El pasado 12 de marzo, Sus
Majestades los Reyes inauguraron, en la Biblioteca Nacional de Madrid, la
muestra “Teresa de Jesús. La prueba de mi verdad”, cuya comisaria es la
catedrática Rosa Navarro Durán,
especialista en Literatura española del siglo XVI y espléndida adaptadora de
los clásicos para niños y jóvenes.
El sábado, 28 de marzo de 2015,
se cumplían exactamente quinientos años de la venida al mundo en Ávila de
Teresa de Jesús.
La exposición (abierta hasta el
31 de mayo de 2015) contiene diversos retratos y bustos renacentistas y
barrocos de Teresa de Jesús y sus compañeros de religión, como es el caso de su
pequeño confesor, luego extraordinario poeta, San Juan de la Cruz. Piezas de mobiliario que pertenecieron a la
santa, o bien que formaron parte de sus conventos carmelitas. Se puede ver, por
ejemplo, el tintero que usaba para escribir, el arcón donde guardaba su
correspondencia, el manuscrito autógrafo original de varias de sus obras
literarias, como el Libro de la Vida,
algunas de sus epístolas, las representaciones de Jesús Niño (el Esposito) que
se adoraban en algunas de sus sedes, las lecturas de mayor influencia –desde
las caballerías, como el Amadís o las
Sergas de Esplandián, hasta las Confesiones de San Agustín y el Tercer Abecedario, de Francisco de Osuna
(Toledo, 1527)--. Imágenes de sus arrobamientos y de sus místicas visiones; la
valoración de poetas modernos, de la Generación del 27, como Pedro Salinas,
Gerardo Diego y Federico García Lorca…
Falta, si acaso, la explicación
que la Ciencia ha dado a su comportamiento y psicología, que, como se ha
sugerido, va de la neurosis a las crisis de epilepsia (v. doctores Pierre
Vercelletto y Esteban García-Albea). Sin embargo, como apunta Joseph Pérez, Teresa mantuvo el aplomo
y la claridad de pensamiento hasta el final de su vida, y esto no lo llegó a
torcer enfermedad alguna.
La comisaria de la muestra, Rosa
Navarro, insiste en que el punto de partida son los escritos y las lecturas de
Teresa, y que hay que leerla alguna vez, para sentir la fluidez natural de su
prosa, y así poder distinguirla de otras santas al uso. Pero, si bien Teresa es
sumamente atractiva y atrayente en su escritura, no deja de ser, siempre, una
mística, una buscadora absoluta de Dios Hijo, y por consiguiente, monotemática
y difícil para quien no quiera saber de ascesis y misticismo: “No puede ya, Dios mío, esta vuestra sierva
sufrir tantos trabajos, como de verse sin vos le vienen; que si ha de vivir, no
quiere descanso en esta vida ni se le deis vos. Querría ya esta alma verse
libre: el comer la mata, el dormir la congoja; ve que se la pasa el tiempo de
la vida pasar en regalo y que nada ya la puede regalar fuera de vos; que parece
vive contra natura, pues ya no querría vivir en sí, sino en vos.” (Libro
de la vida, capítulo XVI). La santa compartía con la Inquisición, además,
sus fuertes temores hacia el Demonio, a quien constantemente había que plantar
cara y batalla: el Diablo como sapo, sus acólitos despedazando el cadáver de un
pecador, las contiendas de demonios contra ángeles, la visión terrible del
Infierno y del Fuego Eterno.
Teresa de Cepeda y Ahumada, hija de un comerciante converso,
enamorada por igual de los libros de caballerías y de los relatos de mártires,
hasta querer escapar de niña a tierra de moros, para ser descabezada en nombre
de la fe cristiana, fue una mujer muy peculiar para su época. Nada resignada al
doble papel de esclava del padre y comparsa del prometido, que asignaba la
sociedad a las jóvenes casaderas, Teresa rehuyó el matrimonio y convenció a su
progenitor para permanecer soltera durante un tiempo. Con veinte años, ingresa
en un convento de agustinas, y poco a poco ve aquello como una solución
conveniente para lograr la independencia en la dirección de su propia vida. María
de Briceño, maestra de novicias, instruye a Teresa en la vida contemplativa.
Teresa comienza a separarse de un mundo material que no la llenaba, para ir
abrazando una segunda y más perfecta y acabada experiencia de oración. No podía
sospechar que lo que había comenzado como un refugio y una huida para
permanecer célibe, iba a fructificar en una sólida y definitiva unión con
Cristo, por amor. Sería en la década de 1560 cuando Teresa tomaría plena
conciencia de su entidad de religiosa, esposa del Señor, de carmelita, y de
reformadora a fondo de su orden. Porque Teresa no resignó a ser una monja, sino
que se alzó en la necesidad de emprender, contra viento y marea, una
refundación del Carmelo: de calzado a descalzo. De los acomodos y privilegios
de alcurnia, a la humildad y la pobreza más absolutas, al modo franciscano.
Porque solo en la pobreza vive uno consigo mismo, y por sí mismo, y si cree con
fuerza de corazón, alcanza mejor a Dios, por amor del Padre, que deja que se
llene de Él.
Dieciséis fundaciones, desde San
José de Ávila, el 24 de agosto de 1562, el año de nacimiento de Lope de Vega,
pasando por los de Toledo, Pastrana, Salamanca, Alba de Tormes, Sevilla, hasta
el último de Burgos, en 1582, el mismo año de la muerte de la futura santa. Curiosamente,
dieciséis conventos, y dieciséis años tenía María de Briceño, su primera
principal instigadora, cuando se recibió de monja, en 1514.
Teresa de Jesús, beatificada en
1614, proclamada en 1617 patrona de España (junto al apóstol Santiago),
canonizada en 1622, y nombrada en 1970 Doctora de la Iglesia por Pablo VI,
despertó inmensa devoción desde su misma muerte, acaecida en Alba de Tormes, el
4 de octubre de 1582. La reformadora debió de morir de un cáncer de útero, que
cursó con muy extremas hemorragias finales. Como ocurre con todo cadáver que
queda desprovisto de sangre, sin ningún esfuerzo se momificó de por sí.
Exhumado al año, en julio de 1583, estaba incorrupto. En ese momento comienza,
también, su desmembramiento para repartir sus reliquias: primero la mano
izquierda y el dedo meñique, por el P. Gracián (la mano que tuvo el General
Francisco Franco consigo, devuelta más tarde a las carmelitas de Ronda, y que
el P. Gracián había llevado a Lisboa); después, en 1585, el brazo izquierdo; en
1588, el corazón; más adelante, el pie derecho y parte de la mandíbula superior
(hoy en Roma). Todo un muestrario de anatomía portátil, santificada y
aromatizada.
Pero vayamos ahora al porqué de
Teresa de Jesús y de otros honestos reformadores del celo religioso.
El 31 de octubre de 1517, Martín Lutero se había levantado contra
la simonía de las indulgencias, tolerada por el Vaticano. La piedad entendida como
comercio. En 1503, Erasmo de Rótterdam había
publicado su Enchiridion militiis
christiani (o Manual del soldado
cristiano), donde reivindica que debe ser Cristo –y solo Cristo—luz y guía
espiritual para el verdadero creyente. No el formalismo, no la Iglesia con su
parafernalia de actos y de jocalias. El corazón del hombre volcado sinceramente
en Cristo y en su mensaje. Una purificación de los modales, una vuelta al
cristianismo primigenio, a la fe vivida en la intimidad: “Pero tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cuando hayas cerrado la
puerta, ora a tu Padre que está en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto,
te recompensará.” (Mt 6, 6). Desde la Edad Media se venía sufriendo la vida
escandalosa, hipócrita y nada remilgada, del clero católico. Quien más o quien
menos, después de decir misa, traficaba con la penitencia y se reunía con su
concubina. Todo era soflama, oro y majestad, sobre todo entre obispos,
cardenales y abades. En muchos conventos, las postulantas pobres convivían con
hijas de la nobleza que tenían aquel retiro como una posada de lujo, con
criadas y esclavas a su servicio. Erasmo recomendó, por ello, un desapego del
materialismo mundano y una recuperación de las comunidades de base, para
recuperar lo auténtico, que subyacía en el mensaje de Cristo. Pero Erasmo, que
comenzó a ser traducido y leído activamente en España a partir de 1516, se
opuso a Lutero en la defensa de la Salvación del pecador por medio del buen uso
del libre albedrío. Nacemos débiles para la carne e inclinados al mal, pero,
mediante el conocimiento y abrazo del ejemplo de Jesucristo, podemos redimirnos
y conseguir ser salvos. Gracias al libre albedrío, y a ese “buen amor de Dios”,
del que hablaba Juan Ruiz, el famoso arcipreste, podemos cambiar nuestro
destino.
En España surgieron comunidades
secretas de laicos y religiosos que comenzaron a reunirse para vivir una fe de
oración y recogimiento, al margen de la Iglesia oficial y oficiosa. Fueron los
“pietistas” y los “alumbrados”, cuando no protestantes declarados. Leían la
Biblia traducida al romance, lo cual estaba prohibido, pues dejaba cierta
libertad interpretativa al propio lector. La Biblia solo cabía escucharla leer
en griego o en latín a un predicador autorizado. Sin embargo, cómo continuar
respetando y obedeciendo a quien no tenía ninguna autoridad moral, pues poco o
nada predicaba con el ejemplo. Estos hombres y mujeres de fe, piadosos y
respetuosos con la Palabra del Evangelio, querían ser distintos y también vivir
de un modo diferente. Son los represaliados por la Inquisición en Toledo, en
1527, y sobre todo, en Valladolid y Sevilla, en 1559. Miguel Delibes da espléndida cuenta novelada de ello en su pieza
maestra El hereje (1998).
Otros hombres y mujeres de
religión, muchos, descendientes de judíos conversos, probaron otro camino: el
de las reformas sin salirse de la Iglesia Católica. Aun con frecuentes
enfrentamientos y encarcelamientos por sospechas de herejía. Entre los tales se
encontraron Fray Luis de León, Fray Luis de Granada, Juan de Ávila, Fray Pedro
de Alcántara, Gaspar Daza, Fray Jerónimo Gracián Dantisco, Alejo de Venegas,
Juan de la Cruz y, por supuesto, nuestra Teresa de Ávila.
La muestra de la Nacional exhibe
un soberbio retrato naturalista de Juan
de Ávila, debido a un anónimo discípulo de Doménico Greco. Un religioso
afable, de aire sencillo y ánimo letrado, pero a la vez cordial en el trato.
Eso es lo que transparenta esta deliciosa pintura de Juan de Ávila. Juan de
Ávila fue confesor de Teresa, pero por poco tiempo, pues murió en Montilla en
1569. Quiso ser predicador en las Indias, mas su rango de converso le confinó
en Andalucía, donde se granjeó grandes adeptos por su facilidad de palabra y su
espíritu sincero. Fue el responsable de la conversión del marqués de Lombay,
después San Francisco de Borja. Juan de Ávila, beatificado en 1894 y
santificado por Pablo VI, a punto estuvo de entrar en los jesuitas de Ignacio
de Loyola. Escribió aquella delicada e hipnótica alegoría sobre la Comunión: “Comemos al Señor, y, según se ha dicho,
cómenos Él a nosotros, como lo fuerte a lo flaco e incorpóranos en sí,
haciéndonos miembros suyos…” Llenarse de Dios, colmarse enteramente de
Cristo Jesús, como única manera de ser cristianos y militar junto a Él. Cristo,
la sola cabeza visible. Es así como se llega a ese dulce poema de Teresa de
1571, escrito para la profesión de Isabel de los Ángeles en Salamanca:
“En Cristo mi confianza,
y de Él solo mi asimiento:
en sus cansancios, mi aliento,
y en su imitación, mi holganza.
Aquí estriba mi firmeza,
aquí mi seguridad,
la prueba de mi verdad,
la muestra de mi fineza.”
La prueba de su verdad es, para
Teresa, Cristo mismo. Cristo solo. Vencedor de todo pecado, de toda tentación,
fiel compañero triunfador sobre el Espíritu del Mal y sobre la misma Muerte.
“Vivo sin vivir en mí,/ y tan alta vida espero,/ que muero porque no
muero.” Teresa ansía la unión mística con el Esposo-Cristo. Ese momento que
se dilata, que se demora, con visiones grotescas del Infierno, la visita de
algún diablillo, y el éxtasis del ángel con el dardo de oro y la punta de
fuego, traspasando su pecho y llagando su corazón con el desatino del Amor de
Dios. Teresa ya no quiere otra realidad:
“Hirióme con una flecha
enherbolada de amor,
y mi alma quedó hecha
una con su Criador;
ya yo no quiero otro amor,
pues a mi Dios me he entregado,
y mi Amado es para mí
y yo soy para mi Amado.”
La contemplación, el desprecio
del mundo y la vida recogida, conventual, parecen gruesos anacronismos para
esta sociedad de hoy, tan fieramente competitiva, y toda cortada por el mismo
patrón capitalista, es decir, “globalizada”. El dios dinero se señorea del
porvenir de cada hombre: opulencia frente a pobreza, mentira frente a verdad,
triunfo frente a fracaso, ambición frente a humildad, político frente a
aventurero o vagabundo.
Teresa de Jesús fue de vida
austera y contemplativa, fue una monja de clausura devota de la oración y de la
piedad. Pero también una mujer con una ambición sana de fundar, de transformar
su orden como la crisálida se vuelve mariposa, siendo esta el alma entregada a
la luz del Esposo amado. Teresa se movió, recorrió Castilla en su carreta
cubierta para abrir nuevas casas de oración; persiguió permisos y licencias;
pidió la ayuda de los poderosos –el rey Felipe II—y también se enfrentó a ellos
–la Princesa de Éboli--. Consiguió para los hijos e hijas de la Iglesia un
lugar de descanso donde la Verdad resplandeciera con fuerza. Para que el
Catolicismo no se ahogara en su propio vómito, y recordara y vivificara, en los
siguientes siglos, el motivo de su fundación. Esa razón inefable, y a veces
esquiva razón de la sinrazón, que explica toda la Historia de Occidente en los
pasados dos mil años.
© Antonio Ángel Usábel,
abril de 2015.
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El acercamiento a la Iglesia
Católica, incluso la pertenencia a ella, era lo mejor que podía hacer una
familia numerosa y “cristiana nueva” –esto es, descendiente de judaizantes--.
De esta forma, se soslayaba toda sospecha y se llegaba a formar parte
indiscutible de la sociedad sin tacha. El abuelo paterno de Teresa de Jesús, Juan Sánchez (o de Toledo), se
dedicaba, en principio, al comercio de paños y de sedas, y al cobro de
tributos. Vivía prósperamente en Toledo. Cuando hasta allí llega el Santo
Oficio, en 1485, es de los primeros que corre a reconciliarse con la Santa
Madre Iglesia, reconociéndose como “pecador judaizante” o falso converso. El
tribunal le impone, como penitencia, acudir a siete misas públicas vestido con
sambenito. Pasado el oprobio, Juan Sánchez abandona Toledo y se instala en
Ávila. Allí, comienza a cambiar de oficio: compra unas tierras, y las explota
directamente o arrienda. Ser propietario de tierras, es decir, convertirse en
terrateniente, suele llevar aparejada la hidalguía, el más bajo y elemental
grado de nobleza. Sus cuatro hijos, Pedro, Alonso, Ruy y Francisco, imitan al
padre e invierten en tierras. Son, además, considerados “hidalgos”, con
exención del pago de impuestos y derecho de vivir de las rentas. Juan Sánchez,
por ende, hace algunos encargos para el arzobispo de Santiago de Compostela,
Alonso de Fonseca. Uno de sus hijos está especialmente volcado en la práctica
espiritual. Será Pedro, tío de Teresa, y uno de los que la alienta a meterse a
monja. El padre de Teresa, Alonso
Sánchez de Cepeda, guarda en su casa libros piadosos, de Juan de Padilla,
Fray Diego de Guzmán y otros. Alonso se casa dos veces con ricas herederas,
ambas cristianas viejas, la segunda esposa, Beatriz de Ahumada, madre de Teresa. Alonso renuncia al comercio y
al cobro de tributos, y se centra en comprar y explotar tierras en Ortigosa y Olmedo.
Son pedregales que rinden poco. En apenas veinte años, el esplendor de la
familia decae, hasta convertirse en nada. Un hermano de Teresa, Lorenzo, marcha
de soldado a las Indias y hace cierta fortuna; con una parte de ella
(doscientos ducados) se funda el primer convento de descalzas, el de San José
de Ávila. Varias sobrinas de Teresa se van con ella al Carmelo, y aportan su
dote. Son Isabel de la Peña, Leonor de Cepeda y María de Ocampo. Todo queda en
casa. La estirpe de descendientes abraza con fuerza la religión. Se avecina
Trento, la lucha definitiva y sin cuartel contra la herejía.
"La prueba de mi verdad"_Programa expo BNGuía expo "La prueba de mi verdad".
Inauguración expo + bio Sta. Teresa
Sta. Teresa de Jesús_Gabriel Albiac.
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