Después de un breve paso por
Teatros del Canal, el Teatro Marquina
de Madrid ha acogido la original semblanza de Albert Boadella
sobre su vida y su experiencia teatral. El sermón del bufón, adaptación de su libro Memorias de
un bufón (Espasa Calpe, 2004), cuenta con el patrocinio de RTVE y de
Teatros del Canal, entre otras instituciones. Se trata de un espectáculo de
confesiones y de reconocimientos ante el público, donde el escenógrafo y actor
se desdobla en dos caracteres diferentes, pero simbióticos: el niño Albert,
travieso, gamberro, jocoso, y el adulto Boadella, más comedido, aplomado y
“responsable”. Recuerdos del enfant
terrible de la niñez, y repaso a cincuenta y seis años de producciones con Els Joglars, en las que siempre ha
primado más la mímica, la gesticulación, la música y el movimiento que la
palabra. El discurso queda para los escritores, pero no tanto para un teatro
cómico, ácido corrosivo, que pretende, mediante la exageración y la
transgresión, convulsionar la sociedad. Albert y sus compañeros han sido, sobre
todo y ante todo, comediantes, artífices bicornes de la farsa y de la traca.
El niño que tiraba un coche de
hojalata a un pozo, que torturaba a una gata con descargas eléctricas y que se
orinaba en el cáliz de la misa para probar la transmutación de cualquier caldo
en la sangre del Redentor, fue el responsable de aquellas primeras obras que
militaban con el extremismo político de izquierdas, tipo Teledeum o La Torna. La
primera, una sátira blasfema de la celebración de la misa, suculentamente
modernizada con elementos más comerciales como el “Ketchupcrist”, un producto
para comulgar bajo las dos especies, con ligero sabor a tomate. (Como dice
Boadella, la misa abandonó el teatro cuando comenzó a celebrarse en la lengua
de cada uno, y no en latín.) En cuanto a La
Torna, una visión grotesca de un consejo de guerra con unos militares
borrachos, le costó el encarcelamiento y la posible pena de seis años de
cárcel. Pero Boadella se las ingenió para fingirse enfermo, y una vez en el
hospital, fugarse por una ventana y huir a Francia. Allí, el Albert impenitente
y rebeco montó otra áspera farsa antibretona (Virtuosos de Fontainebleau) porque un gendarme le cascó una multa
injusta. Así era Albert, dando chispa a la mecha.
La Torna (1977) conllevó un desengaño amargo. Boadella no se sintió
arropado por la izquierda que hasta ese momento abanderaba, que curiosamente
–mira tú—lo quería en la cárcel como “mártir”, y comenzó a dar un giro
ideológico determinante en su vida y en su trayectoria profesional. La Torna provocó una perturbación de
ondas importante, pero si se calibra bien, algo parecido se atrevió a hacer
John Ford en El sargento negro (Sergeant Rutledge, 1960), al mostrar un
tribunal militar que, en los intermedios de un consejo de guerra, organiza su
pequeña timba. Es que España, “por tan raro disfraz equivocada”, soñándose
libre y despertándose presa, no estaba aún acostumbrada a mofarse de sus
instituciones.
Con posterioridad, la mirada
crítica de Albert –con aprobación de Boadella—se centró en Jordi Pujol, a quien conocía desde sus días en Banca Catalana. Así llegó el turno de Ubu President y de Ubu o los
últimos días de Pompeya. La figura de Dalí, uno de los grandes genios
catalanes –junto con Gaudí—no escapó tampoco a la revisión por parte de
Boadella.
Hora y tres cuartos de
conversaciones entre Albert y Boadella, con varios momentos en que ambos se
confunden y parecen uno solo. (Albert y Boadella son tan sanos que saben reírse
el uno del otro.) Lecturas desde el púlpito contra la irreverente sociedad de
paranoicos que conformamos la masa social, y proyecciones de secuencias de sus
particulares esperpentos, redondean este fresco, juvenil y merecido homenaje
del consagrado al teatro y al oficio de comediante.
Curioso: el público que hoy
arropa, aplaude y festeja que haya un Boadella sería el mismo que hace cuarenta
años lo condenaría por insolente, obsceno y blasfemo. Lo que cambia una torna.
© Antonio Ángel Usábel, mayo de 2017.
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