Las relaciones entre Rusia y Ucrania nunca han sido cordiales. Tras la revolución comunista de 1917, y la consolidación de la llamada "dictadura del proletariado" (no otra realidad distinta que un régimen unipersonal, donde un tirano legisla y decide "en bien del pueblo"), Moscú quiso tener bajo su bota a los ucranianos, incluso matándolos de hambre, como sucedió durante el Holodomor. También intentó la Unión Soviética de Stalin anexionarse Polonia, al considerarla un semiestado y aprovechando la agresión nazi hacia ella, como territorio católico y débil.
En nuestros tiempos recientes, Vladimir Putin arrebató por la fuerza a Ucrania la estratégica península de Crimea, y, desde hace tres años, mantiene una guerra que, si no ha terminado mucho antes, ha sido por una sustancial ayuda norteamericana a su ejército y por los cuidados paliativos de los países de la Unión Europea.
Seamos realistas y no queramos hacer lo imposible: desde el principio Ucrania llevaba las de perder. Rusia, a pesar de las represalias económicas en su contra, sigue contando con ingresos importantes, merced a su petróleo y su gas (que compran países como España). Puede continuar atacando suelo ucraniano cuanto quiera. Solo si continuara la ayuda de Estados Unidos esa contienda podría alargarse por varios años más, tal vez, aunque con la certeza de que Rusia nunca caería derrotada. El apoyo otorgado por Europa es, a todas luces, insuficiente para permitir que Volodímir Zelenski defienda su nación y su gobierno.
Así pues, ahora la administración Trump ve y entiende que apoyar la continuación de la resistencia ucraniana no tiene mucho sentido, porque, en el otro bando, están Putin y sus correligionarios: Corea del Norte y China. Para pasar a otro nivel, Estados Unidos y sus aliados de la OTAN habrían de involucrarse más: tendrían que meterse del todo en el conflicto. Y ya estaríamos hablando de una nueva Guerra Mundial. La Tercera.
La solución que ofrece Donald Trump es detener ya esta guerra, haciendo para ello las dolorosas concesiones a Rusia, y también cobrándose Norteamérica toda la asistencia prestada a Ucrania en estos tres años. ¿Cómo? Por medio de la cesión de la explotación de minerales.
Es un lo tomas o lo dejas. ¿Admites que te han invadido y subyugado? ¿O prefieres mantener tu resistencia numantina porque la crees justa y razonable?
Zelenski no lo tiene nada fácil para decidir. Ahora mismo firmaría una paz ominosa y no honorable. Putin resultaría el gran vencedor. Y este triunfo, aparte de alimentar su Ego y su popularidad dentro de Rusia, incluso podría animarlo a repetir la guerra en otra parte, contra otro país. Recordemos que tal euforia la sintió Hitler cuando se anexionó los sudetes, Austria y Checoslovaquia. Puedes ocupar cuanto quieras, que los demás no van a hacerte nada. Protestarán, pero no pasarán de ahí. Sin embargo, la gota que colmó el vaso entonces fue la agresión a Polonia, el uno de septiembre de 1939. Esa audacia decretó el inicio de una cruenta guerra en Europa y, también, en el mundo.
¿Y si Vladimir Putin decidiera, en un par de años, intentar recuperar Alaska (que fue vendida a los norteamericanos en marzo de 1867, por algo más de siete millones de dólares, y es el estado más extenso de todo Estados Unidos)? ¿Se cruzaría de brazos, entonces, Donald Trump, y apostaría por una cesión de Alaska a los rusos? ¿O, por el contrario, convocaría a los países miembros de la OTAN y les obligaría a asistir a Washington en su respuesta militar a la desfachatez del Kremlin?
Una vieja fábula de Esopo cuenta que un lobo miraba por la ventana de la cabaña del pastor cómo saboreaban él y su familia un delicioso cordero, mientras él no podía pretender darse el mismo festín sin ser perseguido por el propietario del rebaño. El pastor mataba y comía lo que era suyo, y fustigaba al que le viniera a robar. Otro cuentecillo relata cómo las ovejas, que ceden amablemente su lana a su dueño, aconsejan despreocupadamente a un ternero que se deje conducir al matadero. Total, no van a ser ellas las sacrificadas; lo va a ser otro.
Esto nos dice que es muy fácil aconsejar que se ceda, cuando no nos va la vida en ello.
Rusia no es una democracia. Nunca la ha tenido. Del despotismo zarista pasó al estalinismo, y luego a la mala transición que gestaron Gorbachov y Yeltsin. El resultado es el gobierno autárquico de un líder que no permite sobre él la más mínima sombra. Que identifica Rusia con sí mismo, como Luis XIV con Francia ("El Estado soy yo"). Este es el perfil de mandatario con quien se las debe ver Europa. Un caudillo de igual catadura a los que pueblan el horizonte comunista. Estados Unidos prefiere llevarse bien con ese líder, que posee un importante botón termonuclear con misiles hipersónicos de última generación. Norteamérica (que hoy no anda muy sobrada) decide dejar su papel de sheriff contra los malos. De todas formas, ya hay una guerra abierta: la guerra comercial por la colocación de productos en los mercados. De momento, vence China. Y es muy difícil que la deje de ganar. Sus bajos precios son altamente ruidosos y competitivos, porque hay mucho chino que produce por un cuenco de arroz, y tan contento con su misión.
Europa, entre dos aguas, como la canción de Paco de Lucía. Bajas sus defensas. Y, a sus puertas, el enemigo.