El topónimo Auschwitz,
en Polonia, se ha convertido a nivel mundial en sinónimo de horror. La masacre
programada de más de un millón cien mil personas, la mayoría de etnia judía,
por parte de las autoridades nazis del Tercer Reich. Frío extremo, hambre,
plagas, trabajo a menudo inútil (como trasladar enormes piedras de un lugar a
otro sin sentido), experimentos médicos, palizas, torturas, vejaciones
continuas, separaciones forzosas, expoliaciones, hacinamientos, todo ello
conformaba el paraíso de este campo de exterminio gigantesco, donde el lema
principal era “El trabajo libera”. Una vez que Alemania y la URSS se
repartieron Polonia, Himmler ordenó aprovechar unos antiguos barracones del
ejército polaco para construir un campo de internamiento masivo. Rudolf Höss,
el comandante de Auschwitz, fue el encargado de eliminar con prontitud
eficiente, casi inusitada, a varios miles de personas al día, que llegaban en
largos convoyes de unos cuarenta y siete vagones de ganado. A Höss, quien había
visitado Treblinka y sus cámaras de monóxido de carbono, solo aptas para unas
doscientas personas, se le ocurrió la idea de utilizar Zyklon-B, un insecticida
comercial muy tóxico, aplicado en la desinfección de ropa, para asesinar gente
en masa. Lo probó con unos prisioneros rusos, y los cristales funcionaron.
Inmediatamente se levantó una cámara de gas, con crematorio aledaño, que
después fue trasladada a la ampliación
de Auschwitz: Birkenau. Allí se diseñaron otras cuatro salas de asfixia con sus
hornos respectivos. Las chimeneas no paraban de emitir residuos de ceniza al
cielo. Noche y día. Sin descanso. La atmósfera era nauseabunda, irrespirable,
casi ya en el propio apeadero de tren del campo. Cuando los prisioneros
descendían de los vagones, lo primero que notaban era que allí no se podía respirar,
por un olor fortísimo y penetrante. De inmediato, los perros azuzando a los
recién llegados, los guardias gritando las órdenes, y formando las filas de
selección. Los focos deslumbraban. Los niños, los ancianos y los enfermos,
directamente al grupo destinado a la cámara de gas. Los jóvenes, los hombres y
las mujeres sanas, al corte de pelo, el tatuaje y el barracón correspondiente. Bienvenidos
al Infierno.
Hitler odiaba a los judíos. No
los consideraba alemanes, ni con derecho a ninguna nacionalidad. Era el pueblo
errante, eternamente exiliado. Al no albergar en ellos un claro y profundo
sentimiento patriótico, y al distinguirse voluntariamente de la población
general, se consideraba que trabajaban únicamente por sus propios intereses, y
no por el beneficio común. Los judíos de todos los países se apoyaban
mutuamente, para asegurarse el control de las finanzas y de los medios de
producción. Movían los capitales y las fuerzas humanas a su antojo. Hacían y
deshacían naciones a su capricho. Eran un azote que sometía a todo el mundo.
Hitler los llegó a calificar de “virus”. Naturalmente, no hizo sino aprovechar
ideas que habían resurgido con mucha intensidad en Alemania a finales del siglo
XIX. Tanto Richard Wagner, compositor de óperas, como F. Nietzsche, filósofo,
fueron profundamente antisemitas. La crisis económica, abismal y sin solución,
que atravesaba la República de Weimar tras la Primera Guerra Mundial, agudizó
estos sentimientos de que el extraño, el extranjero, nos viene a quitar lo
nuestro. Por otra parte, el ascenso del bolchevismo y de los partidos obreros
radicales de izquierda, encrespó aún más los ánimos revanchistas y de ajustes
de cuentas con parte de la propia sociedad germana. El dinero en papel no valía
nada. Para comprar una sola barra de pan había que acudir con bolsas enormes
repletas de cientos de billetes sin apenas valor. La inflación era tremenda; el
empleo, volátil o escaseaba.
Hitler se apoyó en empresarios
arios para llevar a cabo sus proyectos y reformas de la sociedad. Su propósito
era anular para siempre las castas y las clases sociales, uniformizando
Alemania (y de paso, Austria) y obligando a cada ciudadano a participar en una
idea común de fortaleza, de superioridad racial, de supremacía y poderío sobre
todas las naciones (como reza aún el himno alemán). Una vez emprendida y con el
tiempo consolidada la “causa común”, se llegaría a un Reich próspero que
duraría, al menos, mil años. Ese era el sueño de Hitler.
Pero la solución al desempleo
llegó no solo con la construcción de autopistas, carreteras y complejos
residenciales y vacacionales para la clase proletaria, sino, especialmente, con
el velado rearme del ejército germano. Las industrias alemanas –saltándose la
prohibición—se aplicaron a diseñar y fabricar en serie nuevos cazas y
bombarderos, nuevas bombas incendiarias (algunas, probadas en la población
vasca de Guernica), nuevos obuses, ametralladoras, tanques, sumergibles y
cuanto material bélico cupiera imaginar. La Alemania de Hitler se preparaba
para la guerra, aunque el caudillo hablara cínicamente de paz y de concordia.
Su propósito era invadir Europa y someterla a la disciplina nacionalsocialista.
Y de paso, limpiarla de judíos, de homosexuales, de débiles mentales, de masones,
comunistas y rivales políticos. Había que acabar con todos los indeseables y
los promotores de un arte y unas costumbres “degeneradas”. La raza aria
necesitaba conquistar su espacio vital. Solo el ario perfecto debía permanecer
y mandar. La doctrina fascista, brotada de un nacionalismo intolerante,
excluyente y acérrimo, pisaba fuerte con su bota en Europa.
De todo esto ofrece testimonio la
exposición itinerante que en diciembre se ha inaugurado en Madrid, en el Centro
Arte Canal (Plaza de Castilla). Lleva por título “AUSCHWITZ. NO HACE MUCHO. NO MUY
LEJOS” y está a cargo de MUSEALIA.
Más de seiscientos objetos procedentes directamente del museo de Auschwitz –
Birkenau, completados con abundantes vídeos y fotografías. Tres horas largas de
recorrido por la más terrible historia de la Alemania nazi. Una visita
instructiva, de inmersión en las técnicas delirantes del nacionalismo racista,
cuyo mayor mérito estriba en acercarnos la realidad de un campo de exterminio a
nuestra ciudad, a nuestras mentes y corazones. Quizá quien haya visitado
Auschwitz no necesite acudir a ver esta muestra, porque habrá mascado el horror
del exterminio en su origen. Es más bien para los jóvenes que no hayan leído
mucho sobre la Shoa (Holocausto) y
para cualquier persona sensibilizada con la Historia reciente de Europa. Aunque
resulte dura, conviene llevar a los niños mayores de doce o trece años, para
que vean con sus ojos lo que ocurrió una vez, y que nunca debe repetirse. O
somos conscientes de los errores y fijaciones de nuestro pasado, o los
volveremos a reiterar en nuestro futuro. De hecho, ya ha habido después de
Auschwitz otras masacres inhumanas: la Camboya de los jemeres rojos y Pol Pot,
hutus contra tutsis, los bosnios musulmanes de Srebrenica (julio de 1995). La
barbarie étnica y el fanatismo violento continúan; no descansan.
Es por eso que debemos tener muy
presente lo ocurrido en Auschwitz y en los demás campos de exterminio nazis.
Nadie es un pura sangre. Todos llevamos mezcla de múltiples etnias. El error
del nacionalismo racial es ignorar o tratar de solapar este hecho, y alimentar
el odio injustificado contra quien, acaso, también es hermano.
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Para aproximarse a lo que fue
Auschwitz, con todo su horror, se pueden tan solo visionar los treinta minutos
del documental Noche y niebla, de
Alain Resnais, filmado en color en 1956. Quien quiera adquirir un conocimiento
más amplio, debe ver Shoa, el estremecedor
documental de nueve horas, con entrevistas a supervivientes y guardianes,
realizado por Claude Lanzmann en 1985. Igualmente, resulta ilustrativa la serie
documental Auschwitz, los nazis y la
Solución Final (seis episodios más un anexo: La fábrica de la muerte). Para enterarse de quiénes ayudaron a
algunos judíos a escapar del Holocausto, es excelente, a modo de ejemplo, el
documental La encrucijada de Ángel Sanz-Briz
(España, 2017), historia del diplomático español destacado en la embajada de
Budapest, quien extendió más de doscientos pasaportes (algunos, familiares) y
múltiples salvoconductos a judíos del gueto. Se asegura que su iniciativa
particular (ajena al gobierno franquista de entonces) salvó a cerca de 5.500
personas. El número de largometrajes que han abordado el tema de los campos
nazis es interminable. Los mejores, la serie de televisión Holocausto (1978, ganadora de dos Globos de Oro), La decisión de Sophie (Alan J. Pakula,
1982, con la excelente interpretación de Meryl Streep), La escapada de Sobibor (Jack Gold, 1987), El triunfo del espíritu (Robert M. Young, 1989), La zona gris (Tim Blake Nelson, 2001,
con Harvey Keitel) y, por supuesto, la obra maestra de Steven Spielberg, La lista de Schindler (1993). Sobre la
conferencia de Wannsee, del 20 de enero de 1942, puede verse la recreación de
la BBC-HBO La solución final (Conspiracy, Frank Pierson, 2001, con
Colin Firth y Kenneth Branagh). Acerca del exterminio de personas de etnia
zíngara, se ha rodado Y los violines
dejaron de sonar (Alexander Ramati, 1988, también novela suya). Indirectamente,
han tocado el tema Vencedores o vencidos
(Judgement at Nuremberg, Stanley
Kramer, 1961) y Nuremberg (2000, con
Brian Cox y Alec Baldwin). Sobre la honda crisis alemana durante la República
de Weimar es imprescindible El huevo de
la serpiente (Ormens ägg/ Das Schlangenei, 1977), maravilloso filme de Ingmar Bergman, con David Carradine y Liv
Ullmann. Puede completarse con la revisión, una vez más, de Cabaret (Bob
Fosse, 1972), basada en la novela Adiós a Berlín, de Christopher
Isherwood, sobre el ascenso del nazismo y sus repercusiones en la sociedad y
los espectáculos. Asimismo, para el problema económico de la posguerra alemana,
es de oportuna lectura el relato breve de Stefan Zweig La colección invisible
(1929), que trata la historia de un coleccionista de grabados notables, víctima
de una ceguera espontánea, cuya familia
los sustituye por burdas copias para vender los originales y así poder comer.
En cuanto a bibliografía, esta es
muy amplia también. Destacan los dos estudios del escocés Laurence Rees: Auschwitz.
Los nazis y la “solución final” (Crítica, 2005) y El Holocausto. Las
voces de las víctimas y los verdugos (Crítica, 2017). De Isaac Bensalom, Auschwitz.
Los campos de exterminio nazis (Ultramar, 1993). De Ignacio Mata Maeso, Mauthausen.
Memorias de un republicano español en el holocausto (Ediciones B, 2007),
dedicado a su tío abuelo Alfonso Maeso Huerta, casi cuatro años prisionero en
el famoso campo austriaco. A propósito de los verdugos y torturadores, hay un
libro, soberbio, de imprescindible lectura: Bestias nazis. Los verdugos de
las SS, de Jesús Hernández (Melusina, 2013).
© Antonio Ángel Usábel,
diciembre de 2017.