Todos los seres humanos estamos sometidos a las contingencias de la vida, y, en algún trámite de ella, pasamos por las mismas experiencias que han atravesado nuestros congéneres, algunas muy gratas y reconfortantes, otras tristes, trágicas y desalentadoras. Nos toca saborear la vida con la mayor intensidad posible, pero también recibir con acritud a la Dama del Alba, ya para nuestros familiares y amigos, o bien para nosotros mismos. Como dijo aquel, “no solo hay que saber vivir, también hay que saber morir llegado el momento”.
A veces necesitamos saber que los demás también sufren, para conjurar nuestro dolor ante una adversidad funesta y profunda. “Mal de muchos, consuelo de tontos”, se dice. O “Todo tiene remedio, menos la muerte”. Voy a hablar de un caso, transmutado en forma de libro, que merecería haber recibido mi atención y comentario mucho antes, puesto que se editó en 2013 y yo acabo de finalizar su lectura en estos días de abril de 2025. Me refiero a La ridícula idea de no volver a verte, de la periodista y escritora Rosa Montero. La autora perdió a su marido, el también periodista Pablo Lizcano, el 3 de mayo de 2009, por efecto de un cáncer devastador. Su desolación buscó refugio y, en parte, catarsis, en lo que significó la muerte inesperada, por accidente, de Pierre Curie para su esposa, María Sklodowska-Curie. Los esposos Curie formaron, quizá, el mejor tándem matrimonial y profesional de la Historia (por lo menos, de la de la Ciencia). Ambos, Premio Nobel de Física en 1903 por el descubrimiento del radio y de la radioactividad natural de los elementos, junto a Henri Becquerel. Después, en solitario, Marie recibiría, en 1911, el Premio Nobel de Química.
Quien más o quien menos conoce que Marie Curie perdió a su marido Pierre cuando este resbaló en una calle y su cabeza quedó atrapada bajo la rueda de un carro. Era el 19 de abril de 1906. 46 años tenía el físico investigador y 38 años su esposa, quien quedó al cargo de su suegro y de sus dos niñas, Irene y Eva (la primera, eminente científica como su madre, descubridora, junto a su consorte de la radioactividad artificial, y ganadora del Premio Nobel de Química en 1935; la segunda, biógrafa de Marie y literata). Fruto de aquel accidente que reventó la cabeza de Pierre fue un diario que Marie escribió en honor de él y a modo de consuelo y despedida. Este diario, y las modernas biografías sobre Marie Curie, son las que inspiran a Rosa Montero su libro, un bellísimo acercamiento a aquella pareja de sabios, a sus vicisitudes y a su lado más humano. Aunque se hayan leído otras reconstrucciones de la vida de la doble Premio Nobel franco-polaca, --acaso más técnicas, densas o documentadas--, no se debe dejar pasar el delicioso, cálido y tierno homenaje que le dedica Montero.
Entre los rasgos que caracterizaron a los Curie se dan coincidencias con Rosa Montero y su marido Pablo. Este último era un apasionado gran conocedor de la Botánica, y de hacer excursiones de observación por el campo. Igual los Curie, grandes entendidos en especies de plantas florales y extraordinarios aficionados a recorrer campiñas y espacios naturales en bicicleta. La autora del libro presenta el dedo anular más largo que el dedo índice, una característica no frecuente en las mujeres, y sí en los varones; pero es que Madame Curie tenía el mismo don masculino. Por otra parte, Marie Curie desarrolló un aliento maternal no solo hacia sus dos hijas, sino también hacia Pierre, a quien debía de ver como un niño grande, un sabio volcado en su intensísimo trabajo de laboratorio necesitado de protección y cuidados. De igual modo, esta es la semblanza que de Pablo Lizcano traza Rosa en su texto: “Pablo era un niño. Pablo era un hombre. Era un niño dentro de un hombre. Tenía una inteligencia formidable y muy original: seguía sorprendiéndome tras dos décadas de convivencia. Era cabezota, refunfuñón, seductor, honesto. Escribía muy bien y era un estupendo periodista. Además de elegante, atlético y meticuloso. Y le gustaban tanto el silencio como las discusiones […] Le recuerdo sacando a la calle, sobre un cartón, caracoles recogidos en nuestro pequeñísimo jardín, porque no tenía corazón para matarlos (solía hacerse el duro pero era así de bueno). Le recuerdo feliz paseando por los montes…” (v. el capítulo “Escondido en el centro del silencio”).
No obstante, esta es una historia sobre Marie Curie, como mujer de inteligencia superior, con fortaleza y arrestos como para abandonar su país natal e irse a estudiar a Francia. Una mujer que pasó frío y hambre mientras se formaba en París, que supo atraerse a un joven con enorme potencial y talento, que luchó contra los prejuicios sexistas, que removió toneladas de material radioactivo con sus propias manos, que se implicó denodadamente en descubrir mínimas porciones de mineral puro, que, en principio, ella y Pierre pensaron que era la solución para todo, y que la comunidad empresarial internacional explotó en desconocido perjuicio para la salud de los ciudadanos. Efectivamente: nadie temió al radio, y minúsculas porciones de él se incorporaron a lociones, cremas para la piel, y otros productos mágicamente curativos o beneficiosos. Los mismos Curie no tomaron las correctas precauciones para protegerse del mineral: Pierre hasta portaba un tubito con algo de radio en el bolsillo. Tanto su salud, como la de Marie, se fueron prontamente resintiendo. Pierre se sentía muy cansado y debilitado cuando sufrió el fatal percance con aquel carro. Si no hubiera muerto del aplastamiento, posiblemente habría fallecido no muy tarde por destrucción o alteración de las células y de la médula espinal. La misma Marie falleció a los sesenta y seis años, muy avejentada, el 4 de julio de 1934, por anemia aplásica, es decir, por un completo deterioro funcional de su médula.
En una mujer de inteligencia privilegiada, tan autoexigente y estricta consigo misma, tan esforzada y entregada a la causa científica, ¿Quedaría algún espacio para el amor, para encontrar la felicidad de la vida hogareña y el solaz en la intimidad? En la mayoría de los retratos fotográficos que se conservan de la genio, se la percibe como una persona extremadamente severa, firme, disciplinada, sesuda, cerebral, sin concesiones a la relajación, y menos a una sonrisa. Una mujer sargento, soviética, militarizada. Y, sin embargo, por sus escritos privados al menos, parece que sí llegó a disfrutar de su familia francesa y a sentirse unida a Pierre como si estuviera destinada para ello. Es más, una vez muerto su marido, Marie Curie se enamoró otra vez, aunque su unión furtiva con Paul Langevin, un estrecho colaborador de su esposo, durara poco, pues él era casado y un donjuán empedernido. La prensa más amarilla se encargó de airear el asunto: a Marie se la tachó de extranjera roba maridos, y hasta fue muy seriamente amenazada por la engañada mujer de Langevin. Todo ese escándalo en medio de la concesión a la investigadora de su segundo Nobel. Gente sin contemplaciones hubo que apedreó la casa de Madame Curie. No la perdonaban una parcela privada poco edificante bajo la consigna de la moralidad burguesa y cristiana. La científica recibió, empero, el apoyo condescendiente de eminencias en ciernes, de la talla de Albert Einstein, jovencísimo entonces.
Tumbas de Marie y Pierre Curie en el Panteón de París.
Aun cuando eran dos inmensos investigadores de la Naturaleza, Pierre y Marie también mostraron una inclinación o creencia hacia los supuestos fenómenos parapsicológicos de comunicación con el más allá y con las almas de los difuntos. Asistieron a algunas sesiones espiritistas y vieron aquellas experiencias como un territorio inexplorado. El espiritismo, como ingrediente del antipositivismo y del antirracionalismo, se había puesto muy de moda en Europa y Norteamérica en la segunda mitad del siglo XIX e incluso primeros años del XX.
Lo que sí tenían claro ambos genios era la necesidad imperiosa de despertar en la juventud un interés por el estudio de la Naturaleza, en detrimento, acaso, de los estudios humanísticos, como única fórmula de lograr un avance imparable de la Ciencia. Fue tema de conversación entre Marie, Pierre, y otras personas amigas en la víspera del fatídico día para aquel.
El libro de Rosa Montero nos recuerda que la Muerte existe, que está ahí, siempre pendiente de nosotros y acechando el mejor y único instante. Hay un pasaje, al inicio del capítulo titulado “Aplastando carbones con las manos desnudas”, que da escalofríos y hace reflexionar preocupantemente: cuando la autora compara la llegada de la Muerte con el juego del escondite inglés: alguien (tal vez la víctima) apoyado en la pared, de espaldas, mientras los jugadores intentan acercarse sin ser descubiertos. Entre ellos está la Muerte, que avanza hacia la pared ligera, silenciosa, implacable y cruel. En algún turno, gana la partida.
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2025.