Juan March Ordinas
fue un empresario, banquero y financiero español nacido en Santa Margarita
(Mallorca), el 4 de octubre de 1880. De familia humilde, pudo estudiar, sin
embargo, con los frailes franciscanos, pues su padre estaba empeñado en que
recibiera una educación. El muchacho era avispado para las matemáticas.
Mientras se formaba, entró a trabajar de recadero en un comercio, donde
aprendió a llevar los libros de cuentas. Poco más adelante (y como si del
cuento de la lechera se tratara) se hizo con una piara de cerdos. Con la venta
de estos animales, siempre bien aprovechados, el joven Juan compró unos
terrenos rústicos sin valor, que dividió en pequeñas parcelas, y luego revendió
a los campesinos. Con este capital, adquirió una participación en el
contrabando de un mercante, que traía productos del Magreb, entre ellos,
tabaco. Juan March centró su atención en este producto. En 1906, se hizo con
una participación de una pequeña fábrica de tabacos argelina, con hojas de
calidad a un reducido coste. Para 1911, ya controlaba Juan March el monopolio
del comercio de tabacos en Marruecos. A la vez, invirtió beneficios en los
tranvías de Mallorca.
En 1916, con un monto de cien
millones de pesetas, March fundó la Compañía Transmediterránea, muy beneficiada
con el primer conflicto mundial de 1914, pues Inglaterra y Francia usaron sus
navieras para la distribución de enseres de guerra. El control del empresario
sobre los tabacos fue aumentando. Esto le acarreó importantes problemas con el
gobierno de Cambó, ministro de Fomento. Se le acusó de contrabandista, lo cual
inspiró, incluso, la primera de sus biografías, El último pirata del
Mediterráneo (Barcelona, 1934), de Manuel Benavides. En 1926, fundó la
Banca March, en Mallorca. Al mismo tiempo, invirtió en petróleos y en redes de
distribución eléctrica. Compró periódicos: Informaciones,
La Libertad, Luz, El Sol, La Voz. Se codeó con políticos de
izquierdas, como Santiago Alba, lo que le acarreó el destierro en Francia. Fue
elegido parlamentario varias veces, con lo que obtuvo cierta inmunidad. Se
granjeó la simpatía del general Primo de Rivera. Llegada la II República, en
1932 ingresó en la Cárcel Modelo de Madrid. Se le acusaba de colaboracionista
con la dictadura y estraperlista. En 1933, mediante sobornos, consiguió escapar
de la prisión de Alcalá de Henares. Recaló en Gibraltar, y después en Marsella
y París. Ante la victoria del Frente Popular y el alzamiento militar contra la
República, Juan March se decidió a prestar una gran ayuda a los sublevados.
Compró el Dragón Rapide, el famoso
avión inglés que iba a trasladar al general Francisco Franco de Canarias a
Marruecos, donde lideraría el ejército de África. Después, puso a su
disposición cerca de seiscientos millones de pesetas para adquirir armas y
pertrechos.
Acabada la Guerra Civil, Juan
March no se sintió muy a gusto, sin embargo, con las inclinaciones prosociales
demostradas por la Falange, y se dedicó a dirigir sus negocios en el
extranjero. Residió en Lisboa, Ginebra, Londres y Tánger. Poco a poco, el
régimen del general Franco empezó a favorecerle en su puja por pequeñas
compañías eléctricas en quiebra, que él incorporaba a su FECSA (Fuerzas
Eléctricas de Cataluña, S.A.) En 1955, inspirado por multimillonarios como
Rockefeller o Carnegie, alumbró la Fundación
Juan March, para promover la Ciencia y la Cultura, aún plenamente en
activo.
Y en esto llegamos al año 1962.
Al domingo 25 de febrero. Mi abuelo, Ángel González Lloreda,
había estado almorzando con su familia y unos excelentes amigos en un
restaurante de carretera del municipio de Las Rozas (Madrid). Justo a la
salida, hacia las cuatro y veinte de la tarde, vio cómo dos coches grandes y
potentes colisionaban entre sí de frente, quedándose ambos alzados y prendidos
por el morro. La carretera de La Coruña estaba húmeda y resbaladiza por la
lluvia caída. El auto del subdirector de Iberduero, D. Pedro Martínez Artola,
se había cruzado en la trayectoria del coche de March. La primera reacción de
mi abuelo fue quitar el contacto de la batería de los vehículos, para prevenir
un incendio, pues el combustible se derramaba por el asfalto. A riesgo de su
vida, mi abuelo fue sacando a los ocupantes, con la asistencia del conductor de
un autobús que acababa de detenerse para ayudar. Dicho chófer se llamaba Ulpiano Pomar Sanz. De hecho, se utilizó su autobús para
trasladar a los heridos a la Clínica de la Concepción de Madrid. A Juan March
se le depositó en el pasillo central, tumbado, y con un asiento para recostar
la cabeza. Estaba bastante grave, con múltiples fracturas (no menos de cinco,
según el Doctor Jiménez Díaz). Con heridas serias resultó también Martínez
Artola, y algo más leves su esposa, Aurelia Echeverría, y su chófer, Francisco
Rueda. El conductor del vehículo del millonario salió ileso y su secretario
(Miguel Sagrera Maimó) con heridas leves.
Juan March pareció mejorar
durante los días siguientes al accidente. Contaba con ochenta años de edad. Lo
curioso fue que el doctor que lo atendió, el patólogo Carlos Jiménez Díaz, sufrió un infarto severo la misma semana. Estuvo
grave, pero consiguió recuperarse (falleció en 1967). Y tres años más tarde, un
aparatoso accidente de tráfico también. Jiménez Díaz estuvo atendiendo a sus
pacientes con ayuda de unas muletas, hasta que murió súbitamente en pleno acto
de servicio.
La evolución de Juan March
Ordinas se complicó y derivó en muerte, el 10 de marzo de 1962.
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El diario ABC de Madrid se hizo amplio eco del accidente de Juan March, así
como de los testigos del mismo. En su suplemento Blanco y Negro del 31 de marzo de 1962, aparecieron los dos hombres
que acudieron en auxilio de los heridos. Mi abuelo materno, Ángel González, retratado en el mostrador de su tienda de neumáticos de Malasaña 26, con un bolígrafo en la
mano, más bien serio, mirando al frente, como si cavilara para apuntar algo. A
esta tienda de neumáticos, que yo apenas conocí a mis cuatro o cinco años, iba
gente famosa, como el actor Fernando Rey. Recuerdo el aroma del caucho de los
neumáticos nuevos, el pitido del aire a presión que inflaba las ruedas, el
largo gato que izaba los vehículos. Un local pequeño, estrecho, con torres de
ruedas vistiendo las paredes.
Mi abuelo, Ángel González
Lloreda, era natural de Ceceñas, un pueblecito de Cantabria cercano a Solares. Enfermó de cáncer de páncreas y falleció en la misma Clínica de la
Concepción de Madrid, un sábado, 25 de noviembre de 1972, a los sesenta años de
edad.
Tres seres unidos por el azar y
muertos en el mismo hospital madrileño: Juan March, Carlos Jiménez Díaz y Ángel
González. Curiosidades –o misterios—del destino.
© Antonio Ángel Usábel,
junio de 2016.