de Lobito, por otra parte, contribuyen demasiado fácilmente, y sin reparos, a hacer realidad su sueño. En especial, Félix el cartero. En este apartado, el argumento flojea y se vuelve poco creíble.

Blanca del Cerro demostró ya poder de maestría en su anterior novela, Soy la Tierra (2010), de trama ecologista, y donde pergeñó unas relaciones familiares esmeradamente trazadas, de hondo calado en los lectores. Ahora repite con esta hermosa lección moral. Blanca se merece una creciente fortuna y magnánima presencia en el panorama editorial en español.

viernes, 4 de enero de 2013

Catalanismo.


¿Se puede amar incondicionalmente una región sin por ello perderse la riqueza de otras? Pereda lo consiguió: amaba la Montaña y a los montañeses, pero también lo castizo madrileño encarnado en un canario como Galdós. Varias regiones reunidas forman un país, nación o estado. Una unión que se mantiene por siglos y que conforma la idiosincrasia de una sociedad, con sus costumbres y formas de vida. Yo, siendo madrileño de nacimiento, puedo sentirme, en mi paseo por las Ramblas, tan catalán como un ampurdanés. Del mismo modo, acabada la cena, un barcelonés puede sentirse plenamente gatuno en su vuelta por el Retiro o por Cascorro. Esta es la suerte de compartir un mismo país y destino. Quien esté pensando en trocar esta suerte, es un irresponsable, porque la unión hace la fuerza y permite a los grupos humanos sobrevivir y prosperar en el tiempo.



 Ahora bien, es menester saber conservar y proteger la riqueza que hay en la diversidad: las distintas lenguas, las fiestas locales, las tradiciones culturales, los ritos. Pero desde la consideración de un patrimonio común, de todos, incluso internacional. No debe ser el bien común estandarte parcial de unos pocos. Las veces que yo he visitado Barcelona –ciudad única, hermosísima y excepcional-- me he sentido como en casa, plenamente realizado, tranquilo y a gusto. Sufrí allí cierto día un pequeño percance peatonal, y fui atendido en el Hospital Universitario de maravilla. Amo Cataluña y lo catalán y entiendo el catalanismo como lo define el DRAE (22ª ed.) en su segunda acepción, desprovisto de ribetes políticos o ideológicos, que es como creo que debe entenderse: “Amor o apego a las cosas características o típicas de Cataluña”. Puedes amar lo catalán, como puedes amar lo vasco, o lo gallego o lo cántabro, o lo jerezano, o emocionarte escuchando el himno de la Comunidad Valenciana, el más conmovedor y bello que tenemos los españoles. Y con ello, no me siento menos madrileño o santanderino, pero sí desde luego más español.

Desde ciertos ámbitos sectarios no se entiende esta determinación de catalanismo, y se empaña el término con connotaciones fuertemente nacionalistas. Voy a un diccionario como el María Moliner, en su segunda edición, revisada por la autora, y leo en la tercera acepción de catalanismo: “Tendencia política hacia la independencia de Cataluña”. Igualmente, si consultamos el de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos (Diccionario del español actual), en su tercer concepto se aprecia: “Doctrina que preconiza la autonomía para Cataluña”. ¿Autonomía? Bien, ya la tienen. ¿O no? Todos podemos disfrutar de autonomía sin dejar de pertenecer por ello a nuestro país. Ese fue el objetivo --y quizás el logro-- de los padres constitucionales, entendido como expresión de riqueza, y no como alternativa de pobreza. La autonomía no quiere decir, ni comporta ni conlleva nacionalismo. María Moliner entiende el nacionalismo como una “intensa devoción por el país propio, que llega a veces al exclusivismo, que se manifiesta en el afán por su grandeza y, especialmente, por su independencia en todos los órdenes. Puede constituir una doctrina, partido o sistema político”. Pero ni Cataluña es un estado, ni Madrid, ni Andalucía o Canarias. Todas son partes de un país. El tiempo de los Reinos de Taifas debería haber pasado ya. El nacionalismo es un brote romántico, una invención libre de los orígenes de un territorio. El nacionalismo se construye con mitos, no tanto con hechos. Este año se conmemora el año Wagner, que fue un nacionalista absoluto que forjó sus óperas sobre los mitos fundacionales del espíritu germánico. Hitler, apasionado de esas leyendas consanguíneas tanto o más que Luis II de Baviera, se veía como un nuevo Rienzi llamado a resucitar de sus cenizas al pueblo alemán y acaudillarlo contra una aristocracia inútil y parásita. Se llevó el manuscrito de la obra al búnker, y con él ardió.


El nacionalismo es expresión de un afán de megalomanía y de caudillismo rotundos. Es también heredero del caciquismo de casino provinciano. Virus cortijero y separatista. Lo opuesto al cosmopolitismo de un hombre de bien. El nacionalismo es padrino del fanatismo intolerante. Se construye sobre los cimientos de una mentira. Es lo contrario al patriotismo, que defiende, entre tantos cuentos, algunas realidades históricas.
Franco, que era autoritario pero no tonto, dejó anotado en su testamento político de despedida de los españoles: Mantened la unidad de las tierras de España exaltando la rica multiplicidad de las regiones como fuente de fortaleza en la unidad de la Patria. Esto es lo que parece que no quieren buscar ni hacer los señores que gobiernan. No entienden que haya diversidad dentro de la unidad. Los franceses sí lo han comprendido siempre, y los alemanes, y los italianos, y los británicos.
Para concluir, reproduzco a continuación un honesto artículo de un catalán, hombre inteligente, Josep Savalls i Vila, que descubre lo imaginario sin tapujos y pone las cosas en su oportuno sitio: