“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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sábado, 11 de septiembre de 2010

Perversidad y perversión de la Guerra Civil.

Hasta hace poco, de Agustín de Foxá (Madrid, 1903-1959) sólo sabía yo que tenía calle en Madrid y que había sido escritor falangista. Conocía el título de su novela más emblemática, Madrid, de Corte a checa (1938), de la cual había leído comentarios elogiosos vertidos por intelectuales de diferente signo. Hacía tiempo que tenía anotada la voluntad de leer esa novela. Una gana acrecentada si cabe, últimamente, por la Ley de Memoria Histórica, la exhumación de ajusticiados sin juicio justo, y el espíritu revanchista y rencoroso que se respira hoy, tras esa Transición que a algunos les parece poco, y a los que seguramente les agradaría retrotraer las responsabilidades criminales hasta el mismo cerco de Numancia. Entre esos “algunos”, los hay que ni tan siquiera la vivieron, y por consiguiente no pueden saber demasiado bien lo que andan denostando.

Este verano pude conceder unos días a la ficción de Foxá, que ha sido reeditada por el sello El Buey Mudo (2ª ed., Madrid, noviembre de 2009). Su comienzo imita el sainete esperpéntico de Baza de espadas, o de cualquier otra página tahúr del mejor Valle-Inclán. Estamos en los postreros días de la monarquía de Alfonso XIII, condenada a muerte mediante un pacto tácito entre liberales monárquicos, como Alcalá Zamora, y presidencialistas advenedizos como Azaña, entonces todavía un desconocido. El rey había autorizado una zafia dictadura –la de Primo de Rivera—y el régimen se descomponía sin ofrecer prometedoras alternativas. La clase media exigía cambios de relieve, y el sector obrero comenzaba a movilizarse formando agrupaciones sin cuento. La falta de entendimiento llevó a la ausencia de acuerdos, y la orfandad en los pactos al extravío de responsabilidades y a que se levantara la veda de la caza del enemigo político. Pronto, sol y sangre; con cada nuevo amanecer sobre Madrid, quince manzanas de casas asaltadas, saqueadas, convertidas en albergues de los sobrinos de Pascual Duarte, recién venidos del campo con su rancio abolengo analfabeto a cuestas y su fusil o escopeta al hombro. Cadáveres abandonados en las calles o en los solares del extrarradio, donde se fusilaba a los “facciosos”. Carnets y salvoconductos que no servían para salvar la vida si no portaban los sellos de la UGT y de la CNT. Edificios emblemáticos –como el Círculo de Bellas Artes—convertidos en prisiones donde se vejaba y torturaba.

En la Puerta del Sol, un 14 de abril de 1931, apalean a un gitano por gritar ¡Viva el Rey!. “Moría por don Alfonso –apostilla irónico el narrador—aquel hombre que sólo conocía de la Monarquía la rudeza de los tricornios” (pág. 80). Se inician los asaltos a iglesias y monasterios, que representan un milenio de educación reaccionaria y de alianza con aristócratas y clases altas. Un ministro del nuevo ramo los justifica con un socorrido y lacónico “más vale la vida de un republicano que todos los conventos de España” (p. 94). Seguramente no cae en el hecho de que gracias a la Iglesia tenemos civilización occidental, arte, comedores para indigentes y escolarización para críos de muy distinta extracción. Pero es que la llegada de la República inauguró para muchos no un periodo de libertad, sino de desbocado libertinaje, como el de ese joven que pellizca con descaro a las mozas, diciendo “Pa eso estamos en la República” (p. 81).

Juventud que corre como potro sin freno. El joven universitario José Félix Carrillo, de familia aristocrática que pasa sus veranos en San Sebastián y Cercedilla, se ve tentado por las posiciones hedonistas que alienta la República: amor libre, mujeres fáciles, poesías de vanguardia y filmes rusos. El agnosticismo pervierte. Al mismo tiempo, flirtea con Pilar, una chica de su posición, a quien terminan casando sus padres con un poderoso hacendado. El desánimo por sus torpes relaciones afectivas con muchachas de vida licenciosa contribuye en gran medida a que Pedro Otaño y otros amigos que escandalizan a los reductos proletarios de Cuatro Caminos, Tetuán y La Ventilla, consigan ganárselo para la causa falangista, cuyo líder, José Antonio Primo de Rivera, es el encargado de extenderle el carnet del partido. José Antonio es un reformista cristiano, que aboga por el orden responsable de toda la vida, por la educación moral del obrero y por la recuperación del triunfalismo imperial patrio (el día en que los españoles encuentren una causa común, España volverá a ser grande). Se junta en Or Kompon –un pintoresco local de Gran Vía—con sus camaradas Dionisio Ridruejo, Rafael Sánchez Mazas, Agustín de Foxá, el marqués de Bolarque y otros, para componer un himno, el futuro “Cara al sol” (pp. 214-218). Cuando poco a poco vaya estallando la Guerra Civil, como efecto pernicioso de intereses diversos y oscuros ajustes de cuentas, veremos a José Félix mimetizándose para sobrevivir en un Madrid sacudido por camarillas radicales: socialistas, comunistas, anarquistas. Cada grupo con sus “checas” o cárceles del pueblo, sus peculiares tribunales de mozalbetes, limpiabotas, criadas y analfabetos, dictando jacobinas sentencias de muerte contra clérigos, señoritos, y demás buenos cristianos. Salir con buen pie de una checa –merced al testimonio de algún amigo camarada—no es garantía de que no se acabe conducido a otra, que la jeta no guste en aquélla –sino que desagrade—y que se dicte auto de fusilamiento inmediato contra el infortunado. Las familias burguesas se apresuran a militar figuradamente, cara a los registros, adquiriendo en la cuesta de Moyano las obras completas de Marx o de Trotsky. El aire de Madrid se torna irrespirable: se huele a incendio, a pólvora, a saqueo, a carne carbonizada. Madrid, pronto, se queda sin aire. La gente se apiña en las embajadas, buscando abrigo y protección. Proliferan por doquier los “pacos” (francotiradores de azoteas), los puestos de control y los coches y camionetas paramilitares. En muchas casas, se esconde en desvanes y hasta se empareda a los evadidos, intentando con eso librarlos de una suerte ruin. [Recuerdo que mi bisabuela Matilde contaba que tuvo escondidos en su casa de Gonzalo de Córdoba a refugiados de ambos bandos, que dormían sobre colchones en el angosto pasillo. Por su oficio de enfermera municipal, estaba llamada a salvar vidas humanas, fueran del signo que fueran].



La Dama del Alba se adueña de la ciudad y pasea del brazo de cualquiera, con entero casticismo: “Empezaba a clarear; cerca de las tapias del botánico, unas mujerzuelas tomaban churros y aguardiente, rodeando dos cadáveres. Parecían padre e hijo. Estaban con las cabezas ensangrentadas, desarticulados como espantapájaros, revueltos con los trajes oscuros. –Toma, que hoy entoavía no te has desayunao. Y aquella mujer metía un churro frío en la boca seca del muerto.” (p. 276). Unos falangistas, a quienes llevan a fusilar en un coche, gritan al paso de un control “¡Arriba España!”, para así llevarse por delante a sus sorprendidos ejecutores bajo una potente descarga (p. 293). Se fusila en el Cerro de los Ángeles al Sagrado Corazón (p. 271). “Tiraban todo un pasado. Las leyendas, los recuerdos, la nostalgia […] Y la ciudad se quedaba sin historia, como una ciudad nueva de Australia o Norteamérica.” (ibíd.) El cerco se estrecha alrededor de José Félix y ni siquiera su amistad con Alberti y su mujer, María Teresa León, parece aliviar sus penas. “Ponte de perfil, que te voy a retratar”, y caía otro "faccioso" sentenciado. Pedro Otaño se camufla de revolucionario y recorre la capital con los suyos, simulando falsos fusilamientos de gente que puede librar. Pilar ha enviudado al ser su marido víctima de los chequistas, quienes lo arrojan por una ventana a un patio interior (pp. 322-23). Por fin, un amigo, Joaquín Mora, le consigue a nuestro hombre unos salvoconductos de la CNT. En la estación están a punto de detenerlos, pero una republicana rusa, amiga de José, les firma los pasaportes y consiguen montar en el tren, hacia Valencia. Después, el expreso a Barcelona y la frontera de Port Bou. Una corta estancia en Francia, hasta que España va quedando en manos de Franco y sus militares sublevados. Entonces llegan San Sebastián, Burgos, Salamanca, Toledo… y de nuevo Madrid, que hay que contribuir a liberar de tanto rojo asesino a tiro limpio.


Madrid, de Corte a Checa –firmada en Salamanca, en septiembre de 1937, II año triunfal-- es una crudísima narración donde se masca el terror revolucionario. Las horas y los días se viven intensamente, con poderosa angustia y ganas de evasión. Se sufre por el triste destino de cada víctima y se valora la totalidad del relato como una denuncia de la barbarie humana, venga de donde venga, a pesar de que Foxá –por convicciones ideológicas bien determinantes-- la haga aflorar tan sólo de una parte del pueblo español, olvidando la violencia gratuita de quienes se alzaban para poner orden en tan confuso y fétido panorama político. Cuando uno termina la lectura de esta brillante novela, escrita con pulso y con ingenio irónico, piensa ¡Dios mío! ¡Gracias por librar a mis hijos y a mi familia de tamaña crueldad y catástrofe! Gracias por habernos evitado la terrible ruleta rusa de la Guerra Civil, y por habernos permitido vivir en un tiempo de paz y de entendimiento. Por eso, alabada sea nuestra Transición, con sus virtudes y también con sus defectos, ninguno tan grande, mezquino e irreparable como los cometidos por españoles entre el 18 de julio de 1936 y el 1 de abril de 1939.

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[Agustín de Foxá, diplomático, conde de Foxá, llegó a académico de la R.A.E. en 1956. Colaboró en periódicos y revistas, como Jerarquía y Vértice, y dirigió la publicación hispano-italiana Legiones y Falanges (1940-43). Fue autor de los poemarios La niña del caracol (1933), El almendro y la espada (exaltación de la guerra; 1940) y El gallo y la muerte (1948). Como dramaturgo, destaca su obra Baile en capitanía (sobre la Segunda Guerra Carlista; 1944)]

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“Nos quieren robar este prodigio de entrega y sacrificio que representó la tropa de la División Azul, pero somos muchos los que recordamos aquella gesta, honramos su heroísmo y no olvidamos la epopeya de su sacrificio”. Esta reivindicación la hace José Utrera Molina, conocido abogado, en su artículo de fondo “Ladrones de la Historia” (ABC, 4 de julio de 2010). Según él, sus miembros “lo dieron todo por la Patria”, es decir, por España. Pero, que históricamente se sepa, la Unión Soviética no estaba en guerra con la España de Franco, sino con la Alemania nacionalsocialista, y la División Azul fue una tropa de voluntarios con la que se quiso pagar, de algún modo, la ayuda prestada por Hitler a los sublevados españoles durante nuestra contienda civil. Es decir, militaron con los nazis, y a favor de sus intereses bélicos, no de los de España, que entonces era supuestamente neutral.

La desconfianza de Franco hacia Hitler en Hendaya quedó luego de sobra justificada por las atrocidades sin número cometidas por el régimen nazi en Europa. La mayor y más imperecedera de ellas, el Holocausto, la Shoa. Seis millones de judíos –hombres, mujeres y niños—enviados a campos de exterminio. En Sobibor, hubo padres que fueron obligados a cargar con los cadáveres de sus hijos. En Treblinka había un pasillo natural al aire libre, flanqueado por setos y alambradas, donde se hacía esperar a mujeres hebreas con sus hijos, antes de pasarlas a la sala donde se las cortaba el cabello y, seguidamente, a la cámara de gas de monóxido de carbono, activado por un motor de tanque. En dicho pasillo, las mujeres no podían aguantar el miedo y se orinaban y defecaban de pie. También murieron “malos españoles” en las escaleras de Mauthausen, y homosexuales, gitanos, sacerdotes, disidentes políticos alemanes, disminuidos psíquicos, prisioneros de guerra rusos, y demás personal molesto. ¿Acaso haber defendido al régimen que ejecutó este GENOCIDIO también constituye una alegría para el recuerdo de los “héroes” de la División Azul? Más sería un recuerdo vergonzoso. Les invito a ver en DVD las más de nueve horas de documental con entrevistas a testigos y supervivientes del Holocausto –incluidos, verdugos alemanes— de Shoa, de Claude Lanzmann. Espeluznante rememoración. La importancia y trascendencia histórica del Holocausto acaban de ser reconocidas por el propio Fidel Castro, antaño líder de la revolución cubana, y hogaño discutible converso: “Yo no creo que nadie haya sido más injuriado que los judíos. Diría que mucho más que los musulmanes. [Los judíos] son culpados por todo, pero nadie culpa a los musulmanes por cualquier cosa. [Los judíos] han sido sometidos a terribles persecuciones y a progromos. Uno podría haber pensado que desaparecerían, pero su cultura y religión los mantuvo juntos como nación”. Además, en toda la historia de la Humanidad, “ no hay nada que se pueda comparar con el Holocausto” (El Mundo, 9-09-2010).

Utrera Molina habla de un amigo suyo de infancia –Enrique Morante Villegas—que se enroló en la División con dieciséis años, resentido por el asesinato de su padre a manos de un grupo de milicianos marxistas, que lo tiraron por el balcón de su casa. No fue el único. También fusilaron los republicanos a Pedro Muñoz Seca, cuyo mayor éxito, La venganza de Don Mendo, reponen actualmente en Madrid dos compañías distintas, y cuya despedida del mundo –“Me temo, señores, que yo no figuro entre su círculo de amistades”—supone un verdadero guiño al desenfado. Como también pasaportaron a otro intelectual “de derechas”, Ramiro de Maeztu, o a uno de los héroes del vuelo del Plus Ultra, Ruiz de Alda. Sin duda fue la despedida violenta del padre lo que condicionó poderosamente la actitud de aquel jovencísimo Enrique Morante y le llevó a buscar celosa venganza combatiendo en las filas de Muñoz Grandes. Se iba a luchar contra los comunistas, los “rojos”, los mismos que habían jaleado el vil asesinato del padre del muchacho. Ahora se dice de Vladimir Ilich Ulianov que alcanzó a convertirse en el Lenin revolucionario porque su hermanor mayor, Alexánder, fue ahorcado como enemigo del estado por orden del zar Alejandro III, padre de Nicolás II. Vladimir Ilich tenía diecisiete años cuando se produjo esta ejecución, un 8 de mayo de 1871, en la fortaleza de Schlüsselburg. Desde ese momento, se volvió agrio, y según el historiador Philip Pomper (El hermano de Lenin, Ed. Ariel) terriblemente vengativo. La ley del talión se cumplió con el fusilamiento del zar Nicolás II y de toda su familia y asistentes personales en Ekaterimburgo (v. La Razón, 14-05-2010).



Muertes, cruentas injusticias, las hubo en los dos bandos de nuestra Guerra Civil. La noche del 8 de diciembre de 1936, por ejemplo, en el monte de La Orbada, a 24 km de Salamanca, los “nacionales” fusilaron al pastor protestante Atilano Coco, muy amigo de Miguel de Unamuno, rector de la Universidad. Lo mataron por masón y por no ser católico, como Dios manda. Con él corrieron la misma suerte el Timbalero, crítico taurino, y un metre de hotel (v. Público, 9-11-2009). Todos sabemos lo que pasó con Federico García Lorca en Granada, cuya muerte responde más posiblemente a rencillas familiares y de propiedad de unas tierras, que a motivos específicamente ideológicos.

Y gracias a Franco, sin embargo, tenemos hoy en España carreteras, embalses, hospitales, iglesias y la posibilidad de una enseñanza confesional de carácter católico. Es decir, libertad de profesar un culto que, de otro modo, quizá hubiera sido definitivamente proscrito. El mismo Franco cuyos compadres no le acertaban a valorar en su justa medida, como obró el Duce Benito Mussolini, quien en diciembre de 1937, según atestigua el diario de su amante, Claretta Petacci, afirmó “ese Franco es un idiota. Cree haber ganado la guerra con una victoria diplomática, porque algunos países le han reconocido, pero tiene al enemigo en casa. [Los españoles] son apáticos, indolentes, tienen mucho de los árabes. Hasta 1480 en España dominaron los árabes, ocho siglos de dominación musulmana. Ahí está la razón de por qué comen y duermen tanto.” (v. El País, 17-11-2009) Sin saberlo, en parte el Duce estaba coreando la principal razón histórica defendida por Américo Castro: España, crisol de culturas, cristiana, árabe y judía.