“Hay en mis venas gotas
de sangre jacobina,
pero mi verso brota de
manantial sereno;
y, más que un hombre al
uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido
de la palabra, bueno.”
(Antonio Machado)
Paco y yo quedábamos siempre en la puerta lateral de El
Corte Inglés Madrid 2 La Vaguada. Cuando lo veía acercarse, alto y espigado,
con sus gafas y su barba blanca discreta, le decía:
--Por ahí viene
Valle-Inclán.
Y respondía él, con su buen humor característico:
--Más bien el Marqués
de Bradomín, por lo feo y sentimental.
Nos dábamos un sentido abrazo y comenzábamos nuestro paseo,
generalmente en torno a la Avda. de la Ilustración, hasta bordear el Parque
Norte y recalar, al final, en un discreto bar restaurante, muy limpio, regentado
por dos hermanas rumanas, donde Paco había comido alguna vez, y donde nos
tomábamos unos vinitos.
El mismo feliz vaivén más de treinta años. Nuestras
conversaciones giraban sobre la profesión, sobre las novedades en el colegio de
Martín de los Heros –cambio de dirección, algún cura que había salido
desplazado, recuerdos de antiguos alumnos--, sobre asuntos familiares y
personales, sobre la participación de él en algún que otro jurado literario, acerca
de los colegas de profesión, sobre la reciente narrativa –tal o cual
escritor--, y también acerca del teatro. Porque éramos ambos fieles seguidores
de la temporada teatral madrileña. En el caso de Paco, su interés alcanzaba
Almagro, Mérida e incluso el festival de Aviñón. Recordábamos con gusto a los
viejos divos –Closas, Lemos, Rodero, Prada, Pellicena, Flotats, Pou, y
especialmente (pues nos gustaba a los dos) Bódalo--. De los nuevos, caían
Homar, Fontserè y Carlos Álvarez Novoa, un gran especialista en Luces de bohemia, obra canónica
reverenciada donde las haya, que había escrito su profuso ensayo sobre la
misma, y de la cual --se dice-- había interpretado muy certeramente a Max
Estrella. Por Álvarez Novoa desembocamos en Solas,
el excelente drama familiar de Benito Zambrano, que había obtenido el Premio del
Público en el Festival de Berlín de 1999. Paco me habló de la película –que yo
no había visto-- y del personaje entrañable de Álvarez Novoa. Por suerte este
verano, poco después de la muerte de Paco, encontré una copia en un mercadillo
de Santander, que me apresuré a visionar. Le doy toda la razón: es un drama
excelente. Sería muy difícil no recordar la madre que talla María Galiana.
Portentosa.
¡Ay, nuestro mundo de Luces!
Los héroes clásicos han ido a pasearse al callejón del Gato. Inolvidable el
recorrido de La Noche de Max Estrella,
que Paco me invitó a compartir una vez con un grupo de alumnos suyos de COU.
¡Qué chicos y chicas aquellos! ¡Qué religiosa veneración al gran, inmortal
texto del Maestro Valle, que casi pronunciábamos todos, al unísono, de memoria! Luces de bohemia ha sido el teatro español, la esencia de lo
antiguo y lo moderno. Esos siete u ocho muchachos iban a la profana procesión
con sus ejemplares bajo el brazo, o con opúsculos de sus poetas preferidos, o
con sus cuadernos de anotaciones donde apuntaban las chanzas de la nueva
galerna modernista. Después nos fuimos a celebrarlo con ellos a una tasca, para
ritualizar la velada con amenos comentarios sobre lo sucedido en nuestro vía
crucis. La calle fue el Paraíso y el Calvario de Max Estrella, el purgatorio
del pecador hacia la santidad. ¡Qué
suerte tienes, Paco, --le dije-- con
poder enseñar todavía a una generación interesada en la Literatura, motivada a
indagar, a aprender leyendo! –Tú
también conocerás lo que se siente –me respondió con una sonrisa—porque las modas cambiarán y vendrán tiempos
mejores. Pero los tiempos mejores parece que se retrasan, que se han
quedado orinando en una esquina, como el perro. Paco tuvo muy buenos alumnos en
el colegio. El respeto y el cariño al profesor era la máxima esencial. El
ambiente del colegio, en el COU, era el de una academia griega o renacentista:
distendido, cordial, tolerante, pero afín al rigor de la excelencia formativa.
Se podía dialogar con los docentes, cuyas maravillosas explicaciones abrían un
mundo de mayores sorpresas, y era difícil no dejarse seducir. El método
explicativo se basaba en una acertada selección de datos fundamentales de cada
tema, muy bien definidos y esquematizados, de tal manera que cada clase cundía
y el conocimiento llegaba casi sin esfuerzo. Se solía recurrir a citas de
autores o de protagonistas de los hechos para focalizar oportunamente una
lección. Los apuntes y esquemas de Lingüística estructural de Paco contenían la
información justa, y al tiempo completa, de lo que debía dominarse para la
Morfología, la Semántica, la Sintaxis, y sobre todo, el comentario de texto.
Paco era un consumado especialista en desentrañar los misterios de los textos
para su eficaz disección y comentario. Nos dedicaba algunas horas de clase por
la tarde para perfeccionar esta técnica de exégesis textual. Fuimos muy bien
preparados por él para afrontar con éxito la prueba de Selectividad.
El año que me dio clase Paco había en el centro, recién
llegado, un joven crítico de arte, Miguel Fernández-Cid, sobrino del
veteranísimo musicólogo gallego. Sus clases de Historia del Arte y de Historia
del Mundo Contemporáneo, con las fichitas que se ponía delante, para no
perderse, y las proyecciones de filminas (muchas con materiales propios) eran
inmejorables e insustituibles. Con Miguel y con Paco, el grupo de los catorce
nos fuimos un fin de semana de excursión a Soria, a estudiar in situ su bello
románico. Miguel nos invitó un día a su piso de la calle del Limón, las paredes
todas llenas de libros del suelo al techo. Allí, concelebramos tertulia. Algún
tiempo después, Miguel montó en su piso la editora de su revista Arte y parte, imprenta incluida, cuya
cabecera tuvo que vender luego.
Yo viví, con estos profesores del colegio, la misma
experiencia de educación para la amistad y la convivencia que debieron de
saborear los alumnos de la laica Institución Libre de Enseñanza. Y se cumplió
en mí el lema del impresor del Quijote, Juan de la Cuesta: “Post tenebras, spero lucem” (‘Después de las tinieblas, espero la
luz’).
Nunca quedaré lo suficientemente agradecido a estos
profesores por la enseñanza y el cariño recibidos. Me enseñaron mucho y bueno;
pero lo más digno de todo fue aprender con ellos a amar la vida.
Cuando me hice profesor intenté imitarlos, seguir sus pasos,
mas solo de lejos creo haberlo logrado. Enseñar bien es muy difícil; hay que
tener un don especial. No basta con la voluntad. Hay que conseguir conectar con
el fondo anímico de los chicos, cuyas mentes hoy están aún más dispersas por el
mundo de la tecnología digital. Uno debe saber cómo despertar su curiosidad. Desde
luego que mi espíritu es el de Paco, el de Miguel, el de Anabel, el de esos
profesores de aquel año que sabían enseñar sin imponer, con ánimo abierto y
elocuente.
Lo que siempre me gustó de Paco era su espíritu conciliador
y ecléctico. El sincretismo lo llevaba a valorar lo mejor de cada tendencia
ideológica, de cada propuesta. Siendo un hombre de izquierdas, Paco era, ante
todo, liberal, antidogmático, independiente, y sumamente dialogante. Odiaba las
disputas, los enredos, las malquerencias y discusiones. Pedía la paz y la
palabra. No comprendía las posturas extremas ni la cerrazón ideológica. De
hecho, gozaba de la merecida confianza de los Padres Blancos, propietarios del
colegio de Martín de los Heros, al que acudían muchos hijos de militares del
Ejército del Aire. Allí se evitaba todo afán dogmático y se educaba en la
completa tolerancia y respeto a opiniones diversas.
Paco se había formado en Filosofía y Letras de la
Universidad Complutense. Sobre todo en las facultades de Humanidades,
proliferaba el Opus Dei. Me contó que solo un día tuvo que salir huyendo, con
otro amigo. Cuando fueron invitados a una charla académica en una residencia de
la Obra. Acabada la ponencia, llegó la hora del Catecismo. Paco espetó: --¡Que vienen los jenízaros! Y los dos
marcharon escapados. (Realmente, el proselitismo del Opus estaba muy extendido
en Filosofía y Letras).
Un día Paco y su amada Maribel me invitaron a ir con ellos a
un suculento maratón teatral: las siete horas y media de la representación rusa
de La costa de Utopía, trilogía de
Tom Stoppard. Fue a principios de octubre de 2011. Con la excepción de las Comedias bárbaras, visionadas todas
juntas en el María Guerrero en 1991, con Pellicena dirigido por José Carlos
Plaza, jamás había disfrutado yo de una jornada dramática tan extensa. Otro día
Paco me volvió a sorprender con un regalo magnífico: el libro de su propia
biblioteca Historia de una amistad,
de Vicente Marrero. Es el retrato, escrito en piedra caliza, como la del
desfiladero de la Hermida, de la complicidad de tres hombres, tres geniales
escritores, acaso solo distantes en lo ideológico: don Benito Pérez Galdós, don
José María de Pereda, y don Marcelino Menéndez Pelayo. La demostración
histórica, palpable, evidente, de que se puede ser amigo de alguien que piensa
de un modo distinto al tuyo. Y un amigo verdadero, íntimo, confiable, para toda
una vida.
Paco era un hombre tranquilo, reposado, bueno en el pleno
sentido de la palabra. Su sencillez le ha llevado a marchar “ligero de
equipaje”, la misma modestia y ligereza con que vivió, dejando con nosotros ese
tesoro que nada corroe ni deteriora: su amistad. Paco siempre será Paco: un
modo de ser y de querer con la verdad a los que nos rodean.
Mil gracias, Paco. Tenerte ha sido uno de mis mayores gozos.
Hasta la vista. Dios te bendiga.
© Antonio Ángel Usábel,
septiembre de 2017.
[Francisco Salvador Martínez falleció en Madrid, recién jubilado de
la docencia, el viernes, once de agosto de 2017, a los sesenta y cuatro años.]