“Con la edad, los ojos ven más lejos, no en la distancia, pero sí en el tiempo.” (aausábel, 2017)

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En este país...

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domingo, 12 de abril de 2015

La Gran Dama del Crimen nos visita.



Una pareja de mediana edad, sin hijos, que quiere distraerse, se planta ante la puerta del Teatro Muñoz Seca. Ponen Diez negritos, la adaptación de la novela que Agatha Christie publicó ahora hace 75 años, en 1940. Es el relato de misterio más publicado y vendido de la Historia. La pareja duda si entrar o no. La mujer dice haber visto la película antigua, hace mucho tiempo. El hombre recuerda haber leído la novela de adolescente, pues su padre tenía un gastado ejemplar en casa. Al final se deciden, pues ni uno ni otro se acuerdan muy bien de lo que pasa, ni de quién es el asesino. Compran su entradita de entresuelo y pasan al interior. El Muñoz Seca aún ofrece un lujo sobrio de otros tiempos, como de principios de siglo. Lo construyó una cupletista, La Chelito, pero se le destruyó por un incendio, y hubo de reconstruirlo. El diseño actual es de 1930, más o menos. Las paredes se engalanan con fotografías de estrenos y de viejos divos y divas de la escena. Hay varias de Alberto Closas. Otras de Lina Morgan, Amparo Rivelles, Julia Gutiérrez Caba… La pareja sube por la escalera al piso de arriba. Por aquí y por allí, todavía se atisba algún saloncito coqueto, de esos que debieron acoger las conversaciones en los entreactos, si no los guiños ardorosos o los besos furtivos, pero apasionados.
La pareja toma asiento en la segunda fila. A su izquierda, en el lado de los impares, dos muchachas como de trece años, a las que su profe de Literatura ha mandado leer el libro original, y que quieren hacerse mejor idea viéndolo representado. Delante de ellas, una pareja de universitarios, que ha ido, como ellos, a desengrasar. En la primera fila de los pares, un padre con su hijo pequeño; el chaval de unos nueve años, interesado en la trama de misterio y crímenes. El padre se acuerda bien del desenlace, pero no lo dice. El teatro tiene el escenario pequeño y el patio de butacas de terciopelo rojo. El escenario es ideal para comedias de salón. Se levanta el telón, y se descubre el recibidor de una mansión acristalada que da al mar. Es una isla. Puertas a derecha e izquierda, y unos escalones de esquina que conducen a los dormitorios. Podría haber muy bien sido La Gaviota, el hogar del espíritu del Capitán Daniel Gregg, donde se recibe de huésped la Sra. Muir, pero no, es la jaula dorada que idea Dña. Agatha para convocar a diez responsables de otras tantas muertes injustas, y hacerles pagar muy caro su error. Uno a uno, esos diez personajes irán encontrando una cita con un asesino. No hay posibilidad de escapar. El ambiente roza la claustrofobia, como le gustaba proponer a su autora, siempre proclive a estrechar el cerco entre criminal y víctima. Recordemos Tres ratones ciegos (o su versión teatral, La ratonera, 1952, la obra más representada de todos los tiempos): unos huéspedes aislados por una nevada. O Asesinato en el Oriente Express, con el famoso tren detenido en mitad de la ventisca. O Muerte en el Nilo, donde todo se desarrolla a bordo de un trasbordador. O Navidades trágicas, y tantos otros islotes, creados por la imaginación de la escritora para volver a colgar sus nidos de cianuro espumoso, que no de arsénico por compasión.

Agatha Christie ha sido la reina del crimen. Sus novelas de Poirot, detective belga retirado, o de Miss Marple, la ancianita chismosa y pizpireta, han obrado delicias en varias generaciones de público fiel. Cuando uno llevaba leídas cinco o seis novelas de Christie, adivinaba y anticipaba el final al ser presentados todos los caracteres. Resultaba fácil: quien menos oportunidades, o menos razones, tuviera para el crimen, era sin duda el asesino. Pero, aun así, uno esperaba intrigado al tercer acto, ese momento solemne en que Poirot convocaba a todos los sospechosos y los iba enjuiciando uno por uno, hasta llegar al último, el verdadero culpable. Y a veces Dña. Agatha dio con desenlaces auténticamente sorprendentes, por lo inesperados o complejos, como sucede en estos Diez negritos, y también en su Orient Express, o en La ratonera. Especialmente sensibilizada por la crueldad contra la infancia, responsabiliza de este estigma a algunos de sus delincuentes.
Es de agradecer que el entretenimiento ideado por Christie vuelva, de vez en cuando, a los teatros de Madrid. Diez negritos, en versión de Ricard Reguant, hacía quince años que no nos visitaba. Aquella vez, era Paco Cecilio quien abría el reparto. Hoy es Paco Churruca, conocido, sobre todo, por Amar en tiempos revueltos. Completan el elenco, Mónica Soria / Ana Escribano, Pablo Viña, Quim Capdevila, Lydia Miranda, David Zarzo, Diego Molero, Jorge Lucas, Lara Dibildos, Antonio Albella, y, en colaboración especial, Manuel Galiana.
Actores muy dignos todos ellos, que merecen poder seguir trabajando en el oficio, entreteniendo y recuperando --por qué no, que hace falta--, piezas amenas y desenfadadas como esta de Diez negritos.
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Para nosotros, Miss Marple siempre será, en el cine, la excepcional veterana Margaret Rutherford, y Hércules Poirot, Albert Finney. Ni Peter Ustinov, ni David Suchet.
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En cuanto al título de Diez negritos, tiene su avatar. Lo conserva en las copias españolas más recientes, pues es la versión literal del primigenio de 1939-40: Ten Little Niggers. Reproduce la canción infantil creada en Estados Unidos, en el último cuarto del siglo XIX, tras la manumisión de los esclavos. Se publicaron, a partir de 1875, libritos con la melodía, donde diez hermanitos de color van desapareciendo o perdiendo la vida de la forma más tonta. Esta canción alcanzó gran difusión y popularidad en Gran Bretaña, quizá por su fiebre colonial.

La palabra “nigger” tiene fuertes connotaciones malsanas en inglés. Es un vocablo proscrito, tabú. Es la forma dialectal de “negro”. Significa, literalmente, ‘negrazo’. O sea, muy despectivamente, lo mismo que decir ‘negro de mierda’. Así pues, de Diez negritos, nada; la traducción resulta inexacta. Lo suyo sería Diez negritos de mierda.
Tal es así que, en Estados Unidos, aun cuando no habían dejado tranquilos a los negros ni les habían otorgado sus justos derechos civiles de seres humanos, prefirieron cambiar el título de la novela de Dña. Agatha, que pasaría a llamarse Ten Little Indians, esto es, Diez indiecitos. Debía de ser que, como apaches y sioux quedaban menos, a esos lo mismo les daba. Nos recuerda el comentario de aquel sujeto de El Padrino: “La droga, prohibida; excepto para los negros. Total, como son animales…”
En Reino Unido también se decidió endulzar el título de la novela, que pasó a conocerse como And Then There Were None (‘Y luego no quedó ninguno’). Ni negros, ni indios, ni gitanos ni suecos… y todos contentos.
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El Teatro Muñoz Seca, en la muy céntrica Plaza del Carmen 1 de Madrid, que ha funcionado como teatro y cine desde 1930, con sucesivos ajustes y remodelaciones, fue antaño, a comienzos del s. XX, el Salón Chantecler, dedicado a las variedades. En él y en otros locales de Montera, como el Salón París, se hizo famosa una cupletista nacida en Cuba (1885), hija de un Guardia Civil, Consuelo Portela, más conocida por su nombre artístico de La Chelito (o La Bella Chelito). Esta artista de voz limitada, pero cuerpo generoso, cantaba rumbas y ritmos caribeños, junto a coplas picantes. Durante sus actuaciones, casi como por descuido, solía descubrir un pecho, siempre el mismo casualmente, lo que volvía locos a los parroquianos que la seguían. Estos hombres tentados por el pecado de la carne gritaban entonces que Chelito enseñara el otro. Y ella daba desplante respondiendo: “Tontos, si es igual”. Con sus actuaciones en el Chantecler y en el vecino Frontón Central o Central Kursaal (luego, Cine Madrid), donde además de jugar a pelota vasca, se actuaba sobre un escenario, La Chelito amasó una pequeña fortuna, siempre vigilada y administrada por su celosa y competente madre. Consuelo Portela compró el Chantecler e inauguró, en 1911, en su lugar, el Teatro El Dorado. Ese mismo año, sin embargo, lo arrasó un incendio, y hubo de gastarse nuevas perras en reconstruirlo. Se encargó de ello el arquitecto José Espelius Anduaga. Con el tiempo, se transformó en el Muñoz Seca, en honor del meritorio comediógrafo, fusilado después por los republicanos comunistas en Paracuellos.

El Chantecler y La Chelito inspiraron una película protagonizada por Sara Montiel y dirigida por Rafael Gil, La Reina del Chantecler (1962). En la misma, La Chelito –que no vivía ya, pues falleció en noviembre de 1959—pasó a ser La Bella Charito, una actriz y cantante de vida fácil que se termina enamorando fatalmente de un joven vasco y carlista. La Bella Charito, a diferencia de La Chelito, que descendió a los infiernos y subió a los cielos, esto es, dejó los cuplés para volverse empresaria seria y respetable, de misa y comunión, no consiguió para nada cambiar de vida. Exigencias del guion y de la justicia poética que aguardaba a las pecadoras.
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2015.

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