“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

En este país...

En este país...

sábado, 15 de abril de 2017

Jesús libertador.


Los estudios que intentan reconstruir la vida del Jesús histórico, desligándolo del Cristo de la fe, suelen presentarlo o bien como un mesías libertador del pueblo judío, o bien como otro profeta más, que anuncia un reino de Dios en la tierra de carácter inminente. Pero estas lecturas han de tomarse con extrema cautela, por la sencilla razón de que carecemos de las fuentes documentales necesarias; de Jesús solo nos ha llegado la semblanza contenida en el Nuevo Testamento. Solo esa semblanza, que es puramente teológica, si exceptuamos –claro está—los muy escuetos apuntes profanos de Tácito y de Flavio Josefo sobre su huella. 

Así pues, el Jesús que ha venido hasta nosotros es, presuntamente, y a todos los efectos, el Hijo de Dios hecho hombre, que viene a redimir al género humano, en especial a los hombres y mujeres que se condenan, porque no se encuentran a sí mismos ni saben cómo descubrir el Reino de Dios en sus corazones. Esta es la única imagen que validan, desde un principio, los textos sagrados. Y esta es la razón fundamental de que Jesús sea conocido hoy, es decir, que haya hecho Historia con mayúscula. Si Jesús ha creado escuela, si ha fundado varias confesiones cristianas y ha creado una comunidad mundial que, en su momento, cambió la faz del mundo, es por la calidez humana y sobrehumana de su mensaje: misericordia extrema, caridad absoluta sin condiciones, y no sacrificios vacuos, junto a un Padre cercano, amigo y comprensivo. La ley del amor a todo prójimo, comparable al buen amor de Dios, es la que transformó todo un imperio –el romano—y la que labró la construcción de Europa y del orbe evangelizado.
No es posible separar, pues, el Jesús histórico del Cristo de la fe, ya que, por los testimonios que tenemos, Jesús hizo de la fe (de la creencia en Él y en el Padre que lo envió), su única misión histórica. El sentido de su vida. Desde su infancia, cuando se extravía de sus padres, y se marcha a dialogar con los doctores de la Ley. Jesús ama a su familia, pero rompe con ella porque ha de obedecer altos designios. Por eso en un momento de su predicación dice que su verdadera madre y hermanos son quienes lo siguen a Él. Señal de que –como muy bien anota el Profesor D. Antonio Piñero—era incomprendido por su familia carnal. Ni su núcleo familiar lo entendía, ni tampoco lo tomaban en consideración en Galilea. Nazaret era una aldea insignificante en el siglo I, que ni siquiera aparecía en las rutas ni en los mapas. Para hacerse entender, Jesús hubo de dirigirse al corazón de Judea, a Jerusalén, donde allí sí que iba a hacer tambalearse las columnas del templo, con más ímpetu que Sansón. Su agitación social (y la que le conduciría finalmente a la muerte) vino de subvertir algunas convenciones religiosas. Por el “hasta hoy se os ha dicho…, pero yo ahora os digo…” Jesús puso un punto y aparte al Judaísmo. Lo matizó, y esas matizaciones se tornaron fuertemente incómodas para el orden político establecido –más para el confesional hebreo que para el aconfesional romano--.
“¿Qué es la verdad?” es la réplica cortante que le da Pilatos a Jesús, al creerse este en la sola posesión de la verdad. La verdad de Pilatos es el ara vacía que encuentra Pablo en Atenas, levantada a cualquier verdad, a cualquier dios… a un dios desconocido.
Si vemos en Jesús solo a un profeta, despojado de la púrpura celestial, podemos sentirlo como alguien que se sacrifica inútilmente, que ofrece su vida por nada. Un profeta fracasado. Pero leemos, en el Evangelio de Marcos –el más antiguo de los canónicos--, el ejemplo de alguien que exige una fe trascendente: al joven rico, por ejemplo, para ganarse un tesoro en el cielo (Mc 10 y ss.); a todos sus discípulos, les asegura persecuciones en el mundo a cambio de la vida eterna (Mc 10, 29-30). Es decir, el autor de este Evangelio, al calor seguramente de las predicaciones de Pablo y de Pedro, no presenta un Jesús judío defensor de sus tradiciones, sino a un hombre, Hijo de Dios, o Hijo del Bendito (como se le inquiere delante del Sanedrín), que pide confiar en un destino y en una razón fuera de esta vida carnal. Su “sedición” es contra las riquezas y ambiciones, contra la altanería y la falta de piedad y misericordia. Su revolución, la de los corazones, con la sana intención, sí, en efecto, de cambiar la realidad, para mejorarla, y de que así el sentir cristiano se vaya afianzando y extendiendo en la sociedad. En esto coincide con la lectura del apócrifo Evangelio de Tomás:
“113. Sus discípulos le dicen: ¿Cuándo vendrá el Reino? Jesús dice: No vendrá por expectativa. No dirán, "¡Mirad aquí!" o "¡Mirad allá!". Sino que el Reino del Padre se extiende sobre la tierra y los humanos no lo ven.” 
Como hombre, Jesús temió a la muerte, sufrió la llegada de sus últimos momentos. Pero fue la absoluta confianza en un Ser superior la que le llevó a asumir como inevitable su destino mesiánico.
San Pablo predica pronto el Jesús de la fe. Su máxima favorita es “Si Cristo no ha resucitado, nuestra creencia es vana” (1 Co 15, 14). Pero difunde su testimonio antes de la destrucción del Templo de Jerusalén por Tito en el año 70. Es decir, antes de la derrota de los nacionalistas zelotes, quienes confiaban en liberar Israel de los romanos. ¿Por qué, entonces, predicar para la trascendencia, apostar por un Reino fuera de este mundo, cuando quedaba esa esperanza de liberación por las armas? ¿Por qué el cristianismo de Pablo comenzó a ofrecer una buena nueva, si todo el mundo en Judea estaba empeñado en un compromiso político nacional? No tiene mucho sentido comenzar a alentar lo contrario, aun cuando Pablo se esté dirigiendo, especialmente, a los no judíos (Evangelio de Tomás: “31. Jesús ha dicho: Ningún oráculo se acepta en su propia aldea, ningún médico cura a aquellos que le conocen.”)  La destrucción del Templo, la muerte de la empresa nacionalista, favoreció, obviamente, la aceptación y extensión del cristianismo paulino, en la medida en que este predicaba la fe en otro Reino, y otro Templo: el cuerpo de Cristo, sacrificado, muerto y resucitado (Tomás: “51. […]Lo que buscáis ya ha llegado, pero no lo conocéis.”) La concreción de Juan –“mi Reino no es de este mundo”—fue la rúbrica definitiva. De nuevo, en Tomás: “42. Jesús ha dicho: Haceos transeúntes”. Romeros en camino para otra vida.
Existe, pues, un ánimo de conversión: de aceptación del hombre nuevo. El ejemplo que da Pablo es Cristo. Y esa necesidad de conversión personal alcanza a los tiempos venideros: “El Reino de Dios está adentro de vosotros y está fuera de vosotros. Quienes llegan a conocerse a sí mismos lo hallarán y cuando lleguéis a conoceros a vosotros mismos, sabréis que
sois los Hijos del Padre viviente. Pero si no os conocéis a vosotros mismos, sois empobrecidos y sois la pobreza.”
(Evangelio de Tomás, 3) 
La verdadera sabiduría se identifica con el “conócete a ti mismo” socrático, es decir, advierte que llevas lo mejor de ti dentro. El Cristo gnoseológico había dicho: “Pues mi
madre me parió, mas mi Madre verdadera me dio la vida.”
(Evangelio de Tomás, 101). Es decir, su “Madre” la Sabiduría. Es curioso, pero este comentario parece ser malévolamente parodiado en el Lazarillo, cuando en la posada de la villa de Escalona, dice el ciego a su criado niño: “A lo menos, Lázaro, eres en más cargo al vino que a tu padre, porque él una vez te engendró, mas el vino mil te ha dado la vida.” (En referencia a las veces en que el ciego ha curado con vino las heridas de Lázaro)
El mismo proceso de reversión hacia el interior será el exigido por todos los anacoretas, los místicos alemanes del siglo XIII, y los erasmistas y quietistas del XVI y del XVII. Ser como trapo en la boca de un perro. Dejarse zarandear por los destellos de verdad que afloran en un corazón desprovisto de “ego” y abandonado a Dios.
Nos permitimos observar, por consiguiente, una linealidad en todo el mensaje cristiano, desde la predicación de Pablo en adelante. Jesús no fue un simple profeta, ni sacrificó su existencia por nada más que por una rotunda conversión de los corazones. Con sus momentos de alegría (como en las bodas de Caná) y sus instantes de cólera (como en la expulsión de los mercaderes del Templo). Mas siempre se consideró llave, la piedra angular, para alcanzar el Reino de Dios, que empieza a conquistarse con la actitud de cada uno en su vida. Es decir, es el Reino una realidad inmaterial, pero el lento proceso que acerca a él comienza en la vida corriente. Hemingway diría que como un encierro de los sanfermines: los buenos corredores confluyen en la plaza.
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2017.
……………………………………………………………………………………..
Utilizo el Evangelio de Tomás como fuente documental porque recoge 114 dichos atribuidos a Jesús, algunos de los cuales aparecen también en los Evangelios sinópticos canónicos. Para algunos investigadores norteamericanos, este primer compendio de las afirmaciones de Jesús debió de escribirse tempranamente, quizá en el año 50. Esto es, resultaría así anterior a cualquiera de los Evangelios autorizados.
Es, además, muy posible que coincida en bastantes puntos con la perdida Fuente Q, el texto que debieron de tener a la vista los redactores de Mateo y de Lucas (no así el de Marcos).
El Evangelio de Tomás se conserva en un manuscrito copto de la primera mitad del siglo IV, que traduciría un original griego, quizá compuesto en Siria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario