“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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jueves, 6 de abril de 2023

La aventura épica del Opus Dei.

Estos días de Semana Santa he concluido la lectura del ensayo de Carlos Javier Morales Alonso, Breve historia del Opus Dei. Una institución moderna de la Iglesia católica (Madrid, Alianza Editorial, 2023, Col. “El Libro de bolsillo”, H111). Me cabe la dicha de contar, desde hace muchos años, con la amistad de este buen poeta y prolífico ensayista, miembro numerario del Opus Dei, y, por tanto, conocedor del tema desde dentro.


Yo no soy miembro de esta prelatura personal -hasta el momento, la única autorizada como tal por el Vaticano-, a pesar de que varias veces, en mis años universitarios, se me invitó a acercarme a ella, e incluso a participar en sus retiros espirituales. Mi talante de creyente, pero librepensador, me llevó a seguir siendo simplemente cristiano, sin adscripción a ningún colectivo. Pero parto mi comentario sobre este libro de una premisa: el carácter plenamente legítimo de ser del Opus Dei, puesto que pertenecer a esta institución es un acto voluntario, y no algo forzado. Se hace de la Obra el que lo desea, sin más. Y una vez dentro, también quien lo prefiere, puede salirse, aunque, cuantos más años se sumen de pertenencia, más vinculación se tiene y más “presión moral” se sobrelleva. Porque no es lo mismo vivir dentro del Opus, que fuera de él. Hay una serie de pautas de comportamiento y de conducta, públicos y privados, que un miembro del Opus está obligado a observar. Si se es del “círculo selecto”, el de los numerarios, la vida es muy parecida a la de un sacerdote: castidad, austeridad, obediencia. A ello hay que añadir la labor de “apostolado” (término recogido en este libro de Carlos Morales). Por “apostolado” habría que entender dar a conocer el mensaje de Cristo Jesús a quienes no lo conocen, o bien viven al margen de él. Es decir, una acción “evangelizadora”. La cuestión es si dentro de la Obra se trabaja, simplemente, en favor del cristianismo católico, en general, o si se busca hacer nuevos miembros de la prelatura, o sea, una labor de proselitismo, entendido (así anota el DRAE) como celo de ganar prosélitos, o partidarios de una causa, grupo o facción. Desde sus comienzos en 1928, la Obra ha buscado crecer, expandirse, y una de las consignas de ejecución obligatoria de su fundador era captar nuevos partidarios suyos. Primero, simpatizantes, y en seguida, nuevos numerarios.

¿Es el Opus Dei una “Iglesia paralela”? No. El Opus Dei no es “otra Iglesia” dentro del catolicismo, ni puede que lo pretenda ser nunca. Más bien sirve hoy de auxilio a una Iglesia depauperada y en crisis de vocaciones, de respuestas a muchas preguntas, y de alternativas. A fines de diciembre de 2020, el número de católicos reconocidos en el mundo estaba en 1.359 millones de personas, mientras que, en 2016, la cifra de miembros del Opus era de apenas 93.000, lo que supone un 0,006840 % del total de católicos. Una cantidad nimia. Eso sí, con casas de acogida, centros y representación en muchos países, ahora, incluso, de la Europa del Este. El número de clérigos del Opus es de 2.300, una cantidad más o menos estable en los últimos años, y que no ha descendido de los 1.800.

¿Es el Opus Dei un “grupo de presión”? Evidentemente, entre los numerarios de la Obra hay abogados, políticos, banqueros, jueces, periodistas, economistas, arquitectos, ingenieros, profesores universitarios… gente en la escala alta de la sociedad de un país. Pero también hay personas sencillas, sin autoridad específica, y que no han medrado, ni se han visto favorecidos, por el hecho de ser fieles al pensamiento del fundador. La capacidad de presión de la Obra, sin negar que exista, puede no ser la que a veces se ha supuesto. Durante los años del segundo franquismo, el del acercamiento a la ONU, a Europa, y a los Estados Unidos, el Opus sirvió de alternativa a la Falange, una ideología autoritaria anclada en los fascismos de los años veinte y treinta del pasado siglo. Los “tecnócratas” del Opus Dei fueron llamados a sucesivos gobiernos de la dictadura, por ser gente muy capacitada para desarrollar una economía liberal, aperturista, de no intervención, que atrajera capitales extranjeros y modernizara España. Fue el famoso “Nos han hecho ministros”, que se dice que pronunció entre sus allegados el fundador. A la par de la nueva política económica, los españoles que habían emigrado a Alemania, Suiza, Francia, Bélgica, Holanda, y otros países europeos, enviaban ayuda a sus familias de aquí, con lo cual la entrada de dinero resultó elocuente. Durante los años de democracia, en los gobiernos del Partido Popular ha existido también presencia sustancial de miembros del Opus.



¿Cómo, por quién y cuándo se fundó el Opus Dei? La “iluminación” divina para poner en marcha un instituto laico vinculado a la fe cristiana católica la tuvo San Josemaría Escrivá de Balaguer, un 2 de octubre de 1928, en la casa de los Padres Paúles de la calle García de Paredes, de Madrid, junto a la iglesia y clínica de La Milagrosa (casualmente, donde yo nací). Después de celebrar la misa, en su aposento, el P. Escrivá, de tan solo veintiséis años, vislumbró “una actividad espiritual de alcance universal basada en la santificación de las tareas profesionales y de todas las demás ocupaciones humanas” (v. pág. 48). Materializar todo aquello no iba a ser tarea ni simple, ni fácil, sino titánica, épica. No se tenía la varita mágica del hada madrina de Cenicienta para, de la noche a la mañana, dar vida a la institución. Escrivá era un simple sacerdote, con formación en Derecho, que de niño había seguido unas pisadas en la nieve, que le habían llevado a un convento, como premonición de su vocación futura. Escrivá pensó, en principio, en jóvenes laicos dispuestos a llevar una vida consagrada, pero, en febrero de 1930, abrió el abanico a las mujeres, consciente del enorme potencial y buen talante de estas para la organización y disposición de los servicios. Eso sí, eligió a personas con una buena formación cristiana y cultural, obedientes, fieles a él, y con completo espíritu de entrega y sacrificio a una causa. Los hombres y las mujeres de Escrivá siempre estuvieron dispuestos a hacer lo que fuera, a remover Roma con Santiago, y marchar donde fuera, para sacar ese proyecto de vida cristiana adelante. Esa fue la clave del éxito de la consolidación y expansión de la Obra. Escrivá tuvo mucha suerte (o la Gracia de Dios) con dar a tiempo con el personal idóneo, aunque no fueran pocos los peces que se le escapaban al principio. Lo importante fue que, en las redes de este pescador de hombres y mujeres, quedaron muchas vocaciones buenas comprometidas, enredadas, y que el proyecto, en principio, de academia cristiana de estudios de abogacía y arquitectura, fuera creciendo hasta el rango de instituto secular de la Iglesia católica. La cantidad de favores, de donaciones, de préstamos a bajo o nulo interés, para conseguir locales, material, cubrir gastos, etc., en un momento muy convulso para la Historia de España como fueron los treinta del siglo XX, con la II República, la quema de iglesias y conventos, la persecución religiosa por parte de anarquistas y comunistas, el parlamentarismo falso y sectario que acabó con la concordia y el entendimiento entre españoles, y la llegada del duelo a garrotazos a partir de julio de 1936.

Escrivá tuvo mucha más fortuna que el P. Pedro Poveda, ajusticiado por “rebelde faccioso” junto a las tapias del cementerio de La Almudena. También el P. Poveda creó un instituto laico de enseñanza pública, pero de orientación católica, que fue reprimido por los intolerantes de izquierdas. Él no escapó a Burgos, como hizo Escrivá, vía Pirineos. No le dio tiempo, ya que lo identificaron pronto y lo detuvieron, siendo fusilado el 28 de julio, a muy pocos días de iniciado el conflicto civil.

En el texto de Carlos Javier Morales, de increíble pulcritud y amenidad, se cumple por doquier aquella máxima, atribuida hoy a cierto guerrillero: “Seamos realistas: hagamos lo imposible”. Vemos desfilar a personas rendidas al espíritu de lucha de Escrivá: reparando y acondicionando inmuebles, comprando enseres de segunda mano, viajando por España, sacando tiempo y fuerzas de donde no se tienen, hasta levantar, entre todos/-as, el esqueleto, la estructura de un Titán. Escrivá sopló, esparció su aliento creativo y espiritual, sobre un cuerpo de fieles que nunca se desanimó y que compartía con él unos objetivos claros. Escrivá estaba convencido, y, con la ayuda de Dios, iba a por todas. Con determinación y valentía, sin grandes flaquezas ni titubeos. Así se izó el Opus. Como un estandarte sobre un asta inquebrantable.

Anonada, es maravilloso el panorama que nos ofrece Carlos Javier en su libro: se vive la experiencia histórica como una gran aventura. Dios parecía estar siempre del lado de San Josemaría: hasta cuando hubo que consolidar en Roma la legitimidad de la Obra como instituto laico. Un instituto mayoritariamente constituido por seglares, de vida consagrada a unos modos cristianos, pero bajo la dirección espiritual de sacerdotes. Una extraña y compleja mezcolanza entre dos mundos: el secular y el regular. Algo no visto en la Iglesia católica desde los tiempos de las cruzadas, con las órdenes militares medievales, esa suma polémica y discordante de monjes guerreros. Escrivá y su pequeño séquito llegaron a Roma, y con audiencias vaticanas, cartas por aquí, consignas por allá, se alzaron con el beneplácito de no pocos obispos y cardenales de la curia. Poco a poco, se hizo que la legislación canónica se fuera ajustando a la realidad del Opus Dei. Escrivá fijó su residencia y su casa-madre en Roma, y, tras el Concilio Vaticano II, se comenzó a contemplar la posibilidad de una “prelatura personal”, un prelado ordenado obispo / cardenal, en vez de un presidente. Un prelado que pudiera ordenar a sus propios sacerdotes, aunque contando siempre con la aprobación de los obispos locales. Un prelado escogido por los numerarios de máxima confianza entre los mano derecha sucesivos del fundador, y sancionado por el Papa en las mismas veinticuatro horas de su elección. Así devino primero Álvaro del Portillo, ojo derecho de Escrivá de Balaguer. Luego, Echevarría y Ocáriz. La Obra creció mucho, increíblemente, con Álvaro del Portillo, pues este alentó a los numerarios y supernumerarios (miembros casados) a intensificar las acciones de “apostolado”. Del Portillo se cuidó, asimismo, del rigor en los centros de investigación universitarios. Pero se temía que el Opus no crecía como debiera, en una época muy favorable, pues se gozaba de la absoluta protección del Papa polaco Juan Pablo II, muy amigo del Opus desde sus tiempos de obispo. También, de los Legionarios de Cristo, otro grupo de fieles muy conservador, y con atroces escándalos internos que, con el método vaticanista de guardar el polvo (y los polvos) debajo de la alfombra, tardaron horrores en salir a la luz.

El caso fue que los esfuerzos del primer prelado, Álvaro, dieron pingües frutos, y el Opus duplicó ampliamente el número de adeptos. Y veinte fueron los países donde se abrió casa nueva. Poco a poco, a instancias del fundador y de sus testigos, nacieron residencias, academias de estudios, colegios, universidades, escuelas laborales, de negocios, dispensarios sanitarios, hospitales. De especial relevancia y excepcional prestigio, la Clínica universitaria de Navarra, puntera en España en la investigación oncológica, y con poca presencia, no obstante, en el ensayo que nos ocupa. La Clínica de la Universidad de Navarra cuenta ya, desde hace unos años, con filial en Madrid, primero en la calle General López Pozas (hoy, Hospital Universitario Sanitas Virgen del Mar) y más tarde en la Carretera de Zaragoza, la A 2, en la calle del Marquesado de Santa Marta, 1.

No está nada mal para el viejo sueño de un humilde cura aragonés de veintiséis años. Un hombre para quien una conciencia directora había de ser pura, es decir, célibe (“El matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo”), altanera (en el sentido de ambiciosa, volar como un águila y no como un pollo de corral) y dispuesta a someterse de continuo a un maestro-guía espiritual. Escrivá defendía el triunfo de la voluntad, máxima obligada entre los filósofos antirracionalistas del último tercio del siglo XIX, e inspiradora de esos totalitarismos belicistas que se enseñorearon de Italia y de Alemania. La sentencia 19 de Camino, texto cumbre de Escrivá, consolidado en 1939, resulta conmovedoramente explícita: “Voluntad. --Es una característica muy importante. No desprecies las cosas pequeñas, porque en el continuo ejercicio de negar y negarte en esas cosas --que nunca son futilidades, ni naderías—fortalecerás, virilizarás, con la gracia de Dios, tu voluntad, para ser muy señor de ti mismo, en primer lugar. Y, después, guía, jefe, ¡caudillo!..., que obligues, que empujes, que arrastres, con tu ejemplo y con tu palabra y con tu ciencia y con tu imperio”. El marchamo caudillista tan propio de los fascismos del siglo XX. Escrivá no quería segundones; quería líderes, astros-reyes, para consolidar su Obra de Dios. Una clase dirigente era esencial para comandar al grupo.

El Opus Dei no es, ni más ni menos, que “otros horizontes en el cristianismo”. Una opción de vida cristiana consagrada, en su vertiente más exigente. Un modo dogmático de entender la vida familiar, en su inclinación más suave. Por eso, discrepo con el autor cuando, en algunos pasajes de su libro, afirma que la Obra está abierta, ecuménicamente, a otras confesiones religiosas, a múltiples maneras de pensar entre sus mismos miembros, que hay un espíritu democrático muy moderno y una libertad responsable. Desconozco si, con el último prelado, Fernando Ocáriz, se está dando una apertura, y haciendo concesiones morales, dentro de la creación de Escrivá. Pero es difícil de contemplar esto en una institución / prelatura que se pretende distinguir. Por otra parte, el canon católico no congenia muy bien con las tendencias asentadas desde la Segunda Guerra Mundial: la corriente existencialista, el orientalismo zen, la “New Age”, el ecologismo, el tecnicismo informático, y toda la posmodernidad. La Iglesia romana lo tiene muy difícil para aconsejar, y ser escuchada, en el mundo de hoy.

El Opus no es una “Iglesia paralela”, repito, ni “otra Iglesia”. Simplemente es una asistencia, un apoyo, un pilar del Catolicismo. Y puede que en cierto modo importante, ahora que está todo confuso, y los árboles no dejan ver el bosque.

© Antonio Ángel Usábel, abril de 2023.

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El rigorismo moral dentro del Opus Dei no es ocultado ni por sus propios miembros numerarios. Viene de confundir la acción de la misericordia cristiana con un estado “ordenado” del cuerpo. La santidad comienza por reprender la carne, para que esta nunca pervierta el espíritu. Con este propósito de purificar el alma del ser, es lícito recurrir los sábados, o cuando resulte oportuno, a la mortificación, mediante flagelo o cilicio. Igualmente, durmiendo en el suelo, o sobre tabla de madera (en el caso de las mujeres). El concepto de “santo”, para el fundador, implicaba no solo la realización de obras buenas, sino un estado de gracia. Es así que él cambiaba la palabra “perfecto” de Mateo 5, 48, por la palabra “santo”, sin tener en cuenta que Jesús está hablando de una actitud hacia los demás (el perdón hasta los enemigos) y no de un estado del cuerpo, de la carne. El pasaje evangélico se esclarece en el equivalente de Lucas 6, 36, donde, después de pedir el amor hacia los contrarios, en boca de Jesús se pone: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso”. Es decir, se recomienda un modo de ser hacia los demás, una actitud de bondad, no un estado especial o particular. Añade el Evangelio de Lucas (6, 45): “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca cosas buenas, y el malo saca cosas malas de su mal tesoro”. Jesús nunca habló de usar flagelo o cilicio a sus discípulos.