Intenté alcanzar al viejo, pero no me era posible. Por rápido que andaba yo, él daba tres pasos más. Parecía increíble, pues apenas transmitía sensación de movimiento, cargado con su bolsa de la compra por la que asomaba el perejil y las hojas de puerro.
Un viejo con lentes doradas, legañoso y algo encorvado, abrigado con gabardina marrón vencedora en el tiempo como la batalla de Lepanto, ya de por sí gloria perecedera en los libros escolares de Historia.
Al viejo le había caído de la bolsa una carta, que yo había recogido del suelo en la avenida de plátanos junto a mi casa. Sin duda la llevaría para echarla en el buzón, pues el sello no se mostraba matado. Sin embargo, lo más sorprendente es que el viejo acababa de dejar atrás el más cercano, y no había hecho un alto para depositar por la boca el sobre.
Sin duda, en ese momento, el viejo no recordaba que llevaba la carta. Sin duda, la habría escrito y dejado en su vivienda. Sin duda, en algún rato la tomaría ya cerrada y con el porte pegado, lista para enviar.
En algún momento, recordaría tal vez que era una tarea por realizar, que un destinatario estaría esperando, quizá un familiar que vivía lejos, o un coronel desesperado y hastiado por la inacción de su situación de reserva, que soñaba con recibir la salutación de un optimista.
Alguien se quedaría sin el mensaje, si el viejo no recordaba que debía enviar la carta.
Era por eso mi prisa por alcanzarlo, y devolverle el sobre, limpio e inmaculado, pese al polvo y trasiego de la acera.
Pero, por más que avanzaba yo, a la misma distancia se mantenía aquel espejismo del viejo, caminando con lentitud, calmosamente, echado para adelante, la bolsa del supermercado asida en la diestra.
¿Para qué correr a sus años? Cuando uno es viejo, se puede tomar la vida como si todos los días fueran festivos. No es preciso, ni conveniente, caminar ligero hacia la muerte.
El viejo quizá viviera solo, y nadie lo recibiera en casa. Quizá aún se arreglara lo justo sin ayuda como para tener una apariencia digna de hombre mayor y un hogar decoroso.
Pero el viejo había olvidado la carta. Había rebasado el buzón sin reparar en que debía un envío.
Yo le seguía de cerca, como a cincuenta metros o así, que no cesaban de ser esos mismos cincuenta cochinos metros de cinco minutos antes, cuando recogí el sobre.
Pude ver que enfilaba una calle que yo de sobra conocía, pues había vivido en ella no menos de veinticinco años, desde mis tiempos de juventud, y que él descendía por la rampa del garaje. Mi misma rampa, por donde yo metía el coche.
El viejo se detuvo, abrió la cancela peatonal cerrada con llave y pasó dentro. Con todo, yo no pude alcanzarlo y, cuando me paré ante la puerta, él ya se había perdido entre las sombras. Di dos voces para captar su atención. Y nada. No volvió tras de sí.
Me quedé allí parado. En ese momento, no llevaba conmigo la llave del garaje y era imposible acercarme más.
La carta estaba en mi mano.
Se me ocurrió la idea de echarla yo mismo.
Pero quizá fuera demasiada osadía.
Si supiera en qué portal vivía el viejo, por lo menos podría dejar la carta al conserje.
Mas no sabía dónde.
Entonces subí la rampa y a la luz clarividente y diáfana del mediodía, me dio por inspeccionar el blanco envoltorio. Primero noté que no llevaba remite. Luego leí las señas del destinatario, y me quedé asombrado.
Era un sobre dirigido a mí.
Yo era el receptor de la misiva del viejo, de un viejo al que no conocía, pese a que me era familiar: en sus andares, en su figura encorvada, en sus lentes del país de Cíbola.
Era mi nombre y mi dirección exacta y completa. Era yo de quien ese anciano se había acordado.
Crucé al parque de enfrente, me senté en un banco sombreado, y abrí sin titubear el envoltorio.
Había dentro una tarjeta postal. El dibujo representaba un bosque de cuento infantil, y en primer plano una liebre corriendo veloz tras una tortuga lenta, perezosa y eternamente inalcanzable.
Pasé al texto. Una sola línea, garabateada en trazo azul disforme.
Una sola oración:
«No volveré a ser joven»
En eso pasó junto a mí una mamá con un niño pequeño de la mano.
El niño, mientras caminaba junto a su madre, miraba la bolsa de la compra que yo tenía al lado, con unas hojas de puerro y unos perejiles asomando.
Indudablemente, el hombre legañoso había olvidado echar la carta.
Indudablemente, la había abierto un desconocido.
© Antonio Ángel Usábel, 09 de octubre de 2020.
Lectura del relato por el autor.