Estoy vinculado a este drama de Priestley desde que me lo recomendaron en 3º de Bachillerato. Me hablaron del experimento con el tiempo que llevaba a cabo este meritorio autor británico: qué sucedería si alguien pudiera conocernos en el presente, ver lo que somos y cómo somos –joviales, jóvenes, ilusionados soñadores, con la vida por delante—e instantes después volviera a seguirnos en nuestro futuro, en las amarguras y quizá decepciones de la madurez, en la desconfianza hacia los demás y en el temor por la incertidumbre. Somos y no somos los mismos. Hemos cambiado, modificado nuestra manera de pensar, nuestra relación con el medio, nuestras actitudes. Los avatares de la vida nos han modificado. El espectador asiste a dos momentos diferentes y distantes de nuestra existencia y de nuestro ser. De repente, se abre una tercera ventana en el estudio: vuelta al pasado, a los instantes que siguen al punto de partida. El testigo, que ya sabe lo que nos espera, cuanto de bueno y, sobre todo, de malo nos depara el destino, sufre por no poder informarnos, por no tener voz en grito para disuadirnos de nuestras cándidas esperanzas. El elemento dramático surge cuando el público se funde en abrazo empático con los personajes en escena. El “suspense” emocional se alcanza a partir de vernos solidarios con los miembros de la familia Conway. Nosotros somos ellos. Una familia británica de clase media-alta, venida a menos, donde domina la presencia femenina y el espíritu matriarcal.
Noche de otoño de 1919. El día de la fiesta de Kay, una joven soñadora aspirante a escritora y celebridad, se juega a representar pequeñas piezas teatrales ante los amigos invitados. En esas escenificaciones se dan las claves para descubrir una palabra oculta. Gana el que la consiga adivinar. La señora Conway, orgullosa de sus hijas, participa en esos divertimentos. Kay, sin duda, está basada en la Jo de Mujercitas, la rebelde e indómita de la casa, a su vez desdoblada en otro personaje, Madge, la socialista, la luchadora comprometida, enamorada de las causas justas y solidarias. La hermana pequeña se llama Carol, y morirá tiempo después, reiterando de nuevo el drama de la novela de Alcott (la inocente pequeña que muere de escarlatina). Robin, uno de los hermanos, es un calavera botarate en cierto modo protegido y mimado por la madre del clan. Acaba de regresar de la guerra, y se le recibe como a un héroe, con todos los honores. Alan, el otro hermano, es tranquilo y juicioso; muy paciente, se acomoda siempre a lo que viene. Hazel, la otra hermana, lleva a casa a su pretendiente, un muchacho apocado pero con ambiciones. En la familia ya se integra Joan, prometida de Robin. El consejero de los Conway está satisfecho de las propiedades del grupo: las acciones de la fábrica han subido su cotización y nadie pensaría en venderlas. Hay dinero, se vive bien –pese a la posguerra—y todos contentos y a salvo.
Segundo acto (que es, en realidad, el tercero cronológicamente): noche de 1937. Un fantasma recorre Europa, los aires de una nueva guerra. Han pasado dieciocho años. Las ilusiones se las llevó el viento: ni Kay se ha convertido en una escritora de éxito (escribe solo para los periódicos), ni el matrimonio de Robin y Joan funciona bien, ni Madge es una líder de masas (simplemente, una maestra de escuela solterona y amargada). Por si fuera poco, han perdido a Carol, que ha fallecido. La matriarca recibe desconsolada la noticia de que los negocios familiares no marchan nada bien, y que se pueden considerar en la ruina. Su yerno –próspero negociante—no está dispuesto a ceder ni un penique. Robin bebe y acumula también sus deudas. El bueno de Alan intenta conciliar voluntades. Pero los Conway parecen caminar hacia el desastre. Tendrán que vender la amplia y hermosa mansión y trasladarse a vivir a una casa más modesta.
Ahora se produce una conversación fundamental entre Alan y su hermana Kay. Kay le comenta a su hermano: “—Hay un monstruo que domina en el Universo, al que llamamos Tiempo”. El Tiempo, Cronos-Saturno, devorando a sus hijos, como con miedo a perder su autoridad si les deja madurar. Entonces Alan matiza: “—No somos sino una sucesión de nosotros mismos. Como en el poema de Blake, llevamos lo bueno y lo malo entretejido”. Kay adolece de una hipersensibilidad ingenua: siempre ha creído en la bondad de las personas. Pero la vida no es como la pretendemos: hay lo bueno y lo malo, lo malo y lo peor. O nos adaptamos a la realidad, o sucumbimos y somos arrastrados por ella. El fracaso del idealismo se concreta en la soledad y acritud de Madge: la amiga del pueblo no ha objetivado ningún propósito solidario. El socialismo es una farsa, porque los hombres son demonios carroñeros, corruptibles e imperfectos. Las guerras no podrán ser superadas nunca; siempre habrá otra guerra. Las injusticias tampoco serán revocadas; a lo sumo la caridad cristiana paliará algo tanto infortunio. Nuestro pasado social se alía con nuestro futuro, y los hechos están llamados a repetirse. Volvemos al es preciso que algo cambie para que todo siga igual. Priestley supone la destrucción del idealismo de H.G. Wells y George Bernard Shaw. Por eso, jugando con la fantasía del desplazamiento en el tiempo, es capaz de mostrarnos la áspera pero innegable realidad: los hombres no son ni buenos ni malos, solo son hombres.
Tengamos en cuenta que la obra se estrena en 1937. La década del despertar del existencialismo, cuando Camus decía que era imposible escapar al destino. Su Calígula es de 1938, pero no se representa hasta 1945. En 1936, tuvo lugar la amarga experiencia de Arthur Koestler en la Guerra Civil española, cuando estuvo a punto de ser ejecutado. En 1937, asiste en Moscú a la purga de los antiestalinistas, lo que le lleva a romper con el comunismo como opción política y a escribir su testimonio en El cero y el infinito. Igual desconfianza hacia una sociedad regida por la dictadura de la Ciencia se plasma en Un mundo feliz (1932), de Huxley. La Ciencia no es nada sin el contrapunto de la caridad y del humanismo. Para Koestler, sin embargo, la Ciencia es una llave hacia los misterios del cosmos y del ser humano (v. Los sonámbulos, 1958). En los años treinta del siglo XX, la fe en los grandes valores entra en una crisis larga y tortuosa, desencanto que se materializará en la agresión de los regímenes totalitarios que sacuden Europa.
Recuerdo el montaje que se realizó de esta obra hace más de veinte años. Era yo un mozuelo casi. La vi con mi madre y una tía mía en el Real Cinema de Santander, un verano. Creo recordar que la dirección era de José Carlos Plaza, o de Miguel Narros. Se realizaba bajo los auspicios de nuestro entrañable Luis Escobar, quien fue el primero en estrenar esta pieza de Priestley en España, en la posguerra. En aquel entonces recibió otro título, mucho más explícito con lo que su argumento deseaba mostrar: La herida del tiempo. Recuerdo que una luz azul –la luz de los sueños—inundaba la escena cada vez que Kay se sentaba en el alféizar de un gran ventanal en el foro. Entonces se producía la magia de los saltos en el tiempo, del hoy al mañana, y después de nuevo hacia el ayer. La ambientación nostálgica, las entregadas actuaciones y el buen decir del drama, me emocionaron mucho. Comencé a considerar esta obra imprescindible. Un logro maestro y ejemplar de un autor inteligente y plenamente atemporal.
Por eso, ahora que la ha repuesto Juan Carlos Pérez de la Fuente, en los Teatros del Canal de Madrid (del 18 de enero al 5 de febrero de 2012), en versión de Luis Alberto de Cuenca y Alicia Mariño, he rejuvenecido esos veinte años. He vuelto al pasado: un muchacho tímido que estudiaba Filología en la Complutense, que aspiraba a ser profesor y erudito, tal vez escritor de cierta fortuna (como pretendía Kay), enamoradizo amante del amor, entregado a causas nobles (como quería Madge) y amigo de todo el mundo (como oficiaba Alan). Al mismo tiempo, veo en lo que me he convertido: en profesor sí –y con orgullo y afán vocacional--; en erudito, a medias; en aedo, con muy reducido auditorio –a lo Juan Pablo Rubín--; en entregado a los demás, en la medida de unas torpes posibilidades por falta de tiempo. De buen amante y consorte, en divorciado charrasqueado que vuelca toda su entrega en su hijo. He perdido todo mi empuje soñador, la determinación por acometer grandes empresas literarias e intelectuales en mi vida. Me he vuelto Alan, resignado, acomodaticio, escéptico en lo social y en el amor, estoico. Que es quizás como se deba sobrevivir.
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* REPARTO: Luisa Martín (La señora Conway); Nuria Gallardo (Kay); Alejandro Tous (Alan); Juan Díaz (Robin); Chusa Barbero (Madge); Débora Izaguirre (Hazel); Ruth Salas (Carol); Alba Alonso (Joan Helford); Román Sánchez Gregory (Ernest Beevers); Toni Martínez (Gerald Thornton).
Un montaje discreto, con los muros del salón de los Conway meciéndose progresivamente hacia el interior de la escena, para simbolizar la desestabilización y la pérdida de las ilusiones. Las interpretaciones, correctas, en especial las de Nuria Gallardo, Luisa Martín, Chusa Barbero y Juan Díaz. Pero la adaptación no llega a igualar a la acometida hace veinte años, procedente del Teatro Español de Madrid. Le falta emotividad, aura nostálgica, romanticismo. Los actores españoles tienden a ser cada vez más fríos: recitan su papel, pero no lo viven, no lo sienten dentro. Nada que ver con la anterior generación de Rafael Rivelles, Miguel Ligero, José Mª Rodero, Carlos Lemos, los hermanos Gutiérrez Caba, José Mª Prada, José Luis Pellicena, Amparo Rivelles, Lola Herrera, Agustín González, José Bódalo, Juan Calvo, Ismael Merlo, Jesús Puente, José Luis Ozores, Juanjo Menéndez, Manolo Morán, Elvira Quintillá, Mª Jesús Valdés, Julián Mateos, Jaime Blanch, María Isbert, José Luis Gómez, Rafael Alonso, Carlos Casaravilla, Manuel Alexandre, Alberto Closas, Fernando Delgado, Margarita Lozano, Mª Luisa Merlo, María Asquerino, Narciso Ibáñez Menta, Carmen Bernardos, Margot Cottens, Francisco Valladares, Valentín Tornos, Antonio Garisa, Antonio Vico, Manolo Gómez Bur, José Sazatornil “Saza”, y un extenso etcétera.
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JOHN BOYNTON PRIESTLEY, novelista, crítico, dramaturgo y ensayista, nació en Bradford el 13 de septiembre de 1894. Era hijo de un maestro radical. Durante la Gran Guerra sirvió en infantería. Seguidamente, se matriculó en Cambridge, donde comenzó su andadura como ensayista y autor de valoraciones de tema sociopolítico. En los años veinte publicó varias biografías, como la dedicada al hoy olvidado poeta y narrador George Meredith, y al suegro de este, el escritor de sátiras Thomas Love Peacock. Dickens también recibiría la atención de Priestley, quien rechazó un puesto fijo en la Universidad y prefirió establecerse en Londres con su mujer –la también escritora Jacquetta Hawkes-- y el hijo de ambos
En 1929 se editó su primera gran novela, The Good Companions (Los buenos camaradas), todo un éxito de público, que inicia la andadura de 'Jolly Jack'. Un año después llega Angel Pavement (El ángel de las calles), de corte realista, que confirma su popularidad. Priestley estaba dotado de un fino talento para recrear atmósferas de suspense, que decide aplicar al teatro. Advierte que la escena le permite jugar con el tiempo, con la variación de percepciones en los distintos personajes y en el público, y así nacen Dangerous Corner (Esquina peligrosa, 1932), Eden End (1935), Time and The Conways (El Tiempo y los Conway, 1937), An Inspector Calls (Llama un inspector, 1946) y I Have Been Here Before (Yo he estado aquí antes), donde aborda el misterio de la sensación de deja-vu.
Durante la Segunda Guerra Mundial, nadie se perdía sus comentarios de noticias las tardes de los domingos en la radio. Priestley transmitía serenidad y confianza a sus compatriotas, a la vez que era un modelo de constancia y de firmeza, justo lo que Churchill quería para levantar la moral británica. Tras ese periodo también continuaron las novelas: Bright Day (Día radiante, su preferida), Lost Empires (Imperios perdidos) y The Image Men.
De su producción de ensayos destacan Viaje bajo un arco iris (1955, sobre Texas y México, escrito en colaboración con su esposa Jacquetta, como así mismo el drama La boca del dragón, de 1952), El hombre y la literatura occidental (1960), Hombre y tiempo (1964) y Los eduardianos (1970). Escribió dos libros autobiográficos: Memorias (1962) y En lugar de los árboles.
En 1977, recibió la Orden del Mérito de Isabel II. Priestley falleció en la villa natal de Shakespeare, Stratford-upon-Avon, en 1984.
La condición humana siempre le interesó más que el esteticismo literario. Por eso escribía de manera natural, directa, sencilla, sin florilegios. De un escritor –al contrario que un pintor o un músico, más entregados a construir arte—se espera que, ante todo, comprenda el sufrimiento humano. Tal era su criterio.
El Tiempo y los Conway fue adaptada al español por vez primera y dirigida en escena por Luis Escobar, constituyendo un hito y un gran éxito en la temporada 1942-43. La herida del tiempo se topó con algunos problemas de censura, ya que se veía a su autor como “rojo, escritor de tendencias izquierdistas, enemigo de la España de Franco. En sus ideas políticas trata de conciliar las ideas conservadoras con el comunismo” (Expe. Censura nº R-3536). No obstante, con algunos recortes del texto, la representación acabó siendo autorizada. Para Luis Escobar esta obra abrió nuevos caminos al teatro, al ser “una de las más interesantes y más sorprendentes comedias de la literatura moderna”.
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