“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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miércoles, 8 de diciembre de 2010

¡A por Fígaro!

Josep María Flotats vuelve a escena con el montaje de otra obra histórica de las que tanto es aficionado. En el país de los listos, el más tonto, relojero. Nunca tan a bien el famoso dicho, pues esta vez incorpora el personaje del dramaturgo, espía y aventurero Beaumarchais.


Pierre-Agustin Caron de Beaumarchais (París, 24-02-1732 / 18-05-1799) fue, en efecto, un muy hábil relojero en su juventud, cuando ayudaba en el taller de su padre. Sin embargo, tenía un genio indócil y unas ansias de independencia que para sí las querría cualquier cantonalista. Como haría cualquier adolescente rebelde de nuestro tiempo, con diecisiete años rompió lazos con su progenitor, quien lo expulsó de su hogar, y durante dos años debió ganarse el sustento como pudo por las calles de la capital francesa. Eso le hizo madurar a golpe de cañón, y a los diecinueve años, merced a unas buenas almas, consiguió el indulto paterno, y el retorno a una casa donde él era el único varón entre cinco hermanas.

Metido de nuevo entre mecanismos de precisión, con veintiún años ya había ideado un ingenioso sistema de “escape” que detenía el avance de las manecillas para frenar la caída de las pesas y hacerla uniforme. El chico era listo. Y su agudeza despertaba envidias y recelos, como los que anidaron en Lepaute, el relojero real, que presentó el invento como suyo. Pero Pierre-Agustin no se rindió y reclamó la autoría del descubrimiento ante la mismísima Academia de las Ciencias. La Academia, a la vista de exhaustivos informes, dio la razón al joven, aunque compartiendo la paternidad de la criatura con el especialista suizo Romilly. Estamos en 1754-55, y las puertas del palacio de Versalles se acababan de abrir para Caron, donde los Luises eran unos fanáticos de la artesanía relojera. Su maestro de relojes, Franquet, había caído gravemente enfermo, y antes de morir, vendió los derechos sucesorios del cargo a Caron, quien empezó a disfrutarlos el 9 de enero de 1756. Y no sólo recibió de Franquet su puesto en palacio, sino también a su viuda, Madeleine-Catherine Aubertin, con quien casó ese mismo noviembre del 56 (¡para qué esperar más, fuera el luto!). La ocasión la siguieron pintando calva para él, porque su esposa heredó la finca de Beaumarchais, de la cual tomaría apellido Pierre-Agustin, aunque no oficialmente hasta 1761. Su mujer murió misteriosamente en el lecho conyugal la noche del 29 de septiembre de 1757. Es poco probable la responsabilidad malévola del relojero en este deceso, pues, por un mes, se quedó sin asumir los bienes de su mujer, que tornaron a la familia de ella. Pierre abandonó la mansión y se fue a vivir a un modesto domicilio donde daba clases de arpa a jovencitas. También se había preocupado de perfeccionar ese instrumento y de conocerlo bien. Ni más ni menos que el marido banquero de la Pompadour lo recomendó como arpista y preceptor musical de las hijas de Luis XV. Pierre causaba furor entre las niñas del rey, y logró el acercamiento del monarca a la figura del mecenas y financiero Pâris-Duverney. En agradecimiento, éste lo metió en sus negocios, lo que hizo que Pierre pudiera comprar el título de Consejero-Secretario de Luis XV, que implicaba ingresar en el sufrido estamento nobiliario. Ahora sí que Caron era ya BEAUMARCHAIS.


Su influencia en el entorno de Versalles y de las Tullerías ascendió como un cohete. En la primavera de 1764, nuestro hombre descubrió Madrid y las delicias españolas, porque nos visitó para intentar concertar el matrimonio de su hermana Lisette con el naturalista José Clavijo y Fajardo. La pretendida unión fracasó estrepitosamente, porque aquí Beaumarchais se dedicó a todo menos a la diplomacia familiar. Se enredó con varias damas de la corte madrileña y se le fue el dinero en orgías, fiestas y francachelas. Cuando regresó a París, en abril de 1765, se había pulido la ayudita de su socio Pâris-Duverney, y tuvo que vender su título de Consejero-Secretario.

Se vuelca en el teatro más en serio, y en abril de 1767, estrena, en la Comédie-Française, el drama Eugenia, con ribetes semiautobiográficos de sus correrías madrileñas. Un año después, vuelve a casarse. En 1770, muere su protector, y ese mismo año, en noviembre, fallece también su segunda consorte. En enero de 1773, tras la pérdida de su retoño, el pequeño Agustin, y de una hermana, Beaumarchais termina su primera obra maestra, la comedia El barbero de Sevilla (Le barbier de Séville). La obra fue prohibida, por intrépida y escandalosa, en 1774, fecha en la que Pierre conoció al último amor de su vida, Marie-Thérèse de Willer-Mawlas, con la que vivió en pecado hasta 1786, cuando la desposó formalmente. De 1774 en adelante realizó misiones de información y espionaje para Luis XV, y para su nieto, Luis XVI. Se desplazó por varios países europeos (Holanda, Inglaterra, Austria…). Por aquel entonces, comenzó a persuadir a Versalles sobre la necesidad de invertir dinero y armas en ayuda de los colonos independentistas norteamericanos.

En 1783, estrena su segunda pieza maestra, Las bodas de Fígaro (La follé journée o Le mariage de Figaro). Contra la Comédie-Française emprende un pleito legal por reclamación de los derechos de autor. Abre una suscripción popular (1781-1790) para la edición completa de las obras de Voltaire, cuyos setenta volúmenes solo contaron con 2.500 admiradores compromisarios. Sus obras El barbero de Sevilla y Las bodas de Fígaro constituyen un éxito clamoroso, tanto en toda Francia como en otras capitales europeas. La propia reina María Antonieta asume el rol de Rosine de El barbero, en una representación particular en palacio. Pese a ello, ambas piezas son vetadas por Luis XVI en numerosas ocasiones, y su autor encarcelado varias veces.


Beaumarchais arma una flota de cuarenta navíos para llevar fusiles, pólvora y cañones a los insurgentes americanos. Será éste el episodio más glorioso de su vida. De Luis XVI recibió una ayuda de medio millón de libras, aunque nunca se resarció completamente del monto invertido en la causa independentista. Aunque coqueteó con la nobleza, era un burgués convencido, un amigo de la libertad y un defensor de que el esfuerzo y el talento personales lo hacen todo en la única construcción del mundo posible. En 1787, se muda a una lujosísima mansión que se había hecho levantar frente a la Bastilla, la odiada prisión real. Varios años antes, en el argumento de sus comedias más aclamadas y polémicas, había augurado la caída definitiva de ese bastión terrible. La sociedad necesitaba cambios demoledores; necesitaba acabar con el Antiguo Régimen, y dejar paso libre al ingenio, al espíritu emprendedor, a los negocios y a la modernidad. Como comentó el mismo Napoleón Bonaparte, “Las bodas de Fígaro es ya la Revolución en acción”. Y hasta Luis XVI presintió lo que se le avecinaba, al decir: “Habría que destruir la Bastilla para que la escenificación de esta obra no traiga peligrosos reveses”. Las bodas de Fígaro se editaron en 1785, y ese mismo año salieron doce traducciones al alemán. El emperador José II prohíbe el libreto para su Teatro Nacional, que corría de mano en mano por Viena, sobre todo entre los francmasones. Y así llega a oídos y a manos de Mozart, quien decide convertirlo en ópera bufa. En seis semanas, entre agosto y el otoño de 1785, Mozart y el judío Lorenzo da Ponte concluyen Le Nozze di Figaro. Ante la calidad de la partitura, las presiones de Da Ponte, y su simpatía hacia las logias, José II autoriza el estreno de la ópera, que se confirma el 1 de mayo de 1786 (aunque solo alcanzará las nueve representaciones, pues resulta demasiado tediosa para el selecto público vienés).

Durante la azarosa Revolución Francesa, Beaumarchais consiguió sus derechos de autor, e intervino en una oscura compra de fusiles en Holanda, que le granjeó la enemistad del Comité de Salud Pública en 1793. Puesto pies en polvorosa, con las armas en manos inglesas, Pierre-Agustin se refugió en Hamburgo, donde vivió en la más absoluta miseria. En 1795, escribe sin descanso a los patriotas norteamericanos para recuperar parte del dinero invertido en su auxilio. El 5 de julio de 1796, consigue el perdón y regresa a París. Intentó, sin éxito, embarcarse para América. Rodeado de pleitos y sin mucha fortuna, murió de un ataque de apoplejía la madrugada del 18 de mayo de 1799.

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Ahora empieza nuestro juego de matrioskas, de metateatro, o teatro dentro del teatro. El sentido del vector es Beaumarchais → Sacha Guitry → Flotats. Beaumarchais alumbra dos obras prerrevolucionarias, en la más pícara y ácida tradición de Molière. Hay que acabar con la nobleza de nacimiento (lo mismo que afirmará nuestro José Cadalso en sus Cartas marruecas, 1788-89). Hay que primar la inteligencia, el carácter despierto y la iniciativa del individuo. Hay que utilizar el humor y la parodia para ridiculizar los privilegios de clase. Esto es lo que hermana a Beaumarchais con Guitry: la voluntad de hacer caricatura desenfadada y alcanzar la brillantez en los diálogos, a la vez que sutil crítica social. Pero Guitry no busca crear escuela, no pertenece a ninguna logia inquietante, no persigue otra revolución (de hecho, tan pacífico y acomodado era que, tras la caída de los nazis, se le acusó injustamente de colaboracionista). Guitry era un ferviente enamorado de la historia moderna de Francia, y de Europa en general. En 1926 estrena un Mozart, en 1932 una Désiré, y no contento con la limitación que imponía el escenario, se pasa al cine, a montar modestas superproducciones históricas: Si Versalles pudiera hablar (1954) y Napoleón (1955), una tediosa reconstrucción de la vida sentimental de Bonaparte, que rebasa las tres horas de duración, planificada en tono de cansino vodevil. Los famélicos resultados no admiten comparación con la meritoria Austerlitz, de Abel Gance, estrenada cinco años después (1960), ni mucho menos con la aclamadísima Napoleón, del mismo Gance (1927), sin duda, la mejor adaptación al cine de la biografía completa y gloriosa del general y emperador francés.

Y es, justamente, la frivolidad, la picardía vacua la que pierde y estropea las obras de Guitry, porque las ha hecho envejecer soberanamente. La comedia ligera ya no tiene cabida en nuestra sociedad de 2010. Ni siquiera como entretenimiento o remedio escapista. Se busca ahora (o, por lo menos, yo busco) que el teatro hable, grite, reflexione, denuncie. Que demuestre la supervivencia de la inteligencia y el ingenio. Es verdad que el promedio de edad que llena nuestras salas madrileñas debe de rondar –con perdón—la sesentena. Que no son jóvenes de treinta o cuarenta años quienes más acuden al Español, o al Bellas Artes, o al María Guerrero, y sí quizás a las salas alternativas, como sucedía durante la dictadura. Que acaso siga habiendo “dos públicos” –como en la preguerra y en la posguerra—: el acomodado y acomodaticio, que aplaude ese teatro-morfina de Amar en tiempos revueltos, La ratonera, Tócala otra vez, Sam, o hasta La venganza de Don Mendo; y el rebelde, inquieto, y contestatario, que persigue otros montajes, con “mensaje”. Las revisiones históricas y didácticas de Guitry pueden gustar más a ese tipo de espectador burgués que no desea hacerse demasiadas preguntas cuando, tras la obra, lleva a la parienta a cenar o queda con unos amigos. Ha visto teatro, ha reído alguna gracia, ha aprendido algo de Beaumarchais o de Mozart, y ya está, a otra cosa, mariposa.

Flotats se ha decantado esta vez por un tipo de comedia ligera, fácil, aunque con tinglado espectacular de diaporama, treinta actores, vestuario de época, etc. Evidentemente, nadie (y menos, el Ayuntamiento de Madrid, con lo endeudado que está tras la gesta de los túneles) mete mucho dinero en un proyecto escénico que vayan a ver cuatro personas. Para arriesgar pasta se necesita una obra comercial, que contente al público amplio y poco exigente. Tras esa maestría dialéctica que supuso La cena, en el Bellas Artes, y la concesión a una minoría culta y racionalista con El encuentro de Descartes con Pascal joven, en el Español, Flotats propone una maniobra de “desengrase” con este postre helado, donde vuelve a interpretar al cínico que más le gusta, al vividor irónico y desenfadado, amigo de sus amigos, estandarte de la Felicidad, de esa dicha epicúrea y vespertina que molesta a muchos, a aquéllos que no saben cultivar el “arte de vivir”. Su Beaumarchais fue un héroe en la sombra: un especulador que, sin embargo, favoreció ampliamente el triunfo de la Revolución norteamericana. Por ende, el autor de las geniales y genuinas aventuras de Fígaro. Un hombre moderno, “hecho a sí mismo”, héroe y villano, polifacético, contradictorio; como nuestro Lope, pecador disculpable, amigo del dinero nuevo y emprendedor.

Con él, Flotats rinde homenaje, una vez más, al momento histórico en que Europa se encaminó hacia la modernidad y el progreso. Pero lo hace por medio de las bufonadas de Guitry. Una sucesión de escenas –más o menos cronológicas—enseñan la vida de este aventurero: su casa de París, la corte francesa, su embajada en Inglaterra, las prisiones… El prólogo de la representación presenta a Sacha Guitry arengando brevemente a su compañía de actores, ante lo que va a ser el esperado ensayo general. Es decir, que lo que viene después es todo ese ensayo, que se confirma como la comedia definitiva. Una labor de metateatro improductiva e innecesaria a nuestro modo de ver, porque no aporta nada al “después” de la representación. Y, bueno, FALTA FÍGARO, al que en ningún momento vemos. Guitry olvida, en su texto, la principal aportación molieresca de Beaumarchais. Ahí sí que hubiera sido necesaria y de agradecer la matrioska, el metateatro. Darnos a conocer una escena de El barbero, o de Las bodas, o que incluso el padre, Beaumarchais, interactuara con sus personajes en cómica parcela.

No falta cierto chovinismo, por parte de Guitry, al recordar a los Estados Unidos la deuda que adquirieron con Francia por la ayuda a su Independencia. “Sí, nos habéis rescatado de los nazis, estamos libres, pero, al fin y al cabo, estabais en deuda con nosotros”. Norteamérica es una gran nación, que abrió, antes que nadie, el camino hacia la llama de la Libertad, pero lo hizo con el apoyo de la inteligencia europea. Un pasaje de la obra, que examina el documento de la Declaración de Independencia americana (4 de julio de 1776), se encarga de corroborarlo. Se lee en el texto de la Declaración: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Estos tres renglones son inspiración de ideólogos ilustrados franceses: la Igualdad universal, Montesquieu; la Libertad, Diderot; la Felicidad, Rousseau. Sobre todo, lo que más enaltece a Beaumarchais, la garantía de la FELICIDAD. El placer de ejecutar lo placentero. No en vano, resuelve Diderot: “Se increpa sin fin contra las pasiones; se les imputa todas las penas del hombre y se olvida que son también la fuente de todos sus placeres. (...) sólo las pasiones, y las grandes pasiones, son las que pueden elevar el alma a las grandes cosas. Sin ellas no hay nada sublime ni en las costumbres ni en las creaciones, (...) La contención anonada la grandeza y la energía de la naturaleza. (...) Será, pues, una felicidad (...) el estar dotado de fuertes pasiones. Sin lugar a duda sí, siempre que todas se produzcan al unísono. Estableced entre ellas una armonía adecuada y nunca podréis apreciar desórdenes. (...) Proponerse la ruina de las pasiones es el colmo de la locura. ¡Bello proyecto aquél, el de un devoto que se atormenta como un desquiciado para no desear nada, no amar nada, no sentir nada, y que finalizará convirtiéndose en un verdadero monstruo si llegase a cumplirlo!” El fanatismo religioso, con el miedo a un Dios castigador, ha hecho mucho daño al ejercicio de la libertad humana: “A propósito del retrato que se me hace del Ser Supremo –añade Diderot--, de su inclinación por la cólera, del rigor de sus venganzas, de ciertas comparaciones que expresan numéricamente la relación de aquellos a quienes permite perecer por las de aquellos a los que se digna a tender su mano, el alma más recta estaría tentada de que no existiera. Habría bastante tranquilidad en este mundo, si tuviéramos la completa seguridad de que nada había que temer en el otro: la idea de que Dios no existe no ha atemorizado jamás a nadie, pero sí la de que existe uno, tal como me lo han descrito. (...) La superstición es más injuriosa para Dios que el ateísmo.”

En estas coordenadas de sana despreocupación se mueve el Beaumarchais de Guitry. La felicidad es su obsesión. Y la propuesta de las colonias americanas, la panacea para desarrollarla sobre la tierra sin limitaciones. ¡Por fin se va a crear un gran país donde los hombres van a poder vivir a sus anchas, libres, iguales, y felices!

Y así, todo ilusionado, se reúne este Beaumarchais con el embajador de los Estados Unidos en París, nada más y nada menos que Benjamin Franklin, que ese mismo año glorioso de 1776 llega a la capital francesa. Constantino Romero –alias, Clint Eastwood—interpreta al digno ministro, quien agradece las armas aportadas con el esfuerzo del dramaturgo.

La obra de Guitry finaliza con el Tribunal de la Posteridad, presidido por ilustres académicos franceses, después todavía más olvidados que Pierre-Agustin Caron. Sin embargo, son ellos –los heraldos negros-- quienes quieren negarle el acceso a la gloria inmortal.

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Comedia reivindicativa, coral por momentos, lujosa, didáctica, a la que le sobran escenas y duración (dos horas y cuarto), que entretiene a medias (pues se vuelve tediosa y reiterativa por su superficialidad) y que queda lejos de apuestas más inteligentes ofrecidas por Flotats en otras ocasiones.

Hubo aplausos al final de la representación, con vivas y bravos al maestro de capilla, que ya lleva lustros siendo, indiscutiblemente, uno de los actores / directores más valiosos de nuestra escena.

Pero el Beaumarchais de Guitry (que nunca vio representada la obra) pasable, sin más. Eso sí, deja la inquietud en el espectador racionalista, amigo lector curioso, de lanzarse en pos de una edición de las obras de Beaumarchais, para averiguar el porqué de tanto calado en la moderna historia europea. Así que, ¡A POR FÍGARO!


* EN EL TEATRO ESPAÑOL, C/ Príncipe, 25, hasta el 23 de enero de 2011. (Tel. 91-3601484)
Entrevista con FLOTATS sobre "Beaumarchais"

"Beaumarchais"-Programa de mano.

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(Aunque España no participó con hombres, como Francia, en la causa independentista norteamericana, pues temía demasiado a Inglaterra, desvió fondos por mediación del ministro Floridablanca a través de la casa “Gardoqui e hijos” de Bilbao. Diego de Gardoqui era diplomático y naviero, y proporcionó fondos de la Corona a los emisarios Arthur Lee y John Jay. Recientemente, el jurista José Mª Lancho ha estimado estos fondos españoles –nunca compensados ni devueltos por EE.UU.—entre el medio billón y los tres billones de dólares al cambio actual de 2010, según el tipo de interés que se aplique. Ante la cuantía de la deuda asumida (3,5 millones de pesos en plata), hubo incluso estados, como Kentucky, que se plantearon desligarse de la nueva Unión y naturalizarse españoles. Para leer más de la ayuda española a EE.UU., pinchar AQUÍ)