“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

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domingo, 20 de diciembre de 2015

El hombre y sus cadenas.


José Luis Collado y Gerardo Vera han puesto en escena la versión dramatizada de uno de los hitos del realismo ruso, Los hermanos Karamázov, de Fiódor Dostoievski. Recuerdo aún la gratísima impresión, el desconcierto ante la existencia de un alma agusanada y una psique desnuda como la madre que la parió, que me produjo la lectura, con dieciséis años, de Crimen y castigo. Entonces entendí que hay un antes y un después de Dostoievski, como también lo hay con Zola, del cual descubrí Naná. No ha existido mejor momento para la narración, para la creación de personajes vivos, como la segunda mitad del siglo XIX. Toda la novela está ahí. Un momento álgido y sublime que no se ha repetido.

Los hermanos Karamázov es una de esas biblias del alma rusa, y por extensión, del alma humana. La otra es Guerra y paz. Una novela, en sus últimas ediciones en español, de 1.038 páginas. ¿Cómo llevar la esencia de ese torrente narrativo, de esa vida transmutada en literatura, a tres horas de representación? Muy difícil, un trabajo complejo, porque son muchos los matices, percepciones y sugerencias que pueden quedar fuera. En un encuentro que quieren volver mítico entre el director Gerardo Vera y el actor Juan Echanove –que interpreta a Fiódor Karamázov--, en el clausurado Café Comercial de Madrid, ambos profesionales se plantearon este reto, como si fuera algo novedoso, que no contara con prolegómenos. Pero sí, existe un claro antecedente, que el adaptador del texto, José Luis Collado, sigue muy de cerca: la versión cinematográfica que estrenó, en 1958, Richard Brooks, firmante, ese mismo año, de la más brillante traslación del teatro al cine: La gata sobre el tejado de zinc. Brooks y los Epstein (responsables del guion de Casablanca) se pusieron manos a la obra para intentar captar la esencia del gran relato de Dostoievski. Y es que la mayor parte de las secuencias de la película finalmente rodada, incluso con sus diálogos exactos, los recoge Collado en su reciente versión. En aquel largometraje, el patriarca déspota, mujeriego y calavera no podía ser otro que el ampuloso Lee J. Cobb, ese león rugiente que reaparece como Julio Madariaga en Los cuatro jinetes del Apocalipsis (Vicente Minnelli, 1962). Dimitri Karamázov, militar, hijo suyo, jugador, depravado, era Yul Brynner (quien parecía nacido para el papel, sin ser nunca un intérprete relevante). El personaje de la indómita Grushenka recayó en las delicadas facciones de María Schell, esa deliciosa actriz austriaca, formada en Francia y Suiza, que no se prodigó mucho en cine, pero que tenía calidez y magnetismo. Fue Natalia en Noches blancas (1957), de Visconti, también sobre un texto de Dostoievski, la ciega Elizabeth Mahler, a la que sana Gary Cooper en El árbol del ahorcado (1959), y la emprendedora periodista Sabra Cravat en Cimarrón (1960). El resto del elenco de Los hermanos Karamázov lo completaban Richard Basehart (Iván), William Shatner (Alekséi) y Albert Salmi (Smerdiakov). Los dos últimos, muy apropiados y correctos. A Katya (Claire Bloom) no se la llegaba a saborear en esa recreación, pues su carácter fue muy descuidado por los guionistas.
El eje vertebral de este montaje de Gerardo Vera lo constituye, sin duda, Juan Echanove, potente actor, territorial intérprete, que imprime toda la fuerza y vigor al patriarca del clan, Fiódor. En este momento de la Historia, no habría otro más idóneo en Madrid para este papel. Colosal resulta su introducción en escena utilizando una alfombra como trineo. Fernando Gil levanta un buen Dimitri, otra pieza básica de este tablero narrativo. Marta Poveda es una acertada Grushenka. Óscar de la Fuente compone, hábil y maravillosamente, un frágil y desesperado Smerdiakov, el epiléptico bastardo de Fiódor. Antonio Medina es un excelente Padre Zosima.
Aunque solo sea por rendir culto a un maestro ruso de la novela, y teniendo presente la dificultad del montaje de una obra suya, merece la pena asistir. Eso sí, la representación se hace un poquito larga.
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Los hermanos Karamázov (1880) nos habla del orden feudal en la Rusia zarista. Una tierra fría, de siervos sometidos a unos pocos potentados, donde el cristianismo ortodoxo suple a la ley y confiere cierto orden moral. Por eso Fiódor, cuando discute con su hijo Dimitri, acude no a un juez terrenal, sino a un hombre santo, el Padre Zosima, formador de su otro vástago Alekséi, seminarista, el “amigo de la Humanidad”. Que haya hombres justos no quiere decir que haya paz. La concordia brilla por su ausencia entre Fiódor y sus cuatro retoños. Dimitri no hace más que reclamar la parte que le corresponde de la herencia de su madre difunta. El padre le presta cantidades de dinero, pero con intereses, y transfiere algunos de esos pagarés a su amante Grushenka. Lo que no sospecha el viejo Fiódor es que Dimitri ama a Grushenka, y que esta también se siente muy atraída hacia él. Dimitri ha prestado una notable cantidad a Katya Verjóvtseva, para que esta saque de un compromiso a su padre, oficial del ejército. Katya se convierte en una rica heredera al morir una tía suya. Fiódor Karamázov confía en que ella se case con Dimitri, y que este herede su fortuna. Pero Dimitri no la ama. Sí, en cambio, Iván Karamázov, el filósofo positivista de la familia. La inquietud crece en Fiódor, al ver que pierde a Grushenka. La volubilidad de esta la lleva a torturar a Dimitri, haciéndole ver que sigue prendada de cierto polaco que la sedujo cuando era una jovencita. El enfrentamiento y rivalidad entre Fiódor y Dimitri crece por momentos, hasta volverse crítico e insoportable. Ambos se insultan agriamente delante del juez espiritual, Padre Zosima. Para resolver este conflicto, interviene Smerdiakov. Es el bastardo epiléptico y retrasado que engendró Fiódor una noche de farra y borrachera. El padre no lo reconoce como hijo y lo trata peor que a un criado. Harto de esta situación, Smerdiakov congenia con los deseos de Dimitri de ver muerto a su padre, y planea astutamente su asesinato. Cometido el crimen, se culpa de él a Dimitri, que estaba en el escenario de los hechos. Smerdiakov se justifica ante Iván, argumentando que ha asesinado porque si –como aquel afirma y cree—no hay Dios, todo está permitido. Pero Iván no aprueba esta muerte, y Smerdiakov se siente engañado. Se celebra una investigación y un juicio. Iván declara e intenta que se exculpe a Dimitri, sin conseguirlo. Siberia esperará a Dimitri Karamázov.

Los hermanos Karamázov trata, por supuesto, de cómo salen los hijos sin un modelo paterno moralmente aceptable. El personaje de Alekséi es, por ello, una de esas raras excepciones: no es el reflejo de su padre, sino que busca serlo del Padre Zosima.
Dostoievski plantea una visión relativista del mundo, dividido entre seres inmorales y oscuros, de aciagos destinos, y hombres de espiritualidad extraordinaria, cuya inclinación hacia la disculpa, el perdón y el bien, no puede, sin embargo, redimir a los primeros. Alekséi Karamázov es un ser muy distinto a sus hermanos y a su padre: no quiere vivir en el mundo real, y encamina sus pasos hacia el monacato. Iván es un cínico hipócrita y mentiroso que no se llega a creer sus propias doctrinas materialistas. Dimitri intenta cambiar sus malos hábitos, y sentar cabeza gracias a Grushenka, pero se cruza Fiódor en su camino, con enrevesadas consecuencias fatales. Ahora bien, los individuos no son compartimentos estancos, aunque el propósito del cambio siempre encuentra obstáculos firmes. Sucedía lo mismo en El jugador (1866). Por otro lado, las condiciones económicas dictan el sometimiento de las gentes al bellaco dinero. No se hace lo que se quiere, sino lo que el tiránico capital permite. Si se sobrepasan los límites, se raya en el delito, en el lado humillante y vil del infierno personal.

Así, los hombres y las mujeres son a veces malos, deseando ser buenos; o buenos, si logran escapar de los principios del mal. Los hombres se hacen a veces conjeturas y promesas de cambio, de modificación, que luego incumplen. Lo testimonia muy bien Grushenka en la novela: “--¿Sabes, Mitia? Voy a entrar en un convento. Sí, sí, algún día lo haré (…) Sí, pero hoy es cuestión de bailar. Mañana, al monasterio, pero hoy bailemos. Quiero hacer locuras, buena gente, ¿y qué importa?, Dios me perdonará. Si yo fuera Dios, perdonaría a todo el mundo, diría: ‘Simpáticos pecadores míos, desde hoy os perdono a todos’ (…) Lo que yo soy es una fiera, eso. Pero quiero rezar (…) ¡Una malvada como yo, y tiene ganas de rezar! (…) Todos los hombres de la tierra son buenos, todos, hasta el último. Se está bien en el mundo. Aunque nosotros somos malos, en el mundo se está bien. Somos malos y buenos, somos a la vez malos y buenos…” (Tercera Parte, Libro VIII: Mitia).
Cuando, en mis clases de Bachillerato, explico La Celestina (1499), hablo del mecanicismo de Rojas. La cadena de oro que regala Calisto a la astuta alcahueta es algo más que un simple premio; es un símbolo que apunta a la sumisión de unos a otros, y al poder del dinero. Los personajes de La Celestina no son libres, sino que unos se deben a las decisiones y al comportamiento de los demás. Celestina no deja en paz a Pármeno, hasta torcerlo para sus propósitos, porque necesita tener engañado a Calisto sobre Melibea. El apetito es el iniciador del drama, al despertarse en Calisto, joven ocioso y lujurioso, y asaltar también después a Melibea, por influjo de Celestina. En ese momento, en la apabullante visión de Melibea en el huerto al escaparse un halcón, cae la primera ficha con efecto dominó. La vieja utiliza a Areúsa para concitar a Pármeno. La prostituta se piensa dueña de sí, mas no comprende que es una simple pieza en el tablero de la mediadora. Los personajes saltan y actúan como resortes, como engranajes de una interminable maquinaria de reloj. Lo asimila perfectamente el triste Pleberio, en su monólogo final: “Un laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro”. Juego de hombres cogidos de la mano, bailando en corro. Eso es el mundo para Rojas. Y seguramente lo mismo para Dostoievski.
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Según estaba viendo la representación de Gerardo Vera, más me parecía deudor Valle-Inclán de Dostoievski. Las Comedias bárbaras (estrenadas a partir de 1907) –que se dicen inspiradas por Shakespeare y su Rey Lear—desgranan una Galicia rural muy parecida al feudalismo de corte agreste que se sufría en la Rusia del s. XIX. Aun con la consabida admiración hacia Don Juan Manuel Montenegro por parte de Valle, aquel no hace sino criar lobos. Los que desvalijan su casa y asaltan criadas y cementerios, en funesta alegoría y remedo de su señor padre. Don Juan Manuel es un león rugiente, mujeriego, descreído y semisalvaje, como Fiódor Karamázov. Dimitri se desdobla en Don Pedro y sus hermanos. Alekséi podría mudarse en el lado noble de Farruquiño (si es que alguno le queda a este). Don Miguel, “Cara de Plata”, se enfrenta al padre, por causa de la ahijada de este, Sabelita, a la cual su tía Jeromita aleja del pazo. Deshonrada después por Fuso Negro y rescatada tarde por Don Juan Manuel, la muchacha se enamora de su padrino, e intenta el suicidio por ello. Un triángulo sentimental (Don Juan Manuel-Sabelita-Cara de Plata) bastante cercano al de Los hermanos Karamázov (Fiódor-Grushenka-Dimitri). Además, existe el intento de “conversión”, de arrepentimiento último de Don Juan Manuel: esa vía purgativa que señala también el genio ruso. La novela de Dostoievski fue conocida en España, a finales del s. XIX (de 1885 en adelante), fragmentariamente y por entregas, desde traducciones francesas. En realidad, hasta 1908 no se asentó un interés por Dostoievski en España, habiendo sido hasta 1905 Tolstoi el novelista ruso más celebrado. Una de las primeras traducciones al castellano, en formato de volumen, de Los hermanos Karamázov fue la de Alfonso Nadal, en 1927, para Publicaciones Atenea.

© Antonio Ángel Usábel, diciembre de 2015.

domingo, 6 de diciembre de 2015

Brumas y tinieblas de la Comunidad Sumergida.


La poesía de Eduardo Bravo es el intento de sobrevivir en una ciudad gris. La certidumbre post existencialista de que no existe la buena compañía. Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, contaba con la baza de la esperanza en lo trascendente, para quitarse las espinas y las miserias de lo inmanente: el Buen Amor de Dios frente al loco amor, aquel amor falso y traicionero, el sesgo banal  de un centauro perdido, o del que oye cantos de sirena. Pero Bravo no entra en distinciones: “Soy poeta / y no creo en el amor” (Soledad).

Eduardo acaba de publicar Mientras tanto (mayo de 2015), su segundo libro de poemas, que me ha hecho el honor de regalarme. Un libro regalado por su autor es siempre un bien preciado; y si es de poesía, un tesoro. Veintiséis poemas y nueve relatos cortos. De entre todos los poemas, hay uno –hermosamente preclaro y terrible-- que vaticina el todo (que es a veces nada, pues la nada lo era todo). No lleva título. Succiona al lector hasta el desagüe: “…vi / una gran alcantarilla / por mundo.” Paisaje urbano entre tinieblas, el cavilar del hormigón azulado, frío, vacuo, perecedero, traicionero, déspota. Sin embargo, nos hacemos a ello, congeniamos con la sordidez áspera del lodazal y la humillación de la servidumbre humana. Inclinamos la cerviz aunque el corazón te lleve. Y viene la declaración delirante, el enrevesado oxímoron: “Lo triste, / lo alegre / es que me siento a gusto. / Me he convertido en rata.” (pág. 22)

Cuando se duda de semejante alienación, se tiende a buscar amparo en los amigos poetas. La animalización cosifica, retira al hombre el tiento social, lo enmudece, lo ensordece, lo aísla, lo hace náufrago de la Naturaleza. Es, efectivamente, la misantropía forzada y forzosa una puta triste, acurrucada, “sin chispa”. Entra Bravo, con coraje, en el callejón de las almas perdidas: “…mi duro pasado, / por la calle del olvido.” (¿Tributo a Los Secretos?)Entonces invoca a un perfil en sombra: “Solo contigo soportaré la muerte”. ¿Esperanza –como la de Antonio Machado—con forma de mujer? “Eres un animal humano que me fascina; / me hechiza” (Saber tu nombre, pág. 17) ¿O demonio becqueriano, volatinero, que nunca llega a concretarse? ¿Cree, de verdad, Eduardo en esa Fuerza del Amor que endereza el mundo, en ese canto con sordina de la última estrofa? No saboreamos el Amor en este libro. Lo contrario, sí. No nos llega el Cántico, sino el Clamor. El grito de Munch. Solo el aterrado grito de Munch. Este es el diario de una etapa sin matices. Sincero, crudo, nada edulcorado. Un paseo nudista por las brumas y tinieblas de nuestras comunidades sumergidas.

De los relatos, emergen dos, aparte del entrañable “Los jugadores de ajedrez” (que podría haber rodado Antonio Mercero con Manuel Alexandre). Nos referimos a “Cruzar la vía” y “El tatuaje” (págs. 53-54). Para encontrar esa pizca, brizna de amor hay que cruzar la vía; arriesgar y torcer tu rumbo de paseante solitario; ser menos barojiano. Acaso así lleves contigo el tatuaje, el que lleva el nombre de mujer.
“Ella me quiso y me ha olvidado,
en cambio, yo, no la olvidé
y para siempre voy marcado
con este nombre de mujer.”
(Xandro Valerio y Rafael de León)
Bravo sigue apostando por la intensidad epigramática de la estrofa breve, como ya hiciera en Ensayo de una vocación (2011). Pero mientras que aquel primer volumen nacía de una larga y acertada maduración de las composiciones, este segundo podría haber aguardado mejores momentos. El libro hubiera ganado, posiblemente, en abanico de sugerencias. En solidez y poder de dicción, y de evocación. Las prisas por publicar no son buenas: antes los hijos han de permanecer muchos años con el padre y la madre, y superar su adolescencia, para enfrentarse con tino al mundo, que los ha de poner a prueba.
© Antonio Ángel Usábel, diciembre de 2015.
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--BRAVO, Eduardo, Mientras tanto, Barcelona, mayo de 2015, ISBN: 978-84-606-8299-8, D.L. B-11768-2015
--BRAVO, Eduardo, Ensayo de una vocación, Granada, Ediciones Dauro, 2011, Libros Dauro, nº 143; ISBN: 978-84-96677-40-1; D.L. SE-5168-2011