En 1869, Julio Verne predijo el más mortífero y temible de todos los ingenios que surcan los mares: el sumergible. Dotó a su Nautilus de un formidable espolón capaz de atravesar el casco de los buques y hundirlos. El 8 de septiembre de 1888 –hace 125 años--, se botaba en La Carraca (Cádiz) un ingenio submarino ideado y construido por el cartagenero Isaac Peral, con una potencia de destrucción debida a sendos torpedos que podía disparar por su proa. Esta nave alcanzaba los 22 metros de eslora y los casi tres de manga, descendía a una profundidad máxima de nueve metros, iba propulsada por un motor de baterías eléctricas que le daban una velocidad de ocho nudos en superficie y unos cinco en inmersión. Precisaba de una tripulación de doce hombres y llegó a permanecer una hora sumergido merced a un dispositivo químico de purificación interna del aire. El casco era de acero, y las hélices –fabricadas en Inglaterra—de hierro. Dos pequeños impulsores emplazados hábilmente bajo el casco estabilizaban la nave. Disponía de torreta con un visor y un sistema de cálculo de tiro. Sin embargo, el ingenio, cuyo coste superó las 600.000 pesetas de la época, y fue amadrinado por la reina regente María Cristina, no satisfizo a las autoridades, y el prototipo quedó varado. Peral, despechado, solicitó la baja de la marina y montó una empresa privada de tendido y dispositivos eléctricos, que incluyó los prototipos de un gran acumulador en batería, una ametralladora eléctrica (adaptada durante la Primera Guerra Mundial) y un distribuidor portuario de embarcaciones. Enfermo por un tumor cerebral, tal vez resquicio maligno de un corte de barbero en la sien que no sanó del todo, fue operado sin éxito en Berlín, donde murió el 22 de mayo de 1895, a la temprana edad de 44 años. Sus restos reposaron algunos años en el cementerio de La Almudena, de Madrid, hasta que por unas reformas, la viuda autorizó su traslado a un mausoleo de Cartagena.
Isaac Peral no fue el padre del
sumergible. La idea era antigua: ya en la antigua Grecia se soñó con descender
a las profundidades en el interior de una campana de cristal, hipotético viaje
que los autores medievales atribuyeron al indómito e infatigable Alejandro
Magno. Pero fue entre 1800 y 1802, cuando por encargo del genio militar
visionario de Napoleón Bonaparte el norteamericano Robert Fulton desarrolló el primer submarino, el primer Nautilus de la Historia, propulsado por
hélice y por vapor. Sin embargo, el proyecto no convenció al gobierno
británico. En La vida privada de Sherlock
Holmes (1970), el genial cineasta Billy Wilder imaginó a la reina Victoria
despreciando tan ominoso invento bélico, cuyo malévolo fin era aproximarse a
otros barcos sin ser visto y hundirlos. Un gesto seguramente poco caballeroso y
nada británico. El caso es que durante la Guerra de Secesión norteamericana,
ambos bandos ensayaron, sin apenas eficacia, pequeños modelos de sumergible,
accionados con manivela, que acercaban minas a los buques rivales. La mayoría
de las dotaciones perecían asfixiadas por la entrada de agua, o envenenadas por
el anhídrido carbónico. Uno de los más logrados fue el Alligator, de catorce metros de eslora y solo uno de manga,
propulsado inicialmente por remos.
En España, en Barcelona,
construyó el inventor riojano Cosme
García Sáez (1818-1874) el Garcibuzo,
un pequeño submarino con capacidad para dos personas, probado con éxito en
Alicante en agosto de 1860. En ese caso, Isabel II declinó financiar su
desarrollo por falta de erario público, y el diseñador, muy patriota, rechazó a
su vez la oferta de construirlos en Tolón para Napoleón III de Francia. Cosme
García se fue a pique como su submarino: su hijo lo hundió adrede para que no
molestara en el puerto de Alicante, y él pereció en la miseria, como miserable
mendigo, en Madrid, a los 55 años.
En Cataluña, hubo otro visionario
aventurero que puso manos a la obra para construir un modelo de sumergible. Se
llamaba Narciso Monturiol Estarriol.
Era impresor, socialista utópico, y había nacido en Figueras en 1819. Fue
contemporáneo de Cosme García, y como este, estuvo vinculado a la Fábrica
Nacional de Moneda y Timbre. Construyó su primer submarino en 1859, el Ictíneo I, que fue probado en la bahía
de Barcelona en septiembre de ese año. Era de madera de olivo y roble, y parece
ser que permaneció sumergido dos horas y veinte minutos, a unos veinte metros
de profundidad. Tenía propulsión manual. Mejoró el proyecto botando, en octubre
de 1864, el Ictíneo II, financiado
por suscripción popular y con un coste de trescientas mil pesetas. Sin embargo,
el principal defecto del segundo ingenio estaba en la propulsión y autonomía.
El motor aún no era eléctrico, sino de combustión, y el vapor generaba
demasiada temperatura en el interior de la nave. El Ictíneo II llegó a descender a 30 metros durante siete horas y
media. Pero nuevamente el sumergible no interesó, el barco se desguazó y su
inventor murió pobre y olvidado, en casa de su hija Ana, en septiembre de 1885.
El submarino nunca dio suerte a
sus pioneros. De los tres proyectos españoles, el mejor desarrollado, sin duda,
era el de Peral, cuyo barco era ya un buque torpedero de acero. Potencias
extranjeras se inspiraron en su modelo para desarrollar futuros sumergibles de
guerra a comienzos del XX. El almirante estadounidense Dewey, que hundió la
flota española en Cuba, confesó temer al invento de Peral, y declaró: “Si España hubiese tenido un solo submarino
de los inventados por Peral, yo no hubiera podido sostener el bloqueo ni
veinticuatro horas”. Los ingleses quisieron comprar su sumergible y sus
ideas de mejora, pero Peral era un patriota y se negó a trabajar para ellos.
España desconoce a sus grandes genios. La ingratitud fue moneda corriente en
aquella sociedad bobalicona, acomodaticia y depauperada, que pagaba para que
otros fueran a la guerra y no consideraba a los honrados como dignos de
atención y respeto. Fue el quejido áspero, la amarga cantata con sordina de
Pérez Galdós. Nuestro lastre que, aun hoy, no nos hace funcionar como gran
nación.
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