A mi sobrina Marta,
en respuesta a su sana curiosidad.
Juzgar un periodo histórico tan reciente para el presente de tu país es una acción delicada por lo controvertida. De por sí, dicho periodo siempre tendrá sus defensores y sus detractores, circunstancia que vuelve imposible contentar a todos.
Se denomina «franquismo» al sistema de gobierno dictatorial del general Francisco Franco Bahamonde, impuesto por la victoria en una guerra a los españoles entre el 1 de abril de 1939 y el 20 de noviembre de 1975. Es decir, durante más de treinta y seis años. Algunos investigadores opinan que el régimen de Franco no fue fascista, sino simplemente autoritario, ya que no surgió promulgado por un partido de corte ultranacionalista, como sí los de Mussolini y Hitler. Sin embargo, hay que matizar que en España, acabada la contienda civil, se presentó al líder vencedor como llamado a gobernar por el destino, esto es, por designio mesiánico. Y así rezaban las monedas: «Francisco Franco, caudillo de España por la Gracia de Dios». Un hombre dotado de una visión y unas facultades presuntamente extraordinarias, que habían sido depositadas en él por el Altísimo para solucionar el problema de España y regir su presente y su porvenir. Un líder carismático e incontrovertible, quien además también tenía ambiciones coloniales, que eran las que sin tapujos planteó a Hitler en Hendaya (1940) y que incluía la dominación española de todo el territorio de Marruecos y del Sáhara. Si Hitler hubiera aceptado la propuesta colonialista de Franco, este hubiera hecho los esfuerzos necesarios para entrar en la guerra mundial alineado con las potencias expansionistas del Eje: Alemania, Italia y Japón. Franco solo abandonó sus aspiraciones coloniales cuando comprobó que la guerra se torcía para los nazis, y que su admirado Duce soltaba el mando. El cuñado de Franco, Ramón Serrano Súñer, era marcadamente germanófilo. Visitó Berlín para congraciarse todo lo posible con el Tercer Reich, y alentó a Franco a romper decididamente una neutralidad que nunca existió. En España, cualquier información sensible y útil para el Tercer Reich era de inmediato transmitida a Berlín. Es así que los ingleses se valieron de la falsa neutralidad española para «desinformar» convenientemente a los servicios secretos germanos.
Por tanto, Franco no salió de un partido fascista, pero adoptó a uno con cuyos valores autárquicos congeniaba: la Falange de José Antonio Primo de Rivera, abogado y político cínicamente convertido en gran mártir de la Cruzada por el régimen, al que en el fondo le pudo venir de perlas su desaparición. Franco acaso no fue en sí mismo fascista, pero sí esgrimió esos ciertos principios del fascismo.
Con la Falange coincidía también Franco en su ideario político, base doctrinaria del Movimiento Nacional: la «unidad de destino en lo universal», merced al establecimiento de un partido único y un ideario de Estado, que tomaba como inspiración el antiliberalismo, el neocatolicismo y la España unitaria de los Reyes Católicos, así como la imperial de los Austrias (Carlos I y Felipe II, especialmente). Estado confesional, centralista y fuerte, con aspiraciones a controlar la Economía, la Educación y el modo de pensar de cada ciudadano español, que no podía diferir de lo marcado por los sagrados principios del Movimiento. La Iglesia española --duramente castigada por la II República con una política anticlerical y atea, y por el asalto a iglesias y conventos por parte de descontrolados-- apadrinó el régimen salido de la contienda civil. Habían sido muchos los sacerdotes y monjas asesinados en los años de guerra; e incluso laicos que portaban una señal exterior de su fe, o que acudían a concelebrar. Todo esto alentó a que la Iglesia aprobara el franquismo, decididamente durante los años cuarenta y cincuenta, y más moderadamente a partir de los sesenta (merced al cambio operado por el Concilio Vaticano II con su revisión dogmática),hasta casi tornarse en opositora a Franco a partir de 1970.
Franco odiaba el liberalismo propio de la segunda mitad del siglo XIX: desde la Revolución liberal de 1868, conocida como «La Gloriosa», en adelante. Para él, el último gran estadista del XIX fue el monarca absolutista Fernando VII, azote justamente del parlamentarismo y de la diversidad de pensamiento. El carlismo, en el norte vascongado, había servido también de estímulo del tradicionalismo más inmovilista y ultramontano. Prim, Sagasta,Castelar y demás ralea liberal habían confundido y traicionado los verdaderos sentimiento y orgullo patrios. No servían para nada, salvo para confundir a los españoles decentes, acostumbrados a callar y a obedecer. No había nada más que una forma de ser español: la católica, unitaria y expansionista de Isabel y Fernando.
Franco, no obstante, era un muy hábil diplomático y sabía ir amoldando su manera cerrada de pensar a nuevas circunstancias que se le impusieran con el correr de los tiempos, por el propio avance de la sociedad y la política europeas. «Spain is different», desde luego, pero hasta un punto; sobre todo, si hay que contar con el impulso económico del turismo y de las inversiones extranjeras. Fue abriendo la mano para lidiar con lo que se le requería, sin necesidad de soltar el mando único. «Yo no cometeré la misma tontería de Primo de Rivera [la de dimitir]; de aquí al cementerio.» Esta era su determinación. Y la cumplió, sin duda. Le favorecieron varios factores: la escasa oposición interna a sus medidas de gobierno, conseguida con la «depuración» sumarísima al mantener el estado de guerra hasta 1948, para que pudiera haber refriega por medio de tribunales militares y penas de muerte (más de 28.000 ejecutados, se estima, tras la Guerra Civil); el hecho de verse su régimen como bastión anticomunista desde el comienzo de la Guerra Fría (el espaldarazo norteamericano del héroe y presidente Ike, Eisenhower); las medidas levemente liberalizadoras del mercado y de la Economía a partir de 1951-53, con la devaluación de la peseta para favorecer las inversiones extranjeras y la potenciación de la industria nacional. La llegada de los eficaces «tecnócratas» del Opus Dei, avalados por el brazo derecho de Franco, el almirante Luis Carrero Blanco, quienes impulsaron las inversiones industriales y gestionaron las crecidas de capital que llegaban de los emigrantes españoles, repartidos por toda Europa occidental.
Respecto al estamento castrense, el proclamado Caudillo se apoyó en él en la década inmediata a la Guerra Civil. El INI (Instituto Nacional de Industria) fue obra de un ingeniero militar, Juan Antonio Suanzes, de El Ferrol como Franco, y los principales puestos de relieve dentro del gobierno los ocuparon o militares o destacados miembros de la Falange. No obstante, más adelante Franco empezó a prescindir de sus camaradas de cuartel, de tal modo que el régimen ni fue militarista ni estuvo militarizado, como sí después lo estuvieron las dictaduras hispanoamericanas (la Cuba de Batista, la Argentina de Perón, el Chile de Pinochet). Hubo momentos en que el presupuesto de Defensa resultó inferior frente al de, por ejemplo, Educación (a raíz, sobre todo, de la Ley educativa de Villar Palasí de 1970). Los sueldos de los militares eran exiguos, de tal modo que no se lucraron con Franco. Y, si prescindió de sus compañeros de armas, el general también fue apartando a la Falange del control del Estado. En realidad, el Caudillo mantuvo a raya a los grupos influyentes para que ninguno sobresaliera por encima de los demás ni tuviera un peso determinante, ya se tratara de la milicia, los falangistas, los carlistas, la acción católica, el Opus Dei, o cualquier otro sector. Franco era Franco, la cabeza del Estado, y quien decidía en última instancia.
Las fobias obsesivas del general se centraban en el comunismo, el pluripartidismo y la presunta «conspiración judeomasónica» internacional, lo que no impidió que se diera una cal y otra de arena: se permitió a Ángel Sanz Briz, embajador español en Budapest, extender pasaportes españoles a refugiados hebreos (unos cinco mil), alegando que eran de origen sefardí, para que escaparan del acoso nazi; se excarceló a intelectuales de la talla del dramaturgo Antonio Buero Vallejo, pronto rehabilitado con el Premio Lope de Vega por Historia de una escalera (1949); se exoneró a sospechosos de izquierdismo como Luis García Berlanga, voluntario en la División Azul de Muñoz Grandes (a juicio del general, «Berlanga no es comunista; Berlanga solo es un mal español»); se autorizó a volver del exilio a profesores universitarios de la talla de Américo Castro (fallecido en Lloret de Mar en 1972, solo dos años después de su regreso). Por contra, la ausencia de voluntad reconciliadora condujo al fusilamiento de líderes comunistas como Julián Grimau, ya en una fecha tardía (20 de abril de 1963). La imputación de Grimau como policía en delitos de sangre durante la Guerra Civil nunca estuvo probada, aunque los anarquistas lo acusaban de haber combatido al POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista, contrario al estalinismo y promovido por catalanes como Andreu Nin). En diciembre de 1970, los dieciséis miembros de ETA procesados en Burgos terminaron pagando con penas de reclusión, y no de muerte como en principio se dictó contra ellos. Sin embargo, el 27 de septiembre de 1975 Franco se despedía con la ejecución, frente a pelotones de la Policía armada y de la Guardia Civil, de tres miembros del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota y dos de ETA Político-Militar. El asesinato en diciembre de 1973 --por metódica voladura de su coche-- del almirante Carrero, principal estandarte del régimen, alentó sin duda el ánimo justiciero del general.
En cuanto a la Cultura, hubo de someterse el régimen a la presión que venía de fuera: de la cerrazón y candado férreo durante los años cuarenta y cincuenta, con medios de difusión consagrados casi por entero a la defensa de los valores nacionales y patrióticos, a un ligero aperturismo con la Ley de Prensa e Imprenta de 1966, promulgada por Manuel Fraga Iribarne, que autorizó las publicaciones independientes y suavizó la censura previa, aunque no el secuestro de aquello que se estimara como peligroso, perjudicial o irresponsable. El diario Madrid fue clausurado en noviembre de 1971, y su sede dinamitada, señal de que no todo había cambiado a mejor.
La Universidad española era cada vez más levantisca y contraria al inmovilismo de la dictadura. Hubo huelgas universitarias --algunas alentadas por profesores-- ya en la década de 1950, un momento que contó en cargos ministeriales con mentes abiertas, como Joaquín Ruiz-Giménez Cortés, luego católico antifranquista convencido, fundador de la revista Cuadernos para el Diálogo en 1963.
A partir de finales de la década de 1960, arreció la petición de modificaciones, la necesidad de una apertura a Europa y la defensa del liberalismo en el llamado «parlamento de papel», es decir, en la prensa no oficial ni afín a Franco. El régimen tuvo que terminar admitiendo aquello que llevaba ignorando y reprimiendo durante treinta años: la libertad de pensamiento y su expresión.
España fue uno de los países europeos que más creció en la década de 1960, y hasta el año de la muerte de Franco, en que la economía comenzó a estancarse antes de decrecer por efecto de la crisis del petróleo. En la década de 1970, España era el décimo país más industrializado del mundo (a día de hoy, ocupa el décimo quinto lugar, aproximadamente). La renta per cápita española, en 1975, era de 2.486 dólares USA, esto es, de unos 207 dólares mensuales (en 2017, era de 28.157 dólares). Nuestra renta, en 1975, era pareja a la de Grecia e Irlanda, y algo inferior a la italiana. Las provincias españolas más industrializadas eran, en 1975, Álava, Vizcaya, Oviedo, Barcelona, Guipúzcoa, Santander, Alicante, Huelva y Valladolid. En el sector servicios destacaban Madrid, Las Palmas, Santa Cruz de Tenerife, Málaga, Granada, Sevilla, Gerona, Valencia y La Coruña.
Bajo el mandato de Franco se creó el seguro obligatorio de enfermedad (diciembre de 1942), con 292 hospitales públicos, 96 concertados, 500 ambulatorios y 425 consultorios. En enero de 1944, se aprobaron las vacaciones retribuidas y el permiso por maternidad. El mismo año, la paga extraordinaria. En 1956, se regularon los accidentes laborales, y en 1958 los primeros convenios colectivos. En abril de 1961, se aprobó el seguro de desempleo. En 1962, el subsidio de ancianidad. En diciembre de 1963, se promulgó la Ley de bases de la Seguridad Social. Entre 1940 y 1970 se crearon más de tres millones ochocientos mil nuevos puestos de trabajo. La tasa de analfabetismo bajó a un 2%. Cierto chiste que circulaba hace un tiempo contaba: «Hay que ver que ladrón fue Franco que nos robó el hambre y las alpargatas; y ahora estos son tan honrados que nos los van a devolver».
La repoblación forestal fue la mayor del mundo, solo superada, en la actualidad nuestra, por China. En cuanto a los embalses, con Franco se construyeron 515. Igualmente se mejoró el sistema de carreteras públicas.
Una circunstancia futura preocupaba especialmente al general: la unidad territorial de España. A su sucesor en la jefatura del Estado, el entonces príncipe Juan Carlos de Borbón, Franco no le quiso dar consejos de gobierno, puesto que entendía que el futuro rey debería ejercer el poder de otro modo. Pero sí, estando ya próximo a su agonía, le tomó la mano y le hizo prometer una única condición: que preservara la unidad de España como nación. Esa misma preocupación se manifiesta explícitamente en el testamento político de Franco: «Por el amor que siento por nuestra patria os pido que perseveréis en la unidad y en la paz y que rodeéis al futuro Rey de España, don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado y le prestéis, en todo momento, el mismo apoyo de colaboración que de vosotros he tenido [...] Deponed frente a los supremos intereses de la patria y del pueblo español toda mira personal. No cejéis en alcanzar la justicia social y la cultura para todos los hombres de España y haced de ello vuestro primordial objetivo. Mantened la unidad de las tierras de España, exaltando la rica multiplicidad de sus regiones como fuente de la fortaleza de la unidad de la patria.»
Un historiador norteamericano, Stanley G. Payne, piensa que España iba derecha a un cataclismo social en 1936, aun cuando no se hubiera producido el levantamiento militar contra la II República. Las condiciones no eran de paz ni de concordia precisamente, dada la radicalización de las posiciones políticas; sobre todo, de las de izquierdas. En su opinión, España caminaba --aun sin la intervención militar-- a una dictadura marxista, dada la fuerza que los partidos comunista, anarquista y socialista habían adquirido y el escaso respeto democrático que se seguía en el parlamento de la nación. Franco no hizo sino deponer una democracia que no existía.
No sabemos lo que podría haber venido sin la Guerra Civil: muy probablemente, la invasión de España por las fuerzas del Eje; acaso una intervención más directa y comprometida de la Rusia de Stalin; quizá un gobierno títere sostenido por otra nación extranjera totalitaria; puede que una contraofensiva de los aliados en suelo español. Tal vez, acabada la guerra mundial, una restauración de la monarquía ante el fracaso del sistema republicano, o incluso una república democrática tutelada por los aliados o por Estados Unidos. Nadie puede estar seguro de eso. Ni de cómo le hubiese ido a España económica y socialmente en las décadas posteriores a 1945. Es probable que no peor que con Franco, y quizá con libertades similares a las de la Europa occidental. Pero las libertades no son siempre signo ni precedente de una justicia social, que más bien hay que conquistar con la honestidad, la rectitud y la voluntad de servicio a la patria. Hoy vivimos el llamado «estado del bienestar», pero sin la suficiente justicia social que certifique la salvaguarda y progreso de todos los ciudadanos españoles. El régimen de Franco no puede volver, pero quizá debamos aprender de él lo que de positivo tuvo y desterrar para siempre su lado siniestro y sanguinario. La Historia tiene muchas lecturas.
© Antonio Ángel Usábel, diciembre de 2019.
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* Fuente de referencia: VV. AA., Franquismo. El juicio de la Historia, Barcelona, Ed. Planeta, 2005.
«Decía el historiador romano Tácito que los hechos históricos debían ser narrados con imparcialidad, es decir, mediante la exposición ecuánime de los diferentes puntos de vista sobre lo acontecido, y a partir de un esfuerzo intelectual prolongado. Ambos requisitos se cumplen con largueza en este volumen, que se divide en cinco capítulos temáticos, puestos a cargo de destacados especialistas. E. Malefakis caracteriza el régimen de Franco en perspectiva comparada como «autoritario no fascista y bastante sui generis»; S. Juliá estudia la evolución de la sociedad española durante el franquismo; J. L. García Delgado se ocupa de la economía desde «el largo túnel de la postguerra» a los años del desarrollo; J. P. Fusi aborda la transformación cultural del modelo nacional-católico a la recuperación de la conciencia liberal y los años setenta y S. G. Payne aborda los aspectos políticos, desde la ideología de Franco a la estructura institucional y la cronología. Como señala el coordinador, J. L. García Delgado, la historia ha sido desde 1975 «suficientemente generosa con los españoles como para invitar a comprender»: el lector encontrará en este libro un excelente punto de partida.» (Manuel Lucena Giraldo, en ABC, 20-11-2005).