Quedan ya muy pocos días para
poder asistir –si no lo habéis hecho ya—a la representación de la opereta bufa El pimiento Verdi, original de Albert Boadella, en la Sala Verde de
los madrileños Teatros del Canal. La
reposición de esta comedia musical ha constituido un acierto máximo, pues
merece mucho la pena ofrecer esta segunda oportunidad a quienes, como servidor,
habíamos dejado pasar la ocasión de visionarla.
El pimiento Verdi, ambientada en un restaurante propiedad de un fan
incondicional del músico italiano, es un verdadero rebozo de bel canto. Un festejo de ópera, tanto de
Don Giuseppe, como de Don Ricardo, pues tanto monta, monta tanto. Un homenaje a
sus arias bellísimas, al lirismo apasionado de Verdi, y a la fuerza telúrica e impactante
de Wagner.
¿De dónde tomó esa fuerza Wagner
para su música? De Beethoven, al que admiraba y al que defendió sin límites.
Del poderoso entrante de la 5ª Sinfonía. Y, especialmente, de la majestuosidad
de la 9ª, que Wagner hizo redescubrir y apreciar sobremanera al público alemán,
pues la estudió a fondo, la pulió con una nueva copia de la partitura, y la
reestrenó con honores en 1846, al frente, él mismo, de la Capilla Real de
Dresde, dirigiendo a la orquesta y a más de trescientos cantores. Esta sinfonía
coral había sido tenida por “revolucionaria”, una “música nueva que el público
alemán no había llegado a asimilar nunca”. Pero Wagner lo achacaba a los
errores en las copias de la partitura, y a interpretaciones parciales y poco
entusiastas. Wagner mismo preparó un folleto explicativo sobre el alcance de la
obra para el día de la audición, y cuidó con paciente esmero cada ensayo. El
éxito, ante una sala abarrotada, fue total. Beethoven era un grande de la
música coral germana, y Wagner su entregado redescubridor y discípulo. El
prestigio de Herr Richard cobró sus altos vuelos.
En el local de El Pimiento… se reúnen los amigos de la
memoria del genio de Le Roncole (Busseto), quienes son groseramente
interrumpidos por los disidentes seguidores del vate teutón. Verdi fue un
“blandengue”, y su música posromántica está pasada de moda. En cambio, Wagner
fue todo un revolucionario innovador. Un compositor que arriesgó el todo por el
todo, ideando partituras de una inmensa fuerza. Wagner hace vibrar a la audiencia.
Verdi, en cambio, la acuna como en una nana. Responden los italianófilos que
Wagner construía argumentos liosos, tediosos, e infumables, por lo filosóficos
y míticos. Óperas larguísimas, parlamentos eternos, escenografía y vestuario de
un barroquismo cansino, apabullante y ampuloso. Y mientras crece la discusión,
se alternan las piezas cantables debidas a uno y a otro. Para deleite de los
enconados partidarios, y festín general del público espectador.
Y es que “la música amansa a las
fieras”, y vuelve amigos a los enemigos. La música doblega corazones y
estremece voluntades. Y ese es el fin último, y no otro, de este inteligente
divertimento de Boadella: que disfrutemos con la música. Siempre con la música.
Entre estos recreadores de las
fábulas operísticas de Verdi y de Wagner, destaca la poderosa voz de soprano de
María Rey-Joly, intérprete dotada de
un timbre y de una esbeltez muy parecidos a los de la mítica Maria Callas. Esta
cantante ha intervenido con fortuna en conciertos dados en el Teatro Monumental
de Madrid, así como en zarzuelas, como Luisa
Fernanda.
Luis Álvarez, barítono, hace un estupendo Sito, dueño del local,
personaje enternecedor y cómicamente trasnochado. Antoni Comas construye un muy convincente seguidor de la ópera
alemana, acertadamente secundado por un agradable José Manuel Zapata, también tenor, como Roberto. Al piano, las
manos hábiles de Borja Mariño. Quizá
la que tenga un papel más difícil para destacar, y por eso más ingrato, sea Elvia Sánchez, soprano, como Brunilda.
Pero allí está.
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Otra cosa es la simpatía personal
hacia el creador en cuestión. El sentimiento al margen de la melodía. Evidentemente,
todos sabemos quién y cómo fue Richard
Wagner: ególatra a más no poder, autoritario, pendenciero, seductor
empedernido, maniático del lujo (continuamente endeudado y viviendo muy por
encima de sus posibilidades), y posiblemente racista y antisemita. Wagner
escapaba de todos los sitios, acuciado por las malas críticas hacia su música incomprendida,
su soberbia inconmensurable, y los pagarés impagados (varias veces vendió los
derechos sobre sus obras a prestamistas distintos). Hasta que dio con un
mecenas, el joven rey Luis II de Baviera, quien se creía la reencarnación del
Caballero del Cisne, y vio en los libretos de las óperas de Wagner la
posibilidad de recrear con música el pasado legendario teutónico: los
nibelungos, Sigfrido, el oro del Rin, Isolda, Tristán, Brunilda, el Santo
Grial, las Walkirias… Luis II no poseía una fortuna propia, mas convenció a su
parlamento para que le prestara grandes sumas de dinero al músico, a fin de que
pudiera dedicarse a su arte sin estrecheces. El matrimonio Luis II-Richard
Wagner funcionó durante un tiempo. Pero el músico no era bien considerado en
Baviera, sobre todo en Múnich, por su perniciosa influencia dilapidadora sobre
el Rey de los Sueños. Wagner era
tenido, por ende, como un peligroso protestante revolucionario, que había
asistido al mismo Miguel Bakunin en las barricadas, y que vivía con una
ostentación y una amoralidad familiar escandalosas e indignantes. Su último
improperio fue convencer al ayuntamiento de Bayreuth para que le construyera un
nuevo teatro monumental. Cuando no hubo dinero suficiente, Wagner recurrió de
nuevo a Luis. El soberano no le dejó en la estacada, y el edificio se pudo
terminar. El Festspielhaus, el
Palacio de Festivales.
Tras la muerte de Wagner, sus
herederos devolvieron el préstamo, de cerca de 15.461 euros, a las arcas del
estado bávaro, a través de los beneficios de los Festivales de Bayreuth, y de
no cobrar derechos de autor en las representaciones operísticas de Múnich. (Debemos
aclarar que el primer festival de Bayreuth, en agosto de 1876, se había saldado
con un déficit de 76.000 euros, motivado por la falta de alojamiento en la
población, y los pobres resultados artísticos durante los ensayos.)
¿Qué cantidad global llegó a
recibir Wagner de su fundamental mecenas bávaro? Se estima que, en diecinueve
años de relación, entre 421.000 y 481.000 euros de hoy. Cuando Luis conoció al
compositor, le canceló todas sus deudas, que eran de 72.121 euros actuales.
Además, le puso en nómina, como consejero real secreto, con un sueldo de unos 15.000
euros al año.
¿Por qué continúa la polémica
sobre Wagner? Por su encendido antisemitismo. Boadella hace que el personaje de
Leonor lea todo un texto original del músico acerca de los judíos, enemigos del
pueblo alemán. Seguramente, un pasaje sacado de su ensayo El judaísmo en la música, publicado por vez primera en 1850, y
retocado en 1869. Toda una declaración en contra de los hebreos, como extraños
a cualquier territorio, desagradables en su acento y en su manera de vestir, y
entregados al culto al dinero, el préstamo y la usura. Su influencia en la
ideología posterior nacionalsocialista es innegable; se sabe que Hitler era recibido afectuosamente en Bayreuth tanto por el hijo como por los nietos de Wagner (v. El
Mundo, 19-05-2013).
Wagner necesitaba a Luis II, y
necesitaba vivir en Múnich, junto a su rey. Pero odiaba, en el fondo, esta
ciudad, por su acendrado catolicismo en manos de los jesuitas, los periodistas
chismosos, los juristas, y, cómo no, los judíos. Demasiados oponentes en
Múnich.
Lo curioso es que Richard Wagner
había nacido en el seno del barrio judío de Leipzig (Sajonia), un 22 de mayo de
1813. Sin embargo, su familia y sus antepasados habían tenido poco de judíos,
pues fueron humildes maestros de escuela o modestos artesanos de religión
protestante desde, por lo menos, el siglo XVI. El padre de Wagner, Friedrich,
era secretario asistente judicial y de policía. Murió en octubre de 1813,
víctima del tifus. La madre de Wagner se casó entonces con Luis Geyer, un
actor, pintor y escritor de talento, amigo íntimo de la familia. Geyer crio a
Richard y a sus siete hermanos vivos como un verdadero padre. Los niños se
dedicaron todos después a las artes escénicas.
En 1850, coincidiendo con el
estreno de Lohengrin en Weimar, bajo
la prestigiosa batuta de Liszt, y con la publicación de la primera versión de
su ensayo sobre El judaísmo en la música,
Wagner da a la luz otro importante escrito de reflexión suyo, El Arte y la Revolución. En él se lee un
pasaje que resulta chocante, por lo contradictorio: “Si la obra de arte griega
contenía el espíritu de una bella nación, la obra de arte del porvenir debe
contener el espíritu de la humanidad libre por encima y más allá de todas las
barreras de las nacionalidades; en ella el ser nacional puede ser solo un
adorno, un atractivo de la diversidad individual, no una barrera represiva”.
Claro que este Richard es el
entusiasta de la Revolución proletaria y anarquista de 1848, no aún el
protonacionalista pangermano que buscó refugio bajo el ala aleve del cisne de Luis.
La Revolución de 1848 corrió como la pólvora por toda Europa, para poner fin al
Antiguo Régimen. Si bien favoreció el nacionalismo en áreas como la alemana y
la italiana, se debió de vivir como un movimiento supranacional, que
posibilitaba una ingeniosa alianza entre la baja burguesía y el pueblo llano.
Salían perdiendo los aristócratas y los burgueses más adinerados (quizá, entre
ellos, muchos judíos).
Que Wagner se codeó
profesionalmente con judíos es un hecho probado. Hermann Levi, hebreo, dirigió
música de Wagner en Múnich y fue un buen amigo suyo. Hasta su muerte en Venecia
(martes, 13 de febrero de 1883), cuando él y Heinrich Porges, otro amigo judío
del compositor, llevaron las cintas negras del coche fúnebre. Wagner y Cósima,
su última consorte, reposan en Bayreuth (Baviera).
Richard Wagner se definió a sí
mismo, en 1841, como “un acorde
disonante, que en seguida se resolverá magnífico y puro por la muerte”. Es
de lógica y de justicia pensar que ese acorde disonante se normalizará siempre
en su legado: una tempestad maravillosa de entusiasmo y aliento coral, y un
huracán de altas y sublimes notas.
© Antonio Ángel Usábel,
febrero de 2015.
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A todo esto, Giuseppe Verdi tampoco fue un santo, pese a que construyera un asilo
para músicos. Su esposa, la soprano Giuseppina
Strepponi, que había hecho triunfar algunas de sus montajes operísticos, había
tenido varios embarazos antes de relacionarse formalmente con él en París, la
ciudad que todo lo perdona. Por ejemplo, con Camillo Cirelli, agente y
empresario teatral, Giuseppina tuvo a su hijo Camillino, en 1838. Ella no se
hizo cargo de él, sino que lo confió al cuidado de una antigua criada suya, que
se lo llevó a Florencia. Con once años, lo pusieron a trabajar de aprendiz de
un escultor. Su madre apenas lo iba a ver. Y Verdi no quiso saber nada de este
muchacho, que murió con veinticinco años, mientras estudiaba Medicina. Se
conjetura con la posibilidad de que Verdi no desposara a la Strepponi hasta
agosto de 1859, después de que Camillino alcanzara su mayoría de edad a los veintiuno,
en enero de ese mismo año, para evitar tener que adoptarlo como padrastro. Verdi
nunca se ocupó de los hijos de su mujer. Un año más pequeña que Camillino era
Sinforosa, habida posiblemente con un colega cantante. Esta niña fue adoptada
por una familia de clase obrera, y consiguió vivir hasta los ochenta años. En 1841
nació Adelina, su tercera hija, que murió con once meses, lejos de su madre.
Giuseppina no quiso tener descendencia con Verdi, al que veía como un ser
independiente. En 1868, la pareja adoptó como heredera legítima de sus bienes a
una niña de ocho años, Filomena María, al parecer una primita del compositor.
No obstante, todo hay que
reconocerlo, Verdi fue un artista golpeado desde joven por la tragedia
familiar. A punto de triunfar con Nabucco,
solo dos años antes, en junio de 1840, había perdido a su primera esposa,
Margarita Barezzi, hija de su protector. Con ella tuvo dos hijos –Virginia e
Icilio Romano--, que murieron con apenas un año, posiblemente de meningitis,
como su misma madre, Margarita. Esta triple tragedia –durísima—abatió el ánimo
del músico y ensombreció su vida y sus creaciones con un manto de pesar y de penumbra:
la muerte de Violetta, en La Traviata,
da muestra de este sino. La fuerza del destino siempre sumió a Verdi en un aura
de melancolía, y tal vez fue aquella la que le indujo a orquestar el virulento drama
del Duque de Rivas.
[Fuentes
consultadas: J. Martín, Wagner (Barcelona,
Ediciones G.P., s.a.); Ángel-Fernando Mayo, Wagner
(Barcelona, Ediciones Península, 2001); John Rosselli, Vida de Verdi (trad. de Ana Bustelo, Cambridge University Press,
2001)]
"EL PIMIENTO VERDI"__Programa de mano.
"El judaísmo en la música" (1850), por Richard Wagner.
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