“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

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domingo, 12 de abril de 2015

La Gran Dama del Crimen nos visita.



Una pareja de mediana edad, sin hijos, que quiere distraerse, se planta ante la puerta del Teatro Muñoz Seca. Ponen Diez negritos, la adaptación de la novela que Agatha Christie publicó ahora hace 75 años, en 1940. Es el relato de misterio más publicado y vendido de la Historia. La pareja duda si entrar o no. La mujer dice haber visto la película antigua, hace mucho tiempo. El hombre recuerda haber leído la novela de adolescente, pues su padre tenía un gastado ejemplar en casa. Al final se deciden, pues ni uno ni otro se acuerdan muy bien de lo que pasa, ni de quién es el asesino. Compran su entradita de entresuelo y pasan al interior. El Muñoz Seca aún ofrece un lujo sobrio de otros tiempos, como de principios de siglo. Lo construyó una cupletista, La Chelito, pero se le destruyó por un incendio, y hubo de reconstruirlo. El diseño actual es de 1930, más o menos. Las paredes se engalanan con fotografías de estrenos y de viejos divos y divas de la escena. Hay varias de Alberto Closas. Otras de Lina Morgan, Amparo Rivelles, Julia Gutiérrez Caba… La pareja sube por la escalera al piso de arriba. Por aquí y por allí, todavía se atisba algún saloncito coqueto, de esos que debieron acoger las conversaciones en los entreactos, si no los guiños ardorosos o los besos furtivos, pero apasionados.
La pareja toma asiento en la segunda fila. A su izquierda, en el lado de los impares, dos muchachas como de trece años, a las que su profe de Literatura ha mandado leer el libro original, y que quieren hacerse mejor idea viéndolo representado. Delante de ellas, una pareja de universitarios, que ha ido, como ellos, a desengrasar. En la primera fila de los pares, un padre con su hijo pequeño; el chaval de unos nueve años, interesado en la trama de misterio y crímenes. El padre se acuerda bien del desenlace, pero no lo dice. El teatro tiene el escenario pequeño y el patio de butacas de terciopelo rojo. El escenario es ideal para comedias de salón. Se levanta el telón, y se descubre el recibidor de una mansión acristalada que da al mar. Es una isla. Puertas a derecha e izquierda, y unos escalones de esquina que conducen a los dormitorios. Podría haber muy bien sido La Gaviota, el hogar del espíritu del Capitán Daniel Gregg, donde se recibe de huésped la Sra. Muir, pero no, es la jaula dorada que idea Dña. Agatha para convocar a diez responsables de otras tantas muertes injustas, y hacerles pagar muy caro su error. Uno a uno, esos diez personajes irán encontrando una cita con un asesino. No hay posibilidad de escapar. El ambiente roza la claustrofobia, como le gustaba proponer a su autora, siempre proclive a estrechar el cerco entre criminal y víctima. Recordemos Tres ratones ciegos (o su versión teatral, La ratonera, 1952, la obra más representada de todos los tiempos): unos huéspedes aislados por una nevada. O Asesinato en el Oriente Express, con el famoso tren detenido en mitad de la ventisca. O Muerte en el Nilo, donde todo se desarrolla a bordo de un trasbordador. O Navidades trágicas, y tantos otros islotes, creados por la imaginación de la escritora para volver a colgar sus nidos de cianuro espumoso, que no de arsénico por compasión.

Agatha Christie ha sido la reina del crimen. Sus novelas de Poirot, detective belga retirado, o de Miss Marple, la ancianita chismosa y pizpireta, han obrado delicias en varias generaciones de público fiel. Cuando uno llevaba leídas cinco o seis novelas de Christie, adivinaba y anticipaba el final al ser presentados todos los caracteres. Resultaba fácil: quien menos oportunidades, o menos razones, tuviera para el crimen, era sin duda el asesino. Pero, aun así, uno esperaba intrigado al tercer acto, ese momento solemne en que Poirot convocaba a todos los sospechosos y los iba enjuiciando uno por uno, hasta llegar al último, el verdadero culpable. Y a veces Dña. Agatha dio con desenlaces auténticamente sorprendentes, por lo inesperados o complejos, como sucede en estos Diez negritos, y también en su Orient Express, o en La ratonera. Especialmente sensibilizada por la crueldad contra la infancia, responsabiliza de este estigma a algunos de sus delincuentes.
Es de agradecer que el entretenimiento ideado por Christie vuelva, de vez en cuando, a los teatros de Madrid. Diez negritos, en versión de Ricard Reguant, hacía quince años que no nos visitaba. Aquella vez, era Paco Cecilio quien abría el reparto. Hoy es Paco Churruca, conocido, sobre todo, por Amar en tiempos revueltos. Completan el elenco, Mónica Soria / Ana Escribano, Pablo Viña, Quim Capdevila, Lydia Miranda, David Zarzo, Diego Molero, Jorge Lucas, Lara Dibildos, Antonio Albella, y, en colaboración especial, Manuel Galiana.
Actores muy dignos todos ellos, que merecen poder seguir trabajando en el oficio, entreteniendo y recuperando --por qué no, que hace falta--, piezas amenas y desenfadadas como esta de Diez negritos.
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Para nosotros, Miss Marple siempre será, en el cine, la excepcional veterana Margaret Rutherford, y Hércules Poirot, Albert Finney. Ni Peter Ustinov, ni David Suchet.
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En cuanto al título de Diez negritos, tiene su avatar. Lo conserva en las copias españolas más recientes, pues es la versión literal del primigenio de 1939-40: Ten Little Niggers. Reproduce la canción infantil creada en Estados Unidos, en el último cuarto del siglo XIX, tras la manumisión de los esclavos. Se publicaron, a partir de 1875, libritos con la melodía, donde diez hermanitos de color van desapareciendo o perdiendo la vida de la forma más tonta. Esta canción alcanzó gran difusión y popularidad en Gran Bretaña, quizá por su fiebre colonial.

La palabra “nigger” tiene fuertes connotaciones malsanas en inglés. Es un vocablo proscrito, tabú. Es la forma dialectal de “negro”. Significa, literalmente, ‘negrazo’. O sea, muy despectivamente, lo mismo que decir ‘negro de mierda’. Así pues, de Diez negritos, nada; la traducción resulta inexacta. Lo suyo sería Diez negritos de mierda.
Tal es así que, en Estados Unidos, aun cuando no habían dejado tranquilos a los negros ni les habían otorgado sus justos derechos civiles de seres humanos, prefirieron cambiar el título de la novela de Dña. Agatha, que pasaría a llamarse Ten Little Indians, esto es, Diez indiecitos. Debía de ser que, como apaches y sioux quedaban menos, a esos lo mismo les daba. Nos recuerda el comentario de aquel sujeto de El Padrino: “La droga, prohibida; excepto para los negros. Total, como son animales…”
En Reino Unido también se decidió endulzar el título de la novela, que pasó a conocerse como And Then There Were None (‘Y luego no quedó ninguno’). Ni negros, ni indios, ni gitanos ni suecos… y todos contentos.
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El Teatro Muñoz Seca, en la muy céntrica Plaza del Carmen 1 de Madrid, que ha funcionado como teatro y cine desde 1930, con sucesivos ajustes y remodelaciones, fue antaño, a comienzos del s. XX, el Salón Chantecler, dedicado a las variedades. En él y en otros locales de Montera, como el Salón París, se hizo famosa una cupletista nacida en Cuba (1885), hija de un Guardia Civil, Consuelo Portela, más conocida por su nombre artístico de La Chelito (o La Bella Chelito). Esta artista de voz limitada, pero cuerpo generoso, cantaba rumbas y ritmos caribeños, junto a coplas picantes. Durante sus actuaciones, casi como por descuido, solía descubrir un pecho, siempre el mismo casualmente, lo que volvía locos a los parroquianos que la seguían. Estos hombres tentados por el pecado de la carne gritaban entonces que Chelito enseñara el otro. Y ella daba desplante respondiendo: “Tontos, si es igual”. Con sus actuaciones en el Chantecler y en el vecino Frontón Central o Central Kursaal (luego, Cine Madrid), donde además de jugar a pelota vasca, se actuaba sobre un escenario, La Chelito amasó una pequeña fortuna, siempre vigilada y administrada por su celosa y competente madre. Consuelo Portela compró el Chantecler e inauguró, en 1911, en su lugar, el Teatro El Dorado. Ese mismo año, sin embargo, lo arrasó un incendio, y hubo de gastarse nuevas perras en reconstruirlo. Se encargó de ello el arquitecto José Espelius Anduaga. Con el tiempo, se transformó en el Muñoz Seca, en honor del meritorio comediógrafo, fusilado después por los republicanos comunistas en Paracuellos.

El Chantecler y La Chelito inspiraron una película protagonizada por Sara Montiel y dirigida por Rafael Gil, La Reina del Chantecler (1962). En la misma, La Chelito –que no vivía ya, pues falleció en noviembre de 1959—pasó a ser La Bella Charito, una actriz y cantante de vida fácil que se termina enamorando fatalmente de un joven vasco y carlista. La Bella Charito, a diferencia de La Chelito, que descendió a los infiernos y subió a los cielos, esto es, dejó los cuplés para volverse empresaria seria y respetable, de misa y comunión, no consiguió para nada cambiar de vida. Exigencias del guion y de la justicia poética que aguardaba a las pecadoras.
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2015.

sábado, 4 de abril de 2015

La prueba de mi verdad.


El pasado 12 de marzo, Sus Majestades los Reyes inauguraron, en la Biblioteca Nacional de Madrid, la muestra “Teresa de Jesús. La prueba de mi verdad”, cuya comisaria es la catedrática Rosa Navarro Durán, especialista en Literatura española del siglo XVI y espléndida adaptadora de los clásicos para niños y jóvenes.
 
El sábado, 28 de marzo de 2015, se cumplían exactamente quinientos años de la venida al mundo en Ávila de Teresa de Jesús.
 
La exposición (abierta hasta el 31 de mayo de 2015) contiene diversos retratos y bustos renacentistas y barrocos de Teresa de Jesús y sus compañeros de religión, como es el caso de su pequeño confesor, luego extraordinario poeta, San Juan de la Cruz. Piezas de mobiliario que pertenecieron a la santa, o bien que formaron parte de sus conventos carmelitas. Se puede ver, por ejemplo, el tintero que usaba para escribir, el arcón donde guardaba su correspondencia, el manuscrito autógrafo original de varias de sus obras literarias, como el Libro de la Vida, algunas de sus epístolas, las representaciones de Jesús Niño (el Esposito) que se adoraban en algunas de sus sedes, las lecturas de mayor influencia –desde las caballerías, como el Amadís o las Sergas de Esplandián, hasta las Confesiones de San Agustín y el Tercer Abecedario, de Francisco de Osuna (Toledo, 1527)--. Imágenes de sus arrobamientos y de sus místicas visiones; la valoración de poetas modernos, de la Generación del 27, como Pedro Salinas, Gerardo Diego y Federico García Lorca…
Falta, si acaso, la explicación que la Ciencia ha dado a su comportamiento y psicología, que, como se ha sugerido, va de la neurosis a las crisis de epilepsia (v. doctores Pierre Vercelletto y Esteban García-Albea). Sin embargo, como apunta Joseph Pérez, Teresa mantuvo el aplomo y la claridad de pensamiento hasta el final de su vida, y esto no lo llegó a torcer enfermedad alguna.
La comisaria de la muestra, Rosa Navarro, insiste en que el punto de partida son los escritos y las lecturas de Teresa, y que hay que leerla alguna vez, para sentir la fluidez natural de su prosa, y así poder distinguirla de otras santas al uso. Pero, si bien Teresa es sumamente atractiva y atrayente en su escritura, no deja de ser, siempre, una mística, una buscadora absoluta de Dios Hijo, y por consiguiente, monotemática y difícil para quien no quiera saber de ascesis y misticismo: “No puede ya, Dios mío, esta vuestra sierva sufrir tantos trabajos, como de verse sin vos le vienen; que si ha de vivir, no quiere descanso en esta vida ni se le deis vos. Querría ya esta alma verse libre: el comer la mata, el dormir la congoja; ve que se la pasa el tiempo de la vida pasar en regalo y que nada ya la puede regalar fuera de vos; que parece vive contra natura, pues ya no querría vivir en sí, sino en vos.” (Libro de la vida, capítulo XVI). La santa compartía con la Inquisición, además, sus fuertes temores hacia el Demonio, a quien constantemente había que plantar cara y batalla: el Diablo como sapo, sus acólitos despedazando el cadáver de un pecador, las contiendas de demonios contra ángeles, la visión terrible del Infierno y del Fuego Eterno.
Teresa de Cepeda y Ahumada, hija de un comerciante converso, enamorada por igual de los libros de caballerías y de los relatos de mártires, hasta querer escapar de niña a tierra de moros, para ser descabezada en nombre de la fe cristiana, fue una mujer muy peculiar para su época. Nada resignada al doble papel de esclava del padre y comparsa del prometido, que asignaba la sociedad a las jóvenes casaderas, Teresa rehuyó el matrimonio y convenció a su progenitor para permanecer soltera durante un tiempo. Con veinte años, ingresa en un convento de agustinas, y poco a poco ve aquello como una solución conveniente para lograr la independencia en la dirección de su propia vida. María de Briceño, maestra de novicias, instruye a Teresa en la vida contemplativa. Teresa comienza a separarse de un mundo material que no la llenaba, para ir abrazando una segunda y más perfecta y acabada experiencia de oración. No podía sospechar que lo que había comenzado como un refugio y una huida para permanecer célibe, iba a fructificar en una sólida y definitiva unión con Cristo, por amor. Sería en la década de 1560 cuando Teresa tomaría plena conciencia de su entidad de religiosa, esposa del Señor, de carmelita, y de reformadora a fondo de su orden. Porque Teresa no resignó a ser una monja, sino que se alzó en la necesidad de emprender, contra viento y marea, una refundación del Carmelo: de calzado a descalzo. De los acomodos y privilegios de alcurnia, a la humildad y la pobreza más absolutas, al modo franciscano. Porque solo en la pobreza vive uno consigo mismo, y por sí mismo, y si cree con fuerza de corazón, alcanza mejor a Dios, por amor del Padre, que deja que se llene de Él.
Dieciséis fundaciones, desde San José de Ávila, el 24 de agosto de 1562, el año de nacimiento de Lope de Vega, pasando por los de Toledo, Pastrana, Salamanca, Alba de Tormes, Sevilla, hasta el último de Burgos, en 1582, el mismo año de la muerte de la futura santa. Curiosamente, dieciséis conventos, y dieciséis años tenía María de Briceño, su primera principal instigadora, cuando se recibió de monja, en 1514.
Teresa de Jesús, beatificada en 1614, proclamada en 1617 patrona de España (junto al apóstol Santiago), canonizada en 1622, y nombrada en 1970 Doctora de la Iglesia por Pablo VI, despertó inmensa devoción desde su misma muerte, acaecida en Alba de Tormes, el 4 de octubre de 1582. La reformadora debió de morir de un cáncer de útero, que cursó con muy extremas hemorragias finales. Como ocurre con todo cadáver que queda desprovisto de sangre, sin ningún esfuerzo se momificó de por sí. Exhumado al año, en julio de 1583, estaba incorrupto. En ese momento comienza, también, su desmembramiento para repartir sus reliquias: primero la mano izquierda y el dedo meñique, por el P. Gracián (la mano que tuvo el General Francisco Franco consigo, devuelta más tarde a las carmelitas de Ronda, y que el P. Gracián había llevado a Lisboa); después, en 1585, el brazo izquierdo; en 1588, el corazón; más adelante, el pie derecho y parte de la mandíbula superior (hoy en Roma). Todo un muestrario de anatomía portátil, santificada y aromatizada.
Pero vayamos ahora al porqué de Teresa de Jesús y de otros honestos reformadores del celo religioso.
El 31 de octubre de 1517, Martín Lutero se había levantado contra la simonía de las indulgencias, tolerada por el Vaticano. La piedad entendida como comercio. En 1503, Erasmo de Rótterdam había publicado su Enchiridion militiis christiani (o Manual del soldado cristiano), donde reivindica que debe ser Cristo –y solo Cristo—luz y guía espiritual para el verdadero creyente. No el formalismo, no la Iglesia con su parafernalia de actos y de jocalias. El corazón del hombre volcado sinceramente en Cristo y en su mensaje. Una purificación de los modales, una vuelta al cristianismo primigenio, a la fe vivida en la intimidad: “Pero tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cuando hayas cerrado la puerta, ora a tu Padre que está en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.” (Mt 6, 6). Desde la Edad Media se venía sufriendo la vida escandalosa, hipócrita y nada remilgada, del clero católico. Quien más o quien menos, después de decir misa, traficaba con la penitencia y se reunía con su concubina. Todo era soflama, oro y majestad, sobre todo entre obispos, cardenales y abades. En muchos conventos, las postulantas pobres convivían con hijas de la nobleza que tenían aquel retiro como una posada de lujo, con criadas y esclavas a su servicio. Erasmo recomendó, por ello, un desapego del materialismo mundano y una recuperación de las comunidades de base, para recuperar lo auténtico, que subyacía en el mensaje de Cristo. Pero Erasmo, que comenzó a ser traducido y leído activamente en España a partir de 1516, se opuso a Lutero en la defensa de la Salvación del pecador por medio del buen uso del libre albedrío. Nacemos débiles para la carne e inclinados al mal, pero, mediante el conocimiento y abrazo del ejemplo de Jesucristo, podemos redimirnos y conseguir ser salvos. Gracias al libre albedrío, y a ese “buen amor de Dios”, del que hablaba Juan Ruiz, el famoso arcipreste, podemos cambiar nuestro destino.
En España surgieron comunidades secretas de laicos y religiosos que comenzaron a reunirse para vivir una fe de oración y recogimiento, al margen de la Iglesia oficial y oficiosa. Fueron los “pietistas” y los “alumbrados”, cuando no protestantes declarados. Leían la Biblia traducida al romance, lo cual estaba prohibido, pues dejaba cierta libertad interpretativa al propio lector. La Biblia solo cabía escucharla leer en griego o en latín a un predicador autorizado. Sin embargo, cómo continuar respetando y obedeciendo a quien no tenía ninguna autoridad moral, pues poco o nada predicaba con el ejemplo. Estos hombres y mujeres de fe, piadosos y respetuosos con la Palabra del Evangelio, querían ser distintos y también vivir de un modo diferente. Son los represaliados por la Inquisición en Toledo, en 1527, y sobre todo, en Valladolid y Sevilla, en 1559. Miguel Delibes da espléndida cuenta novelada de ello en su pieza maestra El hereje (1998).
Otros hombres y mujeres de religión, muchos, descendientes de judíos conversos, probaron otro camino: el de las reformas sin salirse de la Iglesia Católica. Aun con frecuentes enfrentamientos y encarcelamientos por sospechas de herejía. Entre los tales se encontraron Fray Luis de León, Fray Luis de Granada, Juan de Ávila, Fray Pedro de Alcántara, Gaspar Daza, Fray Jerónimo Gracián Dantisco, Alejo de Venegas, Juan de la Cruz y, por supuesto, nuestra Teresa de Ávila.
La muestra de la Nacional exhibe un soberbio retrato naturalista de Juan de Ávila, debido a un anónimo discípulo de Doménico Greco. Un religioso afable, de aire sencillo y ánimo letrado, pero a la vez cordial en el trato. Eso es lo que transparenta esta deliciosa pintura de Juan de Ávila. Juan de Ávila fue confesor de Teresa, pero por poco tiempo, pues murió en Montilla en 1569. Quiso ser predicador en las Indias, mas su rango de converso le confinó en Andalucía, donde se granjeó grandes adeptos por su facilidad de palabra y su espíritu sincero. Fue el responsable de la conversión del marqués de Lombay, después San Francisco de Borja. Juan de Ávila, beatificado en 1894 y santificado por Pablo VI, a punto estuvo de entrar en los jesuitas de Ignacio de Loyola. Escribió aquella delicada e hipnótica alegoría sobre la Comunión: “Comemos al Señor, y, según se ha dicho, cómenos Él a nosotros, como lo fuerte a lo flaco e incorpóranos en sí, haciéndonos miembros suyos…” Llenarse de Dios, colmarse enteramente de Cristo Jesús, como única manera de ser cristianos y militar junto a Él. Cristo, la sola cabeza visible. Es así como se llega a ese dulce poema de Teresa de 1571, escrito para la profesión de Isabel de los Ángeles en Salamanca:
“En Cristo mi confianza,
y de Él solo mi asimiento:
en sus cansancios, mi aliento,
y en su imitación, mi holganza.

Aquí estriba mi firmeza,
aquí mi seguridad,
la prueba de mi verdad,
la muestra de mi fineza.”
La prueba de su verdad es, para Teresa, Cristo mismo. Cristo solo. Vencedor de todo pecado, de toda tentación, fiel compañero triunfador sobre el Espíritu del Mal y sobre la misma Muerte.
 
“Vivo sin vivir en mí,/ y tan alta vida espero,/ que muero porque no muero.” Teresa ansía la unión mística con el Esposo-Cristo. Ese momento que se dilata, que se demora, con visiones grotescas del Infierno, la visita de algún diablillo, y el éxtasis del ángel con el dardo de oro y la punta de fuego, traspasando su pecho y llagando su corazón con el desatino del Amor de Dios. Teresa ya no quiere otra realidad:
“Hirióme con una flecha
enherbolada de amor,
y mi alma quedó hecha
una con su Criador;
ya yo no quiero otro amor,
pues a mi Dios me he entregado,
y mi Amado es para mí
y yo soy para mi Amado.”
La contemplación, el desprecio del mundo y la vida recogida, conventual, parecen gruesos anacronismos para esta sociedad de hoy, tan fieramente competitiva, y toda cortada por el mismo patrón capitalista, es decir, “globalizada”. El dios dinero se señorea del porvenir de cada hombre: opulencia frente a pobreza, mentira frente a verdad, triunfo frente a fracaso, ambición frente a humildad, político frente a aventurero o vagabundo.
Teresa de Jesús fue de vida austera y contemplativa, fue una monja de clausura devota de la oración y de la piedad. Pero también una mujer con una ambición sana de fundar, de transformar su orden como la crisálida se vuelve mariposa, siendo esta el alma entregada a la luz del Esposo amado. Teresa se movió, recorrió Castilla en su carreta cubierta para abrir nuevas casas de oración; persiguió permisos y licencias; pidió la ayuda de los poderosos –el rey Felipe II—y también se enfrentó a ellos –la Princesa de Éboli--. Consiguió para los hijos e hijas de la Iglesia un lugar de descanso donde la Verdad resplandeciera con fuerza. Para que el Catolicismo no se ahogara en su propio vómito, y recordara y vivificara, en los siguientes siglos, el motivo de su fundación. Esa razón inefable, y a veces esquiva razón de la sinrazón, que explica toda la Historia de Occidente en los pasados dos mil años.
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2015.
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El acercamiento a la Iglesia Católica, incluso la pertenencia a ella, era lo mejor que podía hacer una familia numerosa y “cristiana nueva” –esto es, descendiente de judaizantes--. De esta forma, se soslayaba toda sospecha y se llegaba a formar parte indiscutible de la sociedad sin tacha. El abuelo paterno de Teresa de Jesús, Juan Sánchez (o de Toledo), se dedicaba, en principio, al comercio de paños y de sedas, y al cobro de tributos. Vivía prósperamente en Toledo. Cuando hasta allí llega el Santo Oficio, en 1485, es de los primeros que corre a reconciliarse con la Santa Madre Iglesia, reconociéndose como “pecador judaizante” o falso converso. El tribunal le impone, como penitencia, acudir a siete misas públicas vestido con sambenito. Pasado el oprobio, Juan Sánchez abandona Toledo y se instala en Ávila. Allí, comienza a cambiar de oficio: compra unas tierras, y las explota directamente o arrienda. Ser propietario de tierras, es decir, convertirse en terrateniente, suele llevar aparejada la hidalguía, el más bajo y elemental grado de nobleza. Sus cuatro hijos, Pedro, Alonso, Ruy y Francisco, imitan al padre e invierten en tierras. Son, además, considerados “hidalgos”, con exención del pago de impuestos y derecho de vivir de las rentas. Juan Sánchez, por ende, hace algunos encargos para el arzobispo de Santiago de Compostela, Alonso de Fonseca. Uno de sus hijos está especialmente volcado en la práctica espiritual. Será Pedro, tío de Teresa, y uno de los que la alienta a meterse a monja. El padre de Teresa, Alonso Sánchez de Cepeda, guarda en su casa libros piadosos, de Juan de Padilla, Fray Diego de Guzmán y otros. Alonso se casa dos veces con ricas herederas, ambas cristianas viejas, la segunda esposa, Beatriz de Ahumada, madre de Teresa. Alonso renuncia al comercio y al cobro de tributos, y se centra en comprar y explotar tierras en Ortigosa y Olmedo. Son pedregales que rinden poco. En apenas veinte años, el esplendor de la familia decae, hasta convertirse en nada. Un hermano de Teresa, Lorenzo, marcha de soldado a las Indias y hace cierta fortuna; con una parte de ella (doscientos ducados) se funda el primer convento de descalzas, el de San José de Ávila. Varias sobrinas de Teresa se van con ella al Carmelo, y aportan su dote. Son Isabel de la Peña, Leonor de Cepeda y María de Ocampo. Todo queda en casa. La estirpe de descendientes abraza con fuerza la religión. Se avecina Trento, la lucha definitiva y sin cuartel contra la herejía.
"La prueba de mi verdad"_Programa expo BN
Guía expo "La prueba de mi verdad".
Inauguración expo + bio Sta. Teresa
Sta. Teresa de Jesús_Gabriel Albiac.

miércoles, 1 de abril de 2015

Celestina de llorar.


Se representa estos días en la Sala Margarita Xirgu (Sala Pequeña) del madrileño Teatro Español, Ojos de agua, monólogo con dramaturgia de Álvaro Tato, basado en la Tragicomedia de Calisto y Melibea (1499), por otro célebre nombre, La Celestina, del bachiller Fernando de Rojas. Esta revisión del mito fabula sobre la supervivencia de la vieja alcahueta, curada y acogida en un convento de religiosas. Instalada tranquilamente en él, retorna al pasado, para, salvo para llegar a desvelar al respetable el dominio temprano y hedonista de su propio cuerpo de meretriz, revisitar de forma jocosamente torpe y soñolienta los episodios más consabidos del clásico original. Porque no hay nadie que aprecie, que ame la Tragicomedia de Rojas, que pueda aprobar, deleitarse y aplaudir esta bobería de incursión vacua, vana e innecesaria en la cáscara –que no en los entresijos-- de una pieza sublime y maestra, inteligente y genial, irrepetible e inimitable por ello.
 
Nada nuevo desvela esta Celestina de Álvaro Tato. Es más, parece contrariar la sutileza y la solidez del modelo de Rojas al parir una simple caricatura, una máscara de carnaval que no remonta el vuelo en el cuerpo de una Charo López pobremente inspirada, que no acierta a vivir el personaje y no lo crea desde dentro. Muy lejos está la actriz de otras buenas y añejas creaciones suyas, como la Mauricia la Dura, de la serie Fortunata y Jacinta, de Mario Camus, cuyo tono castizo y marchamo espontáneo acaso le hubieran servido bastante bien para encarnar este complejo y majestuoso personaje que ahora nos ocupa.
Además, y esto es un elogio para la actriz, Charo parece aún joven para hacer una Celestina creíble. Una Celestina fiel completamente al texto clásico, al modo de las grandes efigies de Milagros Leal, Amelia de la Torre, o, si apuramos, Nati Mistral y Amparo Rivelles.


¿Por qué estos Ojos de agua? ¿Por qué una secuela, y no una “precuela”, que dijera lo que sucede “antes” de La Celestina? ¿Por qué un monólogo, y no un diálogo, una enredadera dialéctica con, por ejemplo, la priora del convento de acogida y las venerables hermanas? ¿Cómo no una Celestina acabada, jubilada, pero no arrepentida, tratando de enseñar sus artes peculiares y maléficas a una niña, una joven discípula azarosamente arrimada? Habría mucho más sustancia, más jugo y sabor en una dramaturgia así. Una Celestina defensora, una vez más, de los infortunios de la virtud.
Hay tres breves momentos interpretativos, sin embargo, de la pieza de Tato que salvamos de la quema: cuenta esta segunda Celestina un aborto chapucero que tuvo en su juventud, a manos de un aspirante a galeno, mientras a los pies del lecho aguardaba un perro para comer los despojos; y antes, cómo al limpiar de suciedad un azogue se descubrió allí, ella misma, Afrodita, en su esbeltez y lozanía de diosa seductora. Por último, cómo satiriza a Melibea y dialoga con ella, convertida esta en vaso de vino. Tres aciertos para una quiniela llena de fallos.
Arropa bien a la escenografía las redondillas iniciales que desgrana el fantasma de Pármeno a modo de presentación. (Por cierto, un excelente trabajo del intérprete Fran García). Buena música y letra de Yayo Cáceres –también responsable de la dirección—y del propio Álvaro Tato.
Si uno revisita un clásico y propone alumbrar una ucronía sobre él, nunca cabe una revisión del mito en mármol de Carrara, sino un enfoque sobre lo silenciado, siempre y cuando se dé con una materia coherente que merezca la pena. Como logra, con pulso de maestro, Juan Carlos Arce en la deliciosa novela Melibea no quiere ser mujer (1991), donde se aboga por el guiño de que La Celestina nunca se hubiese escrito sin el concurso e inspiración directa de las putillas de la casa.
Recordemos, así mismo, con honda simpatía el cuentecito Las nubes (1912), de José Martínez Ruiz “Azorín”, con unos Calisto y Melibea felizmente casados para un enternecedor retrato de familia que puede volver a repetirse.


De cualquier forma, quienes no hayan descubierto aún al bachiller Rojas, que lo hagan pronto. Lean la Tragicomedia. No esperen más para gozar más del gozo de una obra maestra en su edición genuina.
A los admiradores de Charo López, actriz salmantina, recomendarles que se queden con sus excelentes trabajos en televisión: Clara Aldán (Los gozos y las sombras, 1982), Elvira Domínguez (Entre visillos, 1974).
[Ojos de agua se mantiene en el Español hasta el 26 de abril de 2015.]
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2015.